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Marchando bajo la lluvia

Marchando bajo la lluvia

Esta semana se reunió el Acuerdo Nacional para discutir el tema del agua. En la reunión se decidió diseñar una política nacional para el uso de este recurso y se sostuvo que esta política debía establecer una jerarquía que diera la primera prioridad al consumo humano y la segunda a la agricultura. Solo luego vendrían otras actividades, incluyendo la minería.

Todo magnífico, si no fuese porque esto es exactamente lo que ya dicta la Ley de Recursos Hídricos. Y porque, claro, plantear el problema del agua como una cuestión de escasez en la que, consiguientemente, el uso de unos deja sin el recurso a otros, supone enfrentar el único problema hídrico que no tenemos y dejar intacto el que sí.

En el Perú abunda el agua. Según cifras de la Organización de la Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO, por sus siglas en inglés), estamos entre los veinte países con más agua en el mundo. De los dos billones de metros cúbicos con los que contamos anualmente, conforme a la misma FAO, usamos el 1%. El otro 99% se pierde. Y eso incluye, según la Autoridad Nacional del Agua (ANA) el 98% del agua de la vertiente del Pacífico. Nuestro problema del agua, pues, no es un problema de escasez; es un problema de desaprovechamiento de la que tenemos.

¿Por qué no usamos cada año el 99% del agua de la que disponemos? Pues porque hemos encomendado al Estado generar la infraestructura – represas, reservorios, ductos y demás– necesaria para aprovechar el agua y este lo ha hecho con la destreza con la que suele hacer las cosas. Un ejemplo especialmente relevante en estos días es el Gobierno Regional de Cajamarca. Esta es una región que, conforme las cifras de ANA, usa solo el 20% de su agua. Pues bien, el Gobierno Regional tiene dormidos 11 proyectos relacionados con el agua, pese a tener sus expedientes técnicos ya aprobados y pese a haber devuelto a Lima en el último lustro S/.1.230 millones provenientes del canon de las mineras.

Tampoco es el caso, por cierto, que la minería esté impidiendo que la poca agua que sí tenemos cómo aprovechar pueda llegar a los demás: de esa agua las minas usan menos del 2%.

La razón por la que en el Perú encomendamos el agua exclusivamente al Estado es porque creemos que nadie debe hacer negocio con ella, puesto que “es de todos”. ¿De todos? Queremos decir del mar, que es a donde se va cada año la mayor parte de lo que llueve en el país. La verdad es que en el Perú el agua es solo de quienes están cerca de la poca infraestructura hidráulica que hay. Los demás – entre quienes figuran los más pobres– tienen que pagarla a precios altísimos a esos camiones que se pasean por nuestras ciudades y valles. Para no hablar de las zonas rurales en donde no queda más que caminar largas horas para llegar a la fuente más cercana.

Mientras tanto ningún privado (una industria, una explotación agrícola, una comunidad campesina) con derechos de uso de agua comprados al Estado tiene incentivos para desarrollar la infraestructura (como riego por goteo o reservorios) que le permita ahorrar este recurso y trasladarlo luego a donde se necesite. La Ley de Recursos Hídricos prohíbe a los privados vender el agua. Como resultado todos los que tienen derecho a esta usan más de la que podrían y dejan correr el resto, convirtiendo al Perú en un caño permanentemente abierto. Ilustrativamente, al otro lado de la frontera, en Chile, donde los privados pueden vender el agua, estos han desarrollado una infraestructura con la que se irriga casi toda la costa de su país.

¿Por qué si el tema del agua es de escasez y no de aprovechamiento nadie habla de estas cosas? Porque en el Perú el tema del agua no es el agua sino la ideología. El agua es un rehén que ha tomado la izquierda más retrógrada para imponer las teorías que los peruanos hemos rechazado en las urnas. Lo que se quiere es decir, contra todas las cifras, que “las mineras se llevan el agua”. Por eso decía anteayer el señor Santos que el verdadero asunto con la marcha es lograr un nuevo Congreso y una nueva Constitución y por eso declaraba esta semana el señor Aduviri en plena marcha por el agua que la población exige del presidente “La Gran Transformación”. Por eso, en fin, la marcha por el agua ha podido hacer tanto de su recorrido impertérrita, bajo la lluvia.




Desarmando la trampa

Desarmando la trampa

La semana pasada informamos que el Ministerio de Economía y Finanzas había suscrito un préstamo con el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) por US$20 millones para agilizar proyectos en las zonas con mayor índice de pobreza en el país. Así las cosas, el Proyecto de Mejoramiento de la Inversión Pública Territorial, como ha sido titulado por el ministerio, se concentrará en regiones como Apurímac, Huancavelica, Ayacucho, Puno.

Lo destacable: servirá para formar equipos técnicos multidisciplinarios con experiencia en pre-inversión, ejecución y contrataciones, que trabajarán con los funcionarios de los gobiernos regionales para desentrampar la ejecución del gasto público.

Como se sabe, buena parte de lo que hoy se encuentra atorado en dicha trampa son los proyectos de infraestructura (no es casual que el BID calcule que nuestra brecha en este rubro rodee los US$45.000 millones). Pero algo de lo que no todo el mundo es consciente es que este problema no solo afecta la competitividad del país, sino además –y de manera fundamental– la superación de la pobreza. Pruebas de ello podemos encontrar en el reciente documento de trabajo elaborado por el Banco Mundial titulado “Perú en el umbral de una nueva era”, que demuestra cómo dicha situación afecta principalmente a los más necesitados.

Cuando se compara la costa (donde se ubican los polos de mayor desarrollo) por un lado con la sierra y selva por el otro, se encuentra que existe una brecha de 20% en el acceso a los servicios de electricidad, agua y saneamiento. De hecho, en 18 regiones del país más del 10% de la población no tiene acceso a ningún servicio (las otras 7 coinciden con las más pobladas y prósperas de la costa). Y en Amazonas, Puno, Cajamarca y Huánuco esta situación afecta al 40% de las personas.

Para el caso del acceso a agua limpia, la realidad del Perú es que solo alrededor del 83% de sus ciudadanos tiene acceso a ella, cuando el promedio de América Latina y el Caribe es de 90%. La consecuencia es mucho más que una enorme incomodidad para millones, pues la incidencia de enfermedades infecciosas (y, por lo tanto, la expectativa de vida) se encuentra directamente relacionada con el acceso a agua limpia y desagüe.

Con la tasa de electrificación sucede algo similar. Según el informe del Banco Mundial, en el 2006 (último año con cifras comparables en la región) el 73% de los peruanos tenía acceso a electricidad frente al 78% de América Latina y el Caribe. El problema es especialmente grave en zonas rurales de nuestro país, donde dicha tasa no pasa del 32% de la población. Así, las familias de tales lugares tienen menos oportunidades de utilizar herramientas modernas que aumenten su productividad, gozar de mejores condiciones de vida (y hasta refrigerar la leche de sus hijos).

De la calidad vial, por otra parte, tampoco hay mucho de qué estar orgullosos: solo 6 kilómetros por cada 100 kilómetros cuadrados de superficie son caminos, mientras que el promedio en América Latina y el Caribe es de 17 kilómetros; y el porcentaje de caminos pavimentados solo es de 18%, cuando el promedio regional es de 23%. Esto supone que a los ciudadanos de las zonas más excluidas les cuesta más comerciar sus productos, ir al trabajo o enviar a sus hijos al colegio. De alguna manera, la falta de desarrollo vial los tiene atrapados en la miseria.

Revertir esta situación tendría un impacto importante en el combate a la pobreza. Según Escobal y Torero, el ingreso de los hogares aumenta en un 13% cuando acceden a agua y electricidad, en un 23% si tienen acceso además a saneamiento y en un 36% si a eso le suman acceso a telecomunicaciones. Además, estos autores han comprobado que cuando se rehabilitan los caminos rurales el ingreso de estas familias aumenta en un 35% por tener un mercado más grande a su alcance.

Por todo esto, desarmar la trampa en la que ha caído la infraestructura debería ser uno de los principales programas de desarrollo nacional. Y no solo por sus beneficios inmediatos para los más necesitados sino porque, además, a diferencia de los programas asistencialistas, el agua, la electricidad o los caminos sí ayudan a que la gente salga adelante por sí misma.