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¿El futuro es como se piensa?

¿El futuro es como se piensa?

Fausto Salinas Lovón
Desde Cusco
Exclusivo para Lampadia

Muchos autores han dedicado sus esfuerzos a pensar e imaginar el futuro a lo largo de la historia. Muchos más han seguido estas reflexiones o por lo menos las han visto por natural curiosidad frente al destino que nos depara.

Las Profecías de Nostradamus deben ser lo más conocido en este ámbito y particularmente las interpretaciones de cada una de ellas frente a grandes acontecimientos de nuestra historia mundial.

En tiempos más recientes, los que leyeron al politólogo estadounidense Francis Fukuyama, creyeron que era posible el fin de la historia, entendida como el conflicto permanente de ideologías, y que se había producido el triunfo de las ideas de la libertad, de la democracia liberal sobre el comunismo. Pocos años después, el auge político global de la China, el fundamentalismo islámico, las amenazas bélicas de Nor Corea, el chavismo en Venezuela con sus irradiaciones en Latinoamérica y España, entre otras experiencias, desbarataron la tesis.

Los que leyeron en la década pasada a Yuval Harari, pensaron que era posible que las tres grandes amenazas de la supervivencia del pasado humano hubieran sido vencidas: la peste, la hambruna y la guerra. Creyeron, a renglón seguido, que el ser humano estaba ante un nuevo reto: dejar de ser Sapiens para pasar a ser Deus.

Fuera del espacio mundial, en el ámbito latinoamericano, los que escucharon a Ricardo Lagos, ex presidente de Chile, pensaron al igual que él “que la globalización había llegado para quedarse” y que esta era como el invierno: “inevitable y solo quedaba prepararse frente a él”.

La historia, que no tuvo fin en 1989 con la caída del muro del Berlín, parece demostrar, una vez más, que el futuro es más caprichoso e impredecible. Esta vez es la crisis del Covid 19 (Corona Virus) la que nos da evidencias de ello.

El temor de millones de ciudadanos en el mundo a ser contagiado por el Covid 19 que los obligan a aislarse en sus casas, la alarmante curva de ascenso de los casos, las miles de lamentables muertes de las cuales no se libra nuestro país, entre otras consecuencias de esta pandemia, han demostrado que las enfermedades, la peste en los términos de Harari, pueden seguir siendo una amenaza para la sobrevivencia humana y que el hombre, antes de pretender tremendos desafíos, deberá seguir luchando por su sobrevivencia como especie.

Al mismo tiempo, esta crisis va a poner en entredicho la inevitabilidad y la conveniencia de la   globalización. La globalización ha hecho más pequeño y cercano el mundo, había destruido barreras, tendió puentes donde antes había aduanas y barricadas. Sin embargo, para algunos, a pesar de las ventajas de tener un mundo global, esta crisis será vista como hija de la globalización, especialmente porque los países que primero cerraron sus fronteras son los que mejor han contenido la propagación del virus y porque al final, hasta las sociedades más globales han tenido que encerrarse para contenerlo.

El COVID 19 no solo está matando a nuestros semejantes y destruyendo la economía global donde todos empobrecerán. Ha puesto en entredicho algunas evidencias o certezas que habíamos convertido en premisas para pensar en el futuro. Ha abierto una grieta de duda sobre algunos de los que considerábamos los cimientos del futuro.

El reto que nos plantea esta crisis es, por lo tanto, mucho mayor de lo que se cree.

Comienza en la efectividad de las medidas de contención sanitaria para aminorar su impacto humano y continúa con las medidas gubernamentales y privadas que se tengan que adoptar para distribuir el grave impacto económico de esta crisis.  Luego de ello, habrá que buscar con detenimiento, con instrumentos científicos, sin intereses nacionales de por medio, con objetividad y con honestidad, las causas de esta pandemia y de su propagación, para revisar, también sin prejuicios y sin anteojeras, cuanto se han afectado lo que para muchos ya eran los cimientos del futuro de nuestro mundo.

La repuesta frente a la crisis también va a contar a la hora de entender sus consecuencias globales. Desde nuestra particular perspectiva, si la respuesta es egoísta, pequeña, comarcal, en nada va a ayudar a sostener un mundo global que tantos beneficios nos ha traído. Sí, por el contrario, es propiamente global, solidaria, interdependiente y de cooperación, podrá seguir sosteniendo la fe en ese mundo abierto, de todos y con valores compartidos comunes. Veremos qué sucede.

Mientras tanto, concentrémonos en la urgencia sanitaria y colaboremos a evitar la infestación. Una buena medida puede ser leer esta columna y tantas otras de Lampadia, ahora que hay más tiempo para no quedarse solamente en el título y el like. Lampadia




Ucrania no puede convertirse en Siria

Ucrania no puede convertirse en Siria

El camino para alcanzar un acuerdo de paz y desbloquear la situación puede resumirse en 14 palabras: Putin debe retirar sus fuerzas, y Kiev recuperar el control de su frontera oriental.

Por Timothy Garton Ash. Catedrático de Estudios Europeos en la Universidad de Oxford, donde dirige en la actualidad el proyecto freespeechdebate.com, e investigador titular de la Hoover Institution en la Universidad de Stanford

(El País, 17 de Febrero del 2015)

“¡Nunca más!”, gritaron los europeos tras la Primera Guerra Mundial. Y volvió a suceder. “¡Nunca más!”, gritaron los europeos en 1945; y volvió a ocurrir. “¡Nunca más!”, gritaron los europeos después de Bosnia, en 1995; y ahora ha vuelto a pasar. Espero y dudo, en igual medida, que el acuerdo de alto el fuego de Minsk, logrado gracias a los heroicos esfuerzos de Angela Merkel, permita alcanzar la paz. Pero, aun en el improbable caso de que así sea, vean lo que ya hemos permitido que ocurra.

Otro país europeo desgarrado por la fuerza. Según los cálculos de la ONU, han muerto al menos 5.400 personas, alrededor de 13.000 han resultado heridas y 1,6 millones han tenido que abandonar sus hogares. Rusia se ha anexionado oficialmente Crimea, que formaba parte de un Estado soberano vecino. El acuerdo de alto el fuego de la semana pasada, Minsk 2, establece que Ucrania no recuperará el pleno control de su frontera oriental con Rusia hasta finales de este año, y solo si celebra elecciones en las regiones de Donetsk y Lugansk y les concede un estatus especial constitucional. También dice que el Gobierno de Kiev debe seguir pagando las pensiones, los salarios y los servicios de esas regiones. Imagínense que solo tienen permiso para cerrar la puerta posterior de su casa si ceden el cuarto de estar a una persona que les está apuntando con una pistola a la cabeza, y además deben seguir pagando sus facturas.

Las personas razonables podrán discrepar sobre la mejor forma de defenderse contra una agresión tan descarada, pero, por lo menos, no debemos hacernos ilusiones sobre lo que está sucediendo delante de nuestras narices. Vladímir Putin está retando deliberadamente a la Unión Europea con una manera de hacer política diferente, antigua y peor. La fuerza impone su razón. Lo negro es blanco. La guerra vuelve a mandar, y el derecho se arrastra como puede hasta una zanja, como un refugiado herido.

Todo ello, en un país cuya integridad territorial juraron solemnemente proteger Rusia, Estados Unidos y Gran Bretaña —claro que, ¿a quién le importa lo que diga hoy Gran Bretaña?— de acuerdo con el memorándum de Budapest de 1994, a cambio de que Ucrania, recién independizada, aceptara entregar uno de los mayores arsenales de armas nucleares del mundo. Cito: “La Federación Rusa, el Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte y Estados Unidos reafirman su compromiso… de respetar la independencia y la soberanía y las fronteras actuales de Ucrania”. Firmado por Borís Yeltsin, Bill Clinton y John Major. Imaginen la lección que este quebrantamiento de promesa enviará a otras potencias nucleares o que pretenden serlo: hagas lo que hagas, no te creas una palabra de lo que te garanticen y no renuncies a tus armas nucleares.

La ley de la jungla de Moscú contra la jungla de leyes de Bruselas. ¿Quién está ganando? “Rusia”, responde el conocido realista estadounidense John Mearsheimer. ¿Y qué podemos hacer? “Occidente debe intentar que Ucrania sea un Estado neutral que sirva de tapón entre Rusia y la OTAN. Que sea como Austria durante la Guerra Fría. Para ello, Occidente debería abandonar de forma explícita la ampliación de la Unión Europea y la OTAN”. Vale, gracias, profesor realista. ¿Quizá le gustaría encargarse usted de hacerlo? Tenemos el sitio perfecto para que celebre su cumbre de realpolitik: Yalta, donde, en 1945, Franklin D. Roosevelt y Winston Churchill dieron una ambigua legitimidad a la ocupación soviética del este de Europa. Yalta, en la anexionada Crimea.

¿Qué derecho tenemos a ordenar a unos países independientes y soberanos que sean Estados tapones neutrales? Gary Kaspárov, que conoce Rusia un poco mejor que Mearsheimer, tuiteó recientemente: “Los realistas parecen tan contentos de condenar a millones de ucranios a vivir como prisioneros en un territorio ocupado. En Europa, en pleno siglo XXI”. El otro día hablé con Kaspárov sobre Ucrania. Me dijo que había estado en Kiev para conmemorar el 20º aniversario del memorándum de 1994; su opinión sobre la tragedia es audaz y original, como su forma de jugar al ajedrez. Insiste en que no se trata de un conflicto entre Ucrania y Rusia, sino entre dos Rusias, que equipara, con licencia poética, con el Rus de Kiev y la Horda Dorada.

Aunque las encuestas que muestran la increíble popularidad actual de Putin en Rusia son creíbles, no debemos cometer el error de identificar al político con el país. También Adolf Hitler gozó de enorme popularidad durante un tiempo, igual que Slobodan Milosevic. Los pueblos pueden dejarse llevar por rumbos desastrosos, sobre todo cuando una hábil propaganda sabe explotar los mitos y los agravios nacionales más arraigados. Entonces, unos años después, la gente se despierta y empieza a pagar el precio. Estar en contra de Putin no es estar en contra de Rusia. Es defender el futuro de Rusia a largo plazo y apoyar a los ciudadanos más acosados, que representan la otra Rusia.

Putin está infringiendo precisamente el principio que siempre ha dicho que debía constituir la base de las relaciones internacionales: la soberanía incondicional de los Estados. ¡Pero qué desfachatez —exclamarán—, que unos países que invadieron Irak critiquen a otros por violar la soberanía de un Estado! A lo cual respondo que tienen razón, que la invasión angloamericana de Irak estuvo mal, desde el punto de vista legal, moral y estratégico, pero que eso no es excusa para volver a hacer lo mismo en este caso.

En Siria, dirán quizá otros, tenemos unos campos de exterminio que hacen que Ucrania parezca casi un país pacífico, y la ONU habla nada menos que de 3,8 millones de refugiados. ¿Qué está haciendo Occidente al respecto? ¿Es que las vidas de los árabes valen menos que las de los europeos, las de los musulmanes, menos que las de los cristianos? Cada 15 días me despierto pensando: “¿No debería escribir sobre Siria?”. Pero, aparte de que sé mucho menos sobre Oriente Próximo que sobre Europa, lo que he aprendido de los expertos no indica ninguna forma clara de avanzar. Da la impresión de que hay demasiados grupos sobre el terreno, envueltos en el conflicto, y que cuentan con el respaldo de demasiadas potencias extranjeras (entre ellas Rusia, que apoya a Bachar el Asad).

Aquí, en cambio, a pesar de la complejidad de Ucrania, existe una manera de desbloquear la situación, que se puede resumir en 14 palabras: Putin debe retirar sus fuerzas y Ucrania recuperar el control de su frontera oriental. De modo que, a diferencia de Siria, la clave está en que un actor político cambie de comportamiento. Por supuesto, eso no detendría de la noche a la mañana a los airados separatistas que luchan en nombre de la República Popular de Donetsk. En el este de Ucrania, como en Bosnia y en Siria, la radicalización provocada por la brutalidad de la guerra ha transformado a los vecinos en enemigos. Kiev tendría que demostrar un enorme sentido político y mucha imaginación para reconstruir un Estado verdaderamente federal, en el que los que se identifican como rusos puedan volver a sentirse razonablemente a gusto. Pero el camino para alcanzar cualquier acuerdo de paz comienza con esas 14 palabras.