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Cultura pro mercado

Cultura pro mercado

Pablo Bustamante Pardo
Director de Lampadia

Líneas abajo presentamos un magnífico ensayo de Pablo Paniagua de la Fundación para el Progreso de Chile, quién explica la relación causal entre la mentalidad económica o la cultura pro mercado, y la prosperidad de largo plazo de un país.

“Los mercados libres y sus instituciones inclusivas se mantendrán en el largo plazo solo si se entiende a nivel cultural que estos producen resultados que son moralmente, no solo materialmente, virtuosos y compatibles con el florecimiento humano”.

Paniagua explica que en Chile se habría producido una ruptura entre sus instituciones de mercado y la mentalidad anti mercado de buena parte de la población, especialmente de los jóvenes. Felizmente, parece que últimamente están reaccionando con la intención de voto que muestran por Kast.

Este análisis político y sociológico nos lleva a preguntarnos si los peruanos tenemos, o no, una cultura pro mercado

Tras el último proceso electoral, muchos pensaron que los peruanos estábamos polarizados, con la mitad de la población abjurando de la economía social de mercado. En Lampadia dijimos lo contrario. Ver: La polarización fue coyunturalEl Perú no está partido en dos.

Ya hemos explicado varias veces que la aparente polarización de las elecciones fue producto del desastroso, y hasta criminal, manejo de la pandemia, en la que el gobierno de Vizcarra con sus socios de la izquierda, y luego Sagasti, destrozaron el Perú, quién sabe si adrede.

Tuvimos los peores resultados del mundo, con la mayor cantidad de muertos por millón, la peor caída de la economía y el menor regreso a las aulas. En el combate de la pandemia, estos infelices, rechazaron el apoyo del sector privado, de las iglesias y de las Fuerzas Armadas, insistieron en el uso de pruebas rápidas, rechazaron la donación del software para el seguimiento del virus, las donaciones de pruebas moleculares y de plantas de oxígeno, pararon toda la economía dejando sin ingresos a millones de ciudadanos, y no compraron las vacunas.

Nos llevaron a una situación de desesperanza que crispó nuestro criterio político.

Pero muy rápido después de las elecciones, las encuestas mostraron el verdadero sentir de los peruanos, destacando mensajes como:

  • Priorizar la reactivación de la economía y el sistema de salud, versus convocar a una asamblea constituyente.
  • El 73% considera positiva la apertura del comercio internacional.
  • El 83% cree que la inversión extranjera trae beneficios para los peruanos.
  • Los peruanos no queremos que nos desunan.
  • No queremos que se cree inestabilidad con el cambio de Constitución.
  • No queremos que se ahuyente la inversión privada que crea empleo.
  • El 90% desaprobaría el modelo venezolano para el Perú.
  • El 71% cree que lo que se necesita es una mejor gestión publica en educación y salud, en vez de estar pensando en cambiar la Constitución.
  • El 80% dice que el gobierno debe respetar plenamente la libertad de prensa.

Ver más información en las encuestas encargadas por Lampadia:

De las recientes encuestas resulta claro que los peruanos favorecen la apertura de la economía. Pero además, sabemos hace tiempo que el Perú es un país de emprendedores, de gente que confía en sus capacidades, aunque sean limitadas. Los peruanos quieren que se les deje trabajar.

Cuando, por la ausencia de inversión privada en las regiones, debido a los malos gobiernos de la dictadura militar, el segundo gobierno de Belaunde y el primer gobierno de García, y por el abandono político de las regiones, debido al terrorismo; los peruanos no se plegaron al terrorismo, no se volvieron delincuentes, no se volvieron ociosos; se fueron a las grandes ciudades de la costa a crear empleo y a forjar un espacio de desarrollo que devino en la nueva clase media peruana. Ver en Lampadia: El libro de la clase media peruana.

Los peruanos somos muy diferentes a los argentinos, chilenos colombianos y venezolanos. Las poblaciones de nuestros vecinos son, en general, dependientes en su trabajo, ya sea del Estado como en Argentina, o del sector privado como en Chile y Colombia.

Los peruanos somos independientes en una gran mayoría, eso nos hace más cercanos a los valores de la economía de mercado. Acaso los puneños, que controlan el comercio en todo el Perú, e incluso en algunas ciudades de Ecuador, ¿tienen una mentalidad de dependientes que le reclaman empleo al Estado?

Como dice Juan Carlos Tafur, solo falta que hagamos clic entre nuestra realidad social y la ideología.

El que no hayamos hecho esa conexión es responsabilidad de nuestra clase dirigente, que no mostró empatía e integración con la población; que no supo acompañar la gran recuperación del Perú desde la Constitución de 1993, que trajo de regreso la inversión privada con crecimiento, reducción de la pobreza y disminución de la desigualdad; con la exigencia al Estado del buen uso de los recursos fiscales que generamos, para mejorar la educación y la salud. Y tampoco supimos desarrollar y divulgar el verbo de la prosperidad, conectar la realidad social con la mentalidad pro mercado.

Increíblemente, hoy tenemos un gobierno que pretende cambiar nuestra realidad social y borrar toda huella de nuestra mentalidad pro mercado. Que agudiza los resentimientos por las diferencias sociales, promoviendo la lucha de clases. Estoy seguro que, a pesar de la deficiencia de la clase política, esta vez, la sociedad civil sabrá ponerse al frente a predicar los caminos del bienestar y a defender la prosperidad que pretenden terminar de apagar.

Mentalidad económica y la prosperidad de las naciones

Fundación para el Progreso – Chile
Pablo Paniagua
Publicado en El mostrador, 04.11.2021
Glosado por Lampadia

Desde que Adam Smith publicara su célebre libro La riqueza de las naciones, los economistas llevan 250 años reflexionando acerca del origen y los catalizadores de la riqueza de las naciones. En simple, llevan más de dos siglos preguntándose: ¿qué es lo que hace que un país sea rico y próspero? Y ¿qué elementos ayudan a sustentar dichos procesos de riqueza?

Aproximadamente, durante 1760-1780 el Reino Unido y los Países Bajos comenzaron a experimentar un proceso de desarrollo económico y riqueza acelerado y sostenido nunca visto en la humanidad. Si bien otros procesos de florecimiento humano, como el Renacimiento italiano, proporcionaron explosiones de riqueza y creatividad, dichos procesos fueron transitorios y luego involucionaron hacia procesos de pobreza y estancamiento. El proceso de prosperidad iniciado por la Revolución Industrial es único en la historia de la humanidad; proceso que el Premio Nobel de Economía Angus Deaton ha denominado El gran escape de la pobreza y la miseria.

A lo largo de la historia, distintos economistas han tratado de explicar el origen de nuestro gran escape. El enfoque clásico se ha concentrado –equivocadamente– en la simple acumulación de capital como elemento catalizador del gran escape. Recientemente, el trabajo del Premio Nobel de Economía Paul Romer se ha desmarcado de este enfoque en el capital, poniendo énfasis en el poder de las ideas y el avance tecnológico en generar progreso sostenido.

Siguiendo el camino de Romer, varios economistas están poniendo énfasis hoy en el rol fundamental de las ideas y el poder de la cultura y las creencias en determinar el progreso de las naciones. Esto es lo que consideramos en estas líneas como “la mentalidad económica” que determina la riqueza de las naciones. Así, existe un factor desestimado por la mayoría de los economistas: las actitudes e ideas económicas y las creencias o mitos económicos de la población.

El poder de la cultura y las ideas en transformar instituciones

Dos economistas han trabajado recientemente en dicha dirección trazada por Romer, dejando en evidencia el poder de las ideas y de la cultura en fomentar ciertas actitudes dentro de la población y un ambiente cultural amigable con las ideas de la libertad económica y el progreso.

  • Por una parte, Joel Mokyr, en su más reciente libro, A Culture of Growth, explica que la Revolución Industrial surge debido a la presencia de una cultura del crecimiento –específica de la Ilustración europea–, la cual sentó las bases ideológicas para los avances científicos y los inventos que instigarían la explosión en desarrollo.
  • Por otra parte, la economista Deirdre McCloskey ha evidenciado –en su potente trilogía de ensayos– que la gran explosión en desarrollo económico, que ocurrió en Holanda e Inglaterra a finales del siglo XVIII, es el producto no solo de buenas instituciones, sino que, en gran medida, de un ambiente cultural y de ideas propicio que le dé sustento.

El trabajo de Mokyr y McCloskey nos sugiere que el factor principal de la explosión en desarrollo y crecimiento fueron las ideas a favor de la libertad de emprender y de innovar: la legitimación cultural de aquellos comportamientos de creación científicos y de riqueza de los innovadores, comerciantes y comercializadores. En épocas anteriores a la Revolución Industrial, dichas personas eran vistas como detestables y consideradas parias, las que eran aborrecidas por la población, en lugar de ser respetadas y de tener un lugar meritorio en la sociedad. Mokyr y McCloskey señalan que fue realmente la actitud de innovación, de la mano de una cultura del progreso, y no el capital, lo que explicaría la prosperidad.

Mientras una gran cantidad de trabajo empírico e histórico muestra una clara asociación entre el crecimiento económico y la prosperidad humana, por un lado, y las instituciones inclusivas o pro libertad económica, por el otro (Acemoglu y Robinson, 2010; Olson, 1984; Powell, 2019; Sen, 1999), dichas instituciones pro libertad pueden ser bastante frágiles si la población en general no tiene una comprensión clara de lo que determina que un país sea próspero o menos. Esto nos recuerda que buenas instituciones son una condición necesaria, pero no suficiente, para poder sustentar un proceso de desarrollo económico de largo aliento. De hecho, el Premio Nobel de Economía Douglas North reconoció (North, 2005) el rol fundamental de las ideas y de los modelos mentales compartidos por la población en la creación y posterior sustentabilidad de buenas instituciones.

En última instancia, las buenas instituciones (aquellas inclusivas) se sustentan en la mentalidad compartida y en los modelos mentales que predominan en una sociedad específica. La evolución de las instituciones de una sociedad es sobre todo una función de aquellos cambios en el sistema de creencias dominante (Zweynert, 2009). De hecho, un examen cuantitativo del rol de “la cultura” ha contribuido a iluminar cómo esta afecta el desarrollo económico y la evolución de las instituciones (Alesina y Giuliano, 2015). Si la cultura y creencias de una población favorecen un sistema de mercado y pro libertad económica, esto tendrá fuertes efectos prácticos, ya que –como se ha señalado– la libertad económica y las instituciones inclusivas proporcionan las condiciones esenciales para el progreso en el largo plazo. Entonces, para crear y luego sostener dichas instituciones claves de libertad económica, se requiere de un sustrato cultural y de ciertas ideas que sean amigables con los mercados y con las nociones de progreso.

Las instituciones pro libertad económica, como un Banco Central autónomo, son sin duda importantes, pero estas no son una panacea que resuelven todo. Ya que, si no hay un sustrato cultural amigable y un conjunto de ideas y actitudes que las defiendan y las legitimen a nivel ideológico y práctico, entonces aquellas instituciones quedarán sostenidas en arenas movedizas.

El caso del auge y caída del proceso modernizador en Chile y de toda nuestra institucionalidad, son una clara señal de lo que sucede cuando las instituciones pro libertad económica se sustentan de facto en meras constituciones y en papeles, pero no en las ideas y en la cultura de las personas. El caso de Chile sería el polo opuesto de aquella historia de prosperidad: el reflejo de lo que sucede cuando buenas instituciones son erigidas con pies culturales de barro.

Chile y su mentalidad económica

Se ha creado el índice global de la mentalidad económica (Global Index of Economic Mentality, GIEM): el GIEM utiliza datos de la Encuesta Mundial de Valores para medir cómo los ciudadanos reaccionan y piensan sobre los mercados y el Gobierno, capturando así sus actitudes culturales hacia las ideas del progreso económico (para ver la metodología y la construcción del índice, consultar aquí).

El GIEM busca cuantificar el grado en que las personas priorizan la iniciativa privada, la libre competencia y la responsabilidad personal, en contraposición a una mayor intervención del Gobierno en sus vidas, la redistribución de ingresos y un Gobierno que cumpla un rol de mantenedor social.

Dicho índice es una forma de cuantificar la “Ventana de Overton” (Lehman, 2018): la idea de que existe un conjunto de alternativas políticas consideradas como “políticamente aceptables” dentro de una sociedad en un momento dado –en cuanto se relaciona con la ideología económica imperante de un país–. De esta forma, el índice GIEM busca mediar el apoyo cultural y popular hacia la libertad económica y las instituciones pro mercado (ver ranking en Tabla 1, abajo). El índice proporciona una clasificación de países de acuerdo con su mentalidad y cultura a favor de la libre empresa y los mercados.

Tabla 1: Ranking de Mentalidad Económica
Fuente: Czeglédi, Lips y Newland (2021).

Al ver dicho ranking, podemos advertir que Nueva Zelanda, la República Checa, Suecia y Estados Unidos encabezan la lista de los países que valoran más la iniciativa privada que la intervención estatal. Estos países son considerados por el ranking como “Market Leaders”, dado el gran apoyo cultural e ideológico que sus poblaciones otorgan a una economía de libre mercado. No es extraño, entonces, que estos mismos países disfruten de una alta productividad (reflejada en sus ingresos per cápita) y posean instituciones inclusivas que promueven la libertad económica y el progreso social. Asimismo, podemos ver que Chile se ubica dentro de los 12 peores países del ranking, con una mentalidad económica muy baja, es decir, con una actitud cultural negativa hacia la iniciativa privada y una actitud favorable hacia la expansión del Estado. Chile comparte una mentalidad económica similar a aquella de países como Irán, Egipto y Bangladesh, entre otros países que repudian la libertad económica y la iniciativa privada.

Investigaciones recientes (Alesina y Giuliano, 2015; McCloskey y Carden, 2020; Mokyr, 2018) han confirmado la conjetura de Douglas North de que las ideas importan en demasía: las ideas y creencias que se sostienen ampliamente en un país ayudarán a determinar las instituciones y, en consecuencia, el desarrollo económico en el largo plazo. Esta relación entre ideas pro libertad y progreso es lo que precisamente el índice GIEM nos ayuda a iluminar.

Visto que el GIEM captura las convicciones ideológicas y culturales respecto a la mentalidad económica de la población, se puede esperar que, al comparar dos países, el que tenga un puntaje más alto tenga, a su vez, instituciones que garanticen mercados más libres. Existe una correlación positiva entre el Índice de mentalidad económica (GIEM) y aquellas instituciones y políticas de libre mercado en una muestra representativa de países. Esto es precisamente lo que los autores del índice han encontrado (Czeglédi, Lips y Newland, 2021): una correlación positiva entre la mentalidad económica pro mercado de un país y sus instituciones que impulsan el progreso. El índice “está fuertemente asociado con la libertad económica y, de hecho, puede ser un predictor de ella” (Ibíd., p. 676).

Asimismo, los autores señalan que, al revisar dicha correlación positiva entre creencias e instituciones, salta a la luz el hecho de que existen seis países que serían outliers o casos atípicos: Zimbabue, Irán, Hong Kong, Etiopía, Vietnam y Chile. El caso de Chile, señalan los autores, es paradójico, pues la correlación señala que nuestro país posee una incongruencia atípica: posee instituciones de facto pro mercado y libre competencia, pero que estas no se relacionan para nada con nuestro nivel cultural e ideológico actual, que sería bastante antimercado y antilibertad económica (ver Tabla 1).

De esta forma, las instituciones actuales en Chile serían (hasta ahora) propicias para el desarrollo y el crecimiento económico (pro libertad económica), sin embargo, nuestra mentalidad económica y cultural no es favorable para con los mercados libres. Esto señala que dichas instituciones no tienen ni sustento ni arraigo cultural en el país, lo que ayudaría a explicar nuestro actual derrumbe institucional y las razones culturales por las cuales nuestra institucionalidad duró apenas 30 años. De hecho, el puntaje GIEM de Chile es uno de los más bajos de toda América Latina (símiles de aquellos de Argentina). Los autores señalan que nuestro país sería uno de aquellos casos únicos en el mundo, en donde la ideología antimercado actual y la cultura imperante serían negativas e incompatibles con las instituciones pro mercado de facto existentes (Ibíd., p. 677).

El estallido social y la actual revuelta contracultural profundamente antagonista de nuestra modernidad capitalista –iniciada con fervor por los adultos jóvenes en el país– puede ser entendida como el resultado de aquella asimetría o contradicción entre cultura popular antimercado e institucionalidad pro mercado evidenciada por este índice. Con todo, la situación paradójica de Chile, de la cual hoy estamos viendo sus consecuencias más agudas, sería el resultado del profundo fracaso cultural e ideológico, tanto de la Concertación como de la centroderecha chilena y del mundo empresarial, en ayudar a que nuestras instituciones pro libertad económica adquirieran finalmente un sustrato cultural e ideológico propicio para que estas hayan podido perdurar en el tiempo. La actual ruina institucional podría entenderse mejor a través del rol fundamental de las ideas y la cultura en sustentar o socavar el progreso y a las instituciones pro libertad en el largo plazo. Esta es una de las más grandes lecciones que debemos tener en consideración a la hora de reconstruir nuestro país para poder retomar una senda de progreso y libertad que sea sustentable en el tiempo.

Lecciones para el futuro cultural de Chile

Una primera conclusión es que los mercados libres y las instituciones que generan progreso no pueden sostenerse solo con argumentos empíricos sobre la eficiencia económica y la evidencia empírica que los avala (Williams, 1996). Los mercados libres y sus instituciones inclusivas se mantendrán en el largo plazo solo si se entiende a nivel cultural que estos producen resultados que son moralmente, no solo materialmente, virtuosos y compatibles con el florecimiento humano (Sen, 1999).

Segundo, el Índice de Mentalidad Económica también proporciona un mensaje de advertencia para todos aquellos que valoran la libertad económica y el progreso. Ya que, en varias de las naciones que alguna vez fueron favorables a los mercados (como lo fue Chile), las generaciones más jóvenes están perdiendo rápidamente la fe en estos, repudiándolos y sintiendo cólera contra ellos, buscando así siempre mayores niveles de intervención estatal y de soluciones coercitivas para orientar sus vidas. El avance fáctico de la retroexcavadora sería una consecuencia cultural de nuestro rotundo fracaso en cambiar la mentalidad económica en el país durante estos últimos 30 años.

En definitiva, Chile sería un caso digno de estudio, ya que era un país con un alto grado de libertad económica, consagrado en sus instituciones formales, pero en el que el sentimiento público no coincide para nada con dichas instituciones. Existe un desajuste cultural en el país, el cual nunca se ha subsanado y que imposibilitaría que Chile cree las condiciones necesarias para un proceso sustentable de progreso económico de largo aliento. Una combinación contradictoria entre instituciones y cultura es bastante frágil, algo que los economistas denominan un equilibrio institucional inestable, el que tiene dos conclusiones posibles: o se preservan las instituciones pro libertad económica y se cambia la cultura subyacente para sostenerlas, o se mantiene la cultura actual, con el riesgo de ir desmoronando las instituciones existentes. Pareciera que en estos últimos años el país ya tomó una decisión respecto a esta crucial pregunta. Lampadia




A dos años del estallido social

A dos años del estallido social

La narrativa de las izquierdas chilenas es muy parecida a la ensayada por nuestras izquierdas en el Perú. Ambos se basan en la negación de los crecientes procesos de profundización del bienestar general, en la creación de mitos (especialmente en relación a la desigualdad) y en propuestas refundacionales, de tierra arrasada, que hace mucho daño a los pobres que dicen defender.

Detrás del cortinaje de estas improntas politiqueras, está la búsqueda del poder para instalar gobiernos extra nacionales, de orientación continental, alejados de los procesos de desarrollo del mundo moderno. Ver en Lampadia: La gran condena – Dejar a los pobres desconectados del mundo moderno.

Veamos líneas abajo, el artículo de Pablo Paniagua, de la Fundación para el Progreso de Chile, que nos ayuda a entender las trampas políticas diseñadas por las izquierdas menos modernas del mundo.

Fundación para el Progreso – Chile
Pablo Paniagua
Publicado en El Mostrador
14.10.2021

Durante estos días se cumplen ya dos años desde el estallido social iniciado el 18 de octubre del 2019, y del cual todavía estamos viviendo sus repercusiones en distintos aspectos, como lo político, lo constitucional, y así como también sus consecuencias en materia de violencia y destrucción del espacio público. A dos años del 18-O se ha derramado una marea de tinta al respecto y muchos intelectuales han tratado de analizar el fenómeno desde distintas perspectivas, pero muy pocos desde la economía política y con la evidencia en la mano. De esta forma, no se ha puesto un verdadero énfasis en los aspectos económicos del malestar y en la evidencia empírica que cuestiona la mayoría de los lugares comunes en torno al 18-O. Para subsanar estas deficiencias y estos vacíos en el debate público, es que he contribuido con el libro titulado: Atrofia: Nuestra encrucijada y el desafío de la modernización (Paniagua, 2021).

A pesar de aquel derrame de tinta y de los análisis hechos para explicar el estallido, pocos han puesto énfasis en el real proceso de deterioro del bienestar social y económico que han experimentado muchos chilenos en los últimos años. Esto es lamentable, ya que es probable que el malestar y la furia que se desbordaron en octubre del 2019 estén relacionados con este proceso de deterioro del bienestar económico y social en Chile. En esta columna examinaremos dos elementos claves y contrastantes del debate en torno al estallido: primero, cuestionaré y pondré en duda una de las tesis más conocidas –y uno de los mitos más errados– respecto al malestar social: que el origen de la crisis se encuentra en la desigualdad económica. Segundo, trataré de presentar una tesis alternativa relacionada con una crisis relativa de bienestar, producto de la atrofia de nuestra modernización y una desaceleración económica sin precedentes.

1. El mito: la desigualdad económica lacerante

La tesis más mencionada después del 18-O, es que Chile sería el país más desigual de Latinoamérica y uno de los más desiguales del mundo, en donde la desigualdad económica sería tan brutal y lacerante, que condujo a muchos chilenos a revelarse violentamente contra un sistema que exacerbaba y profundizaba dicha desigualdad. Esta tesis es falsa por varios motivos.

Primero, si vemos la evolución de la desigualdad económica en Chile, podemos ver que, desde 1990 en adelante, muchos de los índices de desigualdad han disminuido bajo distintas mediciones. Tanto el coeficiente de Gini como el coeficiente de Palma han disminuido durante el proceso de modernización capitalista chileno, como se puede ver en la Tabla 1 abajo. Existen bastantes estudios y evidencia empírica respecto a la desigualdad económica en Chile que demuestran que dicha desigualdad y la concentración de la riqueza no han aumentado significativamente en estos últimos 30 años, sino que más bien estas han disminuido, mejorando la mayoría de los índices de desigualdad respecto a aquellos de los años 80 del pasado siglo (ECLAC, 2017; Flores, et al., 2019; Larrañaga, 2016; PNUD, 2017, 2019; Sapelli, 2016; Paniagua, 2021; Peña, 2020; Urzúa, 2018).

Segundo, un estudio realizado por el exministro de Hacienda Rodrigo Valdés (2018), señala que el modelo chileno en realidad ha mejorado las oportunidades económicas y el bienestar de manera transversal, mejorando sobre todo la situación de aquellos menos favorecidos. Valdés estimó que el 10% más pobre de la población subió sus ingresos entre 1990 y 2015 en un 439%, el 20% más pobre de la población en un 437%, mientras que el 10% más rico lo hizo solo en un 208%. Es decir, el bienestar económico en Chile mejoró para todos los sectores sociales (la torta se ensanchó para todos), pero además se repartió sobremanera hacia los sectores medios y más pobres del país. Esto también se ve reflejado en los índices de movilidad social, los cuales evidencian que Chile tenía una alta movilidad social intergeneracional en relación con el resto del mundo (OCDE, 2018).

Tercero, a nivel comparado dentro de Latinoamérica, podemos ver que Chile se ubica hoy dentro del promedio de desigualdad de la región, mostrando una disminución de la desigualdad y pasando de ser uno de los países más desiguales de la región a inicios de los años 90, a estar hoy dentro de la media regional de desigualdad (CEDLAS, 2020; ECLAC, 2016; Amarante, et al., 2016). Así, si uno examina la evidencia en torno a los niveles de desigualdad de la región, podemos ver que Chile no es necesariamente más desigual que Brasil, Paraguay, Colombia, Bolivia o Ecuador, pero sí más desigual que Argentina y Uruguay. De esta manera, si fuera por la desigualdad económica y de ingresos, el continente entero tendría que estar sumido en las llamas y en revueltas violentas contra dicha desigualdad.

En síntesis, la evidencia histórica de distintos estudios, realizados por diversos autores con distintos métodos estadísticos y comparativos, pareciera indicar realmente una sola cosa: una lenta pero sostenida reducción de la desigualdad económica y de ingresos en Chile desde 1990, lo que hace que el país esté hoy dentro del promedio de desigualdad regional; es decir, ni muy mal, ni muy bien en materia de desigualdad. Todo esto señala que es absolutamente errado creer que Chile es el país más desigual de la región o del mundo, y que sería la desigualdad el motivo fundamental de nuestra crisis actual (para más detalles consultar aquí). En simple y como ya lo advertía Voltaire: “No es la desigualdad la verdadera tragedia, sino la dependencia”.

2. La realidad: una crisis de bienestar relativa

Ahora, visto que el mito más polémico en torno al estallido social queda refutado por la evidencia, cabe hacerse la siguiente pregunta: ¿qué podría explicar entonces las causas subyacentes a nuestra crisis social? Una vez despojados de aquellos falsos argumentos con relación al malestar, podemos poner finalmente foco en la evidencia económica que sugiere que el estallido social de octubre del 2019 estuvo fuertemente relacionado con un importante deterioro del bienestar social y económico de los chilenos.

Debemos señalar que el fenómeno de octubre ocurre paralelo a la peor década de desempeño económico que ha tenido Chile en los últimos treinta años. La época dorada de nuestro crecimiento económico (1990-1999) ocurrió hace ya más de dos décadas, y el país lleva ya años creciendo muy por debajo de lo necesario para sustentar un proceso modernizador. El promedio de crecimiento económico anual hasta el 2012 fue de un 5,2% y desde entonces ha disminuido sostenidamente. De hecho, esta última década (2010-2019) ha sido el decenio con el peor crecimiento económico promedio (3,3%) desde la década de los 70 del siglo pasado (2,5%); una desaceleración económica considerable. Todo esto queda en evidencia en la Tabla 2 abajo.

Así las cosas, podemos advertir una contradicción profunda en la modernización chilena: un acelerado proceso de modernización que duró aproximadamente 20-25 años (1985-2011), seguido de un profundo proceso de atrofia de nuestra modernización y de una marcada desaceleración económica. De hecho, los datos muestran que, mientras en la década de los noventa del siglo XX Chile crecía a más del doble que la economía mundial (2,2 veces el crecimiento de la economía mundial), luego, los siguientes quince años (2000-2015), el país sacó el pie del acelerador económico y empezó a crecer solo un 70% más rápido que el resto del mundo; finalmente, para el periodo 2015-2021 bajamos otro escalón más, creciendo apenas a la mitad que la economía mundial (solo 0,6 veces el crecimiento mundial) (ver análisis aquí). En simple, en tres décadas pasamos de ser los “jaguares de Latinoamérica” –con un proceso de modernización acelerado sin precedentes– a ser un país chato, polarizado y atrofiado, que crece apenas a la mitad de velocidad que el resto del mundo. Es difícil creer que nuestra crisis no tenga relación directa con esta crisis relativa de bienestar.

Dicho proceso de desaceleración económica evidenciado en la última década se hace aún más evidente y marcado cuando comparamos, no solo el desempeño entre distintas décadas, sino también durante periodos económicos específicos, que nos permiten medir en el tiempo y capturar mejor la desaceleración ocurrida en distintos periodos de nuestra modernización. Esto se puede observar con más detalle en la Tabla 3 abajo.

Este mal desempeño económico coincide además con el fin del ciclo del “boom de los commodities” (2000-2015 aproximadamente) que sostenía el crecimiento de la mayoría de los países de América Latina. No por nada, el fin del boom económico en el continente coincide precisamente con el hecho de que en el 2018-2019 hubiera cerca de una decena de países latinoamericanos (tanto de derecha como de izquierda) con protestas y manifestaciones violentas. Es difícil creer que lo ocurrido en Chile no sea también parte de una convergencia natural a dicho proceso de deterioro del bienestar ocurrido en el continente.

En conclusión, nuestra crisis social pareciera ser el producto de una atrofia de nuestra modernización; una nefasta mezcla entre: 1) una fuerte desaceleración económica y salarial; 2) una grave desilusión producto del fin de la meritocracia y la expansión del bienestar relativo; y, finalmente, 3) un persistente deterioro de la confianza en las empresas nacionales y en el sistema educacional (los miserables abusos y falsas promesas).

Así, más que ser una crisis o derrumbe del supuesto “modelo neoliberal”, lo que estamos experimentando es una atrofia de la modernización: un fuerte agotamiento de nuestro fugaz progreso y las lamentables repercusiones de nuestra incapacidad de generar un rápido bienestar social generalizado. Con todo, el verdadero desafío de esta década pareciera estar entonces ya delineado. ¿Haremos oídos sordos a la evidencia? Lampadia




Un análisis histórico de la desigualdad en Chile

Un análisis histórico de la desigualdad en Chile

El análisis de la Fundación para el Progreso de Chile sobre la desigualdad en Chile, la principal aparente razón que explicaba los reclamos y los desmanes sociales de octubre del 2019, que han devenido en un proceso constituyente, es muy relevante para el Perú, donde también se acusa a la desigualdad como una falla del modelo de desarrollo.

En verdad en Chile, la desigualdad disminuyó durante el auge de su modelo de economía de mercado, comparada con los años de mayor presencia del Estado y compromisos sociales.

En el caso del Perú, como hemos mostrado en varias ocasiones, durante los últimos 30 años, la desigualdad bajó de manera importante, acompañando a una notoria disminución de la pobreza. Ver en Lampadia:

https://www.lampadia.com/analisis/economia/crecimiento-pobreza-y-desigualdad

Para un país pobre como el Perú, deberíamos tener muy claro, que lo más importante es reducir la pobreza, y para ello tenemos que tener un mayor crecimiento de la economía. A mayor crecimiento, la reducción de la pobreza se dinamiza, bajando más con un mayor nivel de crecimiento. Así podemos ver en el siguiente gráfico, que muestra que cuando bajó el ritmo de crecimiento, se redujo la velocidad de reducción de la pobreza.

Veamos el análisis de Pablo Paniagua de la Fundación para el Progreso:

Fundación para el Progreso. – Chile
Pablo Paniagua
Publicado en El Mostrador, 26.05.2021

En materia de desigualdad económica, su persistencia por siglos no se puede explicar por el modelo de desarrollo capitalista que Chile emprendió hace 30 años, ni tampoco por la ausencia de gasto social o por un sobre conservadurismo en el plano fiscal, como muchos pretenden enarbolar. Más bien hemos evidenciado dos verdades que deberían ser consideradas en el debate constitucional: primero, que el ciclo de crecimiento económico (1990-2013) ayudó a disminuir dicha desigualdad y a mejorar la movilidad social, a tal punto que la concentración de la riqueza bajo “el modelo” no era mucho más alta que durante la “vía chilena al socialismo”. Y, segundo, que la última década de expansión del gasto social no ha contribuido a disminuir la desigualdad, en gran parte debido a que nuestro Estado ha crecido sin responsabilidad, ya que este no se ha profesionalizado ni se ha hecho más eficiente en sus políticas públicas.

Hemos evidenciado en este mismo medio ciertos aspectos de nuestra desigualdad económica que resultan fundamentales para tener un debate razonable dentro de la futura Convención Constitucional que se nos avecina. Sin duda la desigualdad en nuestro país es uno de los temas más mencionados en el debate nacional, por lo que debemos tomárnosla muy en serio y con altura de miras, para así avanzar con acuerdos en vez de con polarización. En la primera parte de esta columna, publicada en El Mostrador la semana pasada, expuse dos puntos que no debemos desestimar; a saber, que la desigualdad en Chile es alta, pero en los últimos 30 años ha disminuido –y no aumentado como creen algunos—, gracias a que el crecimiento económico se tradujo en mejoras para todos y dichas mejoras recayeron en mayor proporción sobre los sectores más necesitados (Valdés, 2018; Urzúa, 2018) y que Chile no es el país mas desigual de la región, además de que nos ubicamos cerca del promedio regional. En síntesis, ni muy mal ni muy bien en materias de desigualdad económica dentro de nuestra desigual región.

Ahora bien, una vez que nos hemos despojado de aquellos dos mitos superficiales en torno a la desigualdad, en esta segunda columna veremos más a fondo otros dos elementos clave respecto a la discusión de la desigualdad. Primero, su elemento persistente y condición histórica y, segundo, su relación con el tamaño del Estado y la política pública.

Desiguales a prescindir del modelo de desarrollo     

Primero, debemos reconocer que América Latina es una de las regiones del mundo con la mayor desigualdad de ingresos y que esta es histórica y crónica (PNUD, 2017). Lamentablemente, Chile es parte de aquella triste realidad regional. No obstante, esta desigualdad crónica e histórica difícilmente puede explicarse por la mera presencia de algunas modernizaciones lideradas por el capitalismo y por el libre mercado en Latinoamérica. De hecho, son pocos los países de la región que han abrazado seriamente el libre mercado y las reformas impulsadas por la libertad económica y el libre comercio. Sin embargo, tanto los países capitalistas como los no tan capitalistas de América Latina obtienen resultados muy similares en las clasificaciones de desigualdad.

Es decir, los países de Latinoamérica representan un clúster o un conjunto anómalo caracterizado por altos niveles de desigualdad económica y social, independientemente del modelo de desarrollo adoptado por los diversos países. En otras palabras, existe una persistencia de enormes disparidades sociales y económicas en América Latina en distintas épocas, con diversos modelos de desarrollo y bajo diferentes regímenes políticos. La desigualdad económica en Latinoamérica pareciera ser una condición de larga data, enraizada en la historia, instituciones y en la cultura del continente, más que en el modelo adoptado en las últimas décadas (Eyzaguirre, 2019; Gootenberg, 2004).

Esto sugiere que la causa subyacente de la desigualdad crónica en Latinoamérica no la encontramos necesariamente en el proceso modernizador capitalista que impulsaron Chile y algunos otros países de la región, sino que más bien pareciera ser un subproducto persistente y de largo plazo de ciertos patrones culturales y étnicos e instituciones extractivas establecidas durante los procesos de colonización y de dominio por parte de los agentes colonizadores (Dell, 2010). Así, pareciera existir un rol persistente y significativo de las instituciones históricas y el impacto de la historia colonial y formas culturales arraigadas de un país en su desempeño y desigualdad económica hoy (Acemoglu y Robinson, 2012).

De hecho, la persistencia histórica de la desigualdad se ve también reflejada en las estimaciones empíricas realizadas por Flores, Sanhueza, Atria y Mayer (2019), respecto a la evolución de la concentración de la riqueza en Chile. Los autores estiman que la concentración en el 1% más rico reporta una caída entre 1990-1995; pero un aumento posterior sitúa la cifra del año 2015 casi en el mismo nivel que la de 1995. Es decir, la desigualdad en la concentración de la riqueza se ha mantenido casi constante en la última década y ha retrocedido levemente respecto a los años 90. Además, en el mismo estudio los autores reconocen que la concentración de la riqueza en Chile siempre ha sido alta si la analizamos entre las dos series históricas 1964-1973 y 1990-2017. Así, la concentración de ingresos del 1% más rico durante el período 1963-1973 era cercana al 13% promedio; mientras que, durante el proceso de modernización capitalista chileno, después de 1990, la concentración del ingreso experimentó una considerable caída ‒desde sus niveles más altos durante la dictadura con 17% en 1981‒, llegando a niveles cercanos al 14.4% en el 2013 (Flores, et al., 2019). Es decir, Chile no era mucho más desigual en el 2013 ‒en plena modernización capitalista‒ que en el año 1971, en plena vía chilena al socialismo.

Todo lo anterior ha sido confirmado por el análisis histórico de Javier Rodríguez (2017), quien ha construido una base de datos importante respecto a la evolución de la distribución del ingreso en Chile desde 1850 hasta el 2009, ofreciéndonos la más larga y detallada visión respecto al fenómeno. Rodríguez destaca que, aunque con fluctuaciones y ciclos distintos, la desigualdad en la distribución de los ingresos en Chile, desde 1850 hasta ahora, siempre ha sido alta. De hecho, el coeficiente de Gini estimado por Rodríguez siempre supera el valor de 0,45, lo que corresponde a una alta desigualdad según los criterios internacionales.

Esta evidencia permite afirmar que la desigualdad en Chile siempre ha sido alta, independientemente del modelo económico de desarrollo adoptado y que los períodos positivos de reducción de la desigualdad no fueron lo suficientemente decisivos como para alterar esta enraizada tendencia. Además, Rodríguez (2017) señala que los mejores momentos, tanto en la reducción de la desigualdad como en la distribución de los ingresos en Chile, fueron los periodos 1873-1903 y 1938-1970. Lo interesante de esto es que, en ambos casos de reducciones de la desigualdad, Chile tenía modelos de desarrollo diametralmente opuestos, con un rol del Estado en materias socioeconómicas totalmente diferentes entre sí: bastante pasivo y no intervencionista en el primer periodo y muy activo e intervencionista en el segundo ciclo.

En suma, la evidencia estadística, histórica e institucional de distintos estudios confirma nuestra intuición inicial: Chile y Latinoamérica poseen una profunda y enraizada desigualdad que no pareciera relacionarse con el proceso de modernización capitalista. En otras palabras, somos desiguales de manera estructural y cultural y no por culpa del tan vilipendiado modelo. Luego, como primera conclusión, podemos reconocer que la desigualdad económica en Chile siempre ha sido alta, sin importar el modelo económico que el país ha adoptado en los últimos treinta años. Más bien, los orígenes de dicha desigualdad parecieran remontarse a rezagos de instituciones coloniales y ciertas prácticas extractivas y culturales que poco y nada tienen que ver con los mercados o con el capitalismo que Chile ha adoptado (Eyzaguirre, 2019; Dell, 2010). Más bien, la evidencia sugiere que el proceso modernizador chileno, desde 1990 hasta la fecha, ha contribuido a disminuir levemente aquella enraizada e histórica desigualdad.

Un Estado abultado y social no necesariamente resuelve la desigualdad

Segundo, y relacionado con la evidencia expuesta, podemos reconocer que tener un Estado intervencionista y abultado no es una condición ni necesaria ni suficiente para disminuir la desigualdad económica. El hecho de que Chile era prácticamente similar en su concentración de la riqueza entre el ciclo político intervencionista 1963-1973 y el ciclo político pro mercado 1990-2013 es paradigmático de lo anterior. De la misma forma, basta con ver alrededor de nuestro vecindario para darnos cuenta de que tener un Estado grande e intervencionista no necesariamente ayuda a erradicar la desigualdad. Brasil, por ejemplo, posee un Estado y una burocracia del tamaño de los países europeos, no obstante, tiene una desigualdad incluso más elevada que la nuestra, a pesar de tener elevados impuestos e innumerables programas de gasto público y social. La evidencia histórica en Chile y la evidencia comparada en Brasil nos ayudan a entender entonces que tener un Estado grande y en expansión, no necesariamente ayuda a resolver nuestros problemas de desigualdad.

Relacionado con el rol del Estado en disminuir la desigualdad, en Chile existe el mito de que hemos priorizado la billetera fiscal y la responsabilidad del gasto público por sobre la ayuda social y por sobre las necesidades de la gente. Lo anterior es falso y no se condice con la evidencia. De hecho, en los últimos treinta años el gasto social en el país ha crecido de forma acelerada, con una tasa real de expansión anual promedio de un 8,3%, mientras que nuestro PIB ha crecido a la mitad de dicha velocidad (4,6% promedio). Así, nuestro gasto social se ha expandido a una velocidad que casi dobla a nuestro crecimiento. Este gasto social en aumento debe evaluarse además junto con la expansión del Estado chileno.

Cabe destacar, entonces, que en Chile la burocracia del Estado es hoy enorme y es además ineficiente y anticuada (CEP, 2017). Chile es hoy el país con más ministerios de la OCDE (24 en total). Por ejemplo, el Congreso Nacional empleaba a menos de 350 personas en 1990 y hoy a casi a 3 mil. Al 2018, según estadísticas del INE, alcanzamos un millón de empleados públicos, con un crecimiento del número de funcionarios de un 26,3% en solo cinco años. Podemos ver que el Estado ha crecido considerablemente y no parece extraño que este haya alcanzado hoy su mayor envergadura en 30 años.

No obstante, a pesar de este doble efecto de una expansión del gasto social y una expansión considerable del Estado, la desigualdad en Chile no ha disminuido lo suficiente en esta última década. Más aún, dicha desigualdad ha disminuido menos entre el 2013-2021 —bajo un Estado y gasto social en evidente expansión—, que bajo el ciclo 1990-2013, donde teníamos un tamaño del Estado liviano, pero con un gran crecimiento económico que impulsaba la movilidad social.

Como segunda conclusión, entonces, podemos establecer que tener un Estado grande, intervencionista y “solidario” no pareciera ser el camino más adecuado para disminuir nuestra enraizada desigualdad. Asimismo, más burocracia estatal y más gasto social —por parte del Estado central— no ayudarían a reducir la desigualdad económica, si dicho gasto social no va acompañado de buenas políticas públicas focalizadas y de un Estado eficiente y profesional. Sin crecimiento económico, complementado con una modernización del Estado y una reforma profunda a su burocracia y gestión, por más impuestos, redistribución y ayuda social que inventemos, la desigualdad seguirá enraizada como lo ha sido siempre en nuestra historia.

En definitiva, como hemos visto en esta segunda columna, en materia de desigualdad económica, su persistencia por siglos no se puede explicar por el modelo de desarrollo capitalista que Chile emprendió hace 30 años, ni tampoco por la ausencia de gasto social o por un sobre conservadurismo en el plano fiscal, como muchos pretenden enarbolar. Más bien hemos evidenciado dos verdades que deberían ser consideradas en el debate constitucional: primero, que el ciclo de crecimiento económico (1990-2013) ayudó a disminuir dicha desigualdad y a mejorar la movilidad social, a tal punto que la concentración de la riqueza bajo “el modelo” no era mucho más alta que durante la “vía chilena al socialismo”. Y, segundo, que la última década de expansión del gasto social no ha contribuido a disminuir la desigualdad, en gran parte debido a que nuestro Estado ha crecido sin responsabilidad, ya que este no se ha profesionalizado ni se ha hecho más eficiente en sus políticas públicas. Lampadia




El espejismo de la democracia directa

El espejismo de la democracia directa

Fundación para el Progreso – Chile
Pablo Paniagua
Publicado en Individuo, 11.05.2021
Glosado por Lampadia

Líneas abajo compartimos el análisis de Pablo Paniagua (Chile) sobre la democracia directa y sus falencias, aún mayores que los problemas de la democracia representativa que pretenden corregir.

La efervescencia producida por la marea de elecciones políticas que se avecinan en Chile, sumado a la próxima instalación de la Convención Constitucional (CC), han provocado el resurgimiento de múltiples voces que reclaman por una democracia más representativa o más “directa”, en donde la supuesta “voz del pueblo” pueda ser finalmente escuchada a través de cabildos comunales o asambleas varias.

Estos reclamos de crear una democracia directa o “popular” van de la mano de un fuerte —pero válido— diagnóstico crítico del estado actual de nuestra política y de nuestra democracia representativa. No cabe duda de que la existencia de múltiples mecanismos democráticos y de participación que recojan información y las inquietudes de la ciudadanía serán insumos valiosos para la legitimidad y el buen funcionamiento de la CC y de nuestra hoy tan debilitada democracia.

No obstante, como ya lo advertía lúcidamente John Stuart Mill (2001), estos mecanismos radicales o “populares” de deliberación no son una panacea, y presentan serias limitaciones, por lo que deben utilizarse como mecanismos adjuntos (no vinculantes) y no para reemplazar o torcer a los mecanismos tradicionales de la democracia representativa.

Esta ola de nuevos cuestionamientos a la democracia liberal plantea que los procesos democráticos y tradicionales que tenemos serían “elitistas”, ya que defienden los intereses de la oligarquía económica y que, por lo tanto, generarían desigualdad. Se argumenta así que debemos transformarlos de forma radical para que sean más directos o populares, creando entonces un proceso constituyente “popular”. Esta forma asambleísta o “plebeya” de ver la política, que tiene el supuesto propósito de representar la verdadera “voz del pueblo” y defender los intereses de toda la sociedad, ha sido encapsulada de forma bastante nítida a nivel nacional por los trabajos de Carlos Ruiz Encina (2015, 2019) y de Camila Vergara (2020a, 2020b). Veremos a continuación un análisis crítico de dichas ideas.

LA UTOPÍA DE LA DELIBERACIÓN Y UNA NUEVA REPÚBLICA PLEBEYA

Intelectuales nacionales como Carlos Ruiz Encina, presidente de Fundación Nodo XXI, arguyen, por ejemplo, que debemos “democratizar” instituciones clave como el Banco Central —que es una institución de esencia técnica y alto grado de complejidad— y abrirlas a procesos deliberativos en los que se escuche la verdadera voz del pueblo.

Con todo, para instaurar una verdadera “transformación política”, arguye Encina (2015), es necesaria la “democratización” de las instituciones fundamentales que dirigen el proceso socioeconómico. Por “democratizar”, Encina (2015) entiende el abrir a la deliberación política y procesos asambleístas deliberativos, en donde algunos grupos de presión de la sociedad civil u organizaciones colectivas puedan influir en la política pública o en instituciones claves, como ya hemos visto con el Banco Central.

En síntesis, como lo reconoce Ruiz en una entrevista, “lo que deberíamos entender”, señala, es “cómo organizarnos para ejecutar la lucha contra los cerrojos constitucionales que impiden el desarrollo de las temáticas específicas que distintos grupos de interés tienen”. De esta forma, transitaríamos desde una democracia representativa liberal, hacia una democracia deliberativa posiblemente coaptada por la presión de ciertos grupos de interés bien organizados y vociferantes, que deliberarían posiblemente en desmedro del bien común y de las minorías.

Las democracias representativas entonces, enarbola Vergara, generarían una “corrupción sistémica, en el que la estructura legal e institucional trabaja constantemente para enriquecer a unos pocos y oprimir a la mayoría” (Vergara 2020a, p. 25). Ante un análisis dicotómico semejante y tan profundamente crítico de la democracia representativa, no es de extrañarse que la autora vea, como única salida, una profunda “reforma estructural” a través de una “intervención política, abogando por la acción colectiva y la institucionalización del poder popular como la única solución” (ibídem, p. 17).

DOS PROBLEMAS PRÁCTICOS DEL ASAMBLEÍSMO Y DE LA DELIBERACIÓN POPULAR

El problema fundamental de tales ilusiones deliberativas o asambleístas de Vergara y de Ruiz es que pretenden implementar una forma alternativa de democracia para hacer oír la voz del pueblo –para solucionar así los problemas de representación, legitimidad y corrupción—, pero, como veremos a continuación, dichas propuestas de cabildos y asambleas en realidad no resuelven en lo absoluto las limitaciones inherentes de la democracia. Dicho de otra forma, estas propuestas asambleístas que buscan subsanar los problemas de la democracia liberal son igual de deficientes e imperfectos, y están propensos a generar los mismos —o incluso hasta mayores— problemas relacionados con la falta de legitimidad y de representación, como también a generar dinámicas elitistas y de corrupción. Más trascendental aún, dichos sistemas de “democracia popular” son realmente incapaces de representar a la supuesta “voz del pueblo”, ya que, como lo ha evidenciado de manera categórica la teoría económica y la teoría de la elección social (Social Choice Theory), la verdadera voz del pueblo o la voluntad general de la sociedad no existen (Arrow, 1951; Plott, 1976; Riker, 1982). Esta voluntad colectiva coherente y unitaria es así un espejismo retórico incapaz de poder ser discernido por cualquier sistema de elección colectiva, sea democracia representativa o asambleísmo (Munger y Munger, 2015).

Así las cosas, el supuesto “pueblo organizado en cabildos comunales” (Vergara 2020a) no resolvería en la práctica ninguno de los problemas inherentes a la deliberación política anteriormente mencionados por dos grandes motivos; a saber:

1) sesgos de autoselección, con la posible captura de los grupos de interés, y

2) la baja representación y participación, y la escasa legitimidad que generarían dichos procesos.

En lo que resta de este artículo exploraremos dos problemas prácticos en detalle.

A) SESGOS DE AUTOSELECCIÓN CON LA CAPTURA DE LOS GRUPOS DE INTERÉS   

Primero, debemos reconocer que aquellos supuestos mecanismos participativos o “cabildos populares” no son realmente ni muy populares ni tampoco muy participativos. En dichas propuestas, se omite sistemáticamente reconocer que dichos cabildos involucran universos extremadamente acotados de la población y que, generalmente, estos están vinculados a movimientos ideológicos o políticos organizados, cuya participación se vincula mucho más a formas para ejercer presión política y obtener ciertas rentas, que a verdaderos mecanismos neutrales de participación “popular”.

De hecho, se ha evidenciado que, en las asambleas convocadas y autoconvocadas ocurridas después del 18-O, existía la presencia de militantes políticos en ellas. CIPER, en su análisis de las asambleas post-estallido, evidenció que “aparecieron miembros de colectivos de la izquierda extraparlamentaria (Convergencia 2 de abril, Partido Igualdad, Movimiento Internacional de Trabajadores) y dirigentes que forman parte de colectivos estudiantiles y otros de sensibilidad anarquista” dentro de las asambleas. Dicho de otra forma, los supuestos neutrales “cabildos populares”, por lo general o responden a grupos ya organizados en torno a ciertos grupos de interés pre-existentes, movimientos de presión política, o responden a sesgos de autoselección (self-selection bias), en donde los individuos se seleccionan a sí mismos dentro de un grupo afín, lo que generaría una muestra sesgada. Así, el asambleísmo deja de ser neutral, describiendo una autoselección que se retroalimenta hacia el resto de la sociedad: se describen situaciones en las que las características políticas de las personas hacen que se seleccionen a sí mismas dentro del grupo, creando condiciones anormales dentro del mismo, como la sobrerrepresentación ideológica, las “cámaras de eco” y el pensamiento de grupo (groupthink).

En una situación de groupthink, los miembros del grupo intentan conformar sus opiniones hacia aquella que es el consenso de la mayoría o hacia aquella opinión que resulta más popular o vociferante. Es evidente entonces que dichos sistemas asambleístas pueden ser rápidamente cooptados por los grupos más vociferantes o violentos o por aquellos grupos organizados detrás de ciertos intereses específicos (los cazadores de renta) en desmedro del bien general y de las minorías (Lewis, 2013).  

De esta manera, la utopía de una república plebeya podría ser un remedio peor incluso que la misma enfermedad.

 

B) BAJA REPRESENTACIÓN Y PARTICIPACIÓN: ¿DÓNDE ESTÁ LA LEGITIMIDAD?

Segundo, debemos recordar que, incluso durante el impulso del “estallido social” y en pleno apogeo de la crítica a nuestra forma tradicional de gobierno y a los partidos políticos post 18-O, la participación espontánea de la gente en dichos sistemas asambleístas y de cabildos autoconvocados no fue generalizada. De hecho, CIPER realizó un muestreo para poder contabilizar a todas las agrupaciones y asambleas que surgieron tras el estallido social y sus números no eran demasiado categóricos. De los espacios consultados por CIPER, estos agrupaban a sólo unas 2.000 personas organizadas en 17 asambleas y tres coordinadoras territoriales. Es más, la organización que más asambleas reunía era la Coordinadora de Asambleas Territoriales (CAT) de la Región Metropolitana. El 18 de enero del 2020 juntaron a 1.200 personas en la Escuela de Artes y Oficios de la USACh.

Si bien es muy probable que dicha estimación de CIPER pueda estar subestimada, quedándose corta respecto a la real participación ciudadana en los cabildos (i.e., el movimiento Unidad Social, estima que más de 10 mil personas participaron en los cabildos), el hecho de que no hablemos ni siquiera de un 1% de nuestra población en el territorio nacional evidencia que dichos mecanismos “populares” son bastante menos populares y masivos de lo que se les quiere hacer ver. Es decir, incluso después del empujón emocional que recibieron dichas formas de democracia directa, debido al estallido social y el descalabro de los partidos políticos, el número de estas asambleas y la participación ciudadana no superó el 1 o 2% de la población. Difícilmente entonces podríamos decir que dichas formas de asambleísmo pueden reflejar la “voz del pueblo” o una forma popular de representar las inquietudes de todo el país. Las asambleas de deliberación parecieran ser capaces de movilizar solo a algunos ciudadanos bastante entusiastas a través de sesgos de selección, pero que –como ya se vio en el proceso impulsado por la Presidenta Bachelet— apenas constituyen una parte muy reducida de la población.

En suma, en las dos experiencias recientes y más intensas de participación ciudadana en asambleas y cabildos de la última década, ninguna de las dos instancias —ni la de la Presidenta Bachelet, ni aquella post-18-O— lograron convocar a más de un 2% de la ciudadanía

CONCLUSIONES

A la luz de estos magros números, y dado las deficiencias de protección para con las capturas locales y los sesgos de autoselección señalados, resulta evidente que estos mecanismos de asamblea popular no resultan ser ni muy populares ni demasiado neutrales; así como tampoco resultan ser mecanismos que realmente puedan otorgar un mayor sentido de “legitimación popular”. Resulta azaroso asegurar que la “voz del pueblo” y el “poder popular” que legitimaría a la democracia se encuentren en estos mecanismos en los que participa un escaso número del electorado nacional.

De esta forma podemos reconocer en la crisis de la democracia liberal una demanda de profundización por la deliberación democrática, pero —como hemos advertido— dicha quimera se obtendría en desmedro de principios liberales fundamentales para una sociedad abierta y tolerante con las minorías. La mejor manera de interpretar estas propuestas “populares”, sería entonces como una deficiente respuesta “democrática antiliberal” ante las fallas de la democracia contemporánea (Mudde, 2019). Lo que sí está claro, advierte Mudde (2019), es que “ni copiando a la democracia antiliberal, ni aumentando el liberalismo antidemocrático, salvaremos a la democracia liberal”. Esta es una conclusión que los intelectuales no deberían desestimar a la hora de promover dichas frágiles utopías populares en nuestro país.    

Con todo, estos mecanismos asambleístas no presentan una solución efectiva para poder escapar de las capturas de grupos de interés, de los manejos de las élites locales y de los mismos problemas elitistas que Camila Vergara y Carlos Ruiz le atribuyen a la democracia representativa liberal, ya que estos procesos presentan las mismas (o peores) dinámicas de sesgos de autoselección, groupthink y la captura o dominación por parte de grupos rentistas o ideológicos vociferantes, haciéndolas bastante menos ideales de lo que la autora de la República plebeya cree.

Este análisis sirve para entender que la crisis de la democracia liberal no puede ser superado a través de utopías asambleístas o deliberativas como las expuestas por estos autores. Como lúcidamente lo ha señalado la Premio Nacional de Historia Sol Serrano en una entrevista: “Por cierto que la democracia representativa vive una crisis, pero denigrarla no parece ser la forma más segura de mejorarla”.

En conclusión, el hacer política en un sistema democrático y el elaborar una Constitución requieren de un ejercicio intelectual, una profesionalidad y una racionalidad enormes, que han de sustentarse en un concienzudo análisis y una redacción basada en la experticia técnica. Sin duda esto debe ir de la mano con recoger insumos locales, datos estadísticos e información clave proveniente de distintos actores sociales y de distintos organismos de la sociedad civil que ayuden a enriquecer el debate profesional que se realiza —a pesar de todo— dentro de un grupo de personas electas que posee cierta experticia técnica-política. Lampadia




Plata por Vida o Vidas por Vidas

Plata por Vida o Vidas por Vidas

Un pensamiento simplista, prevaleciente entre los miembros del gobierno y los medios de comunicación, plantea una falsa dicotomía entre la Salud y la Economía.

La realidad es que la disyuntiva se da entre Vidas y Vidas, vidas atacadas por el coronavirus y vidas afectadas por el hambre, la enfermedad y la depresión.

Los impactos de una recesión, o más aún, de una depresión económicas son incalculables y de largo plazo. No estamos diciendo que hay que darle más importancia al tema económico, que es más bien social, sino que hay que darle al mismo tanta atención como al del combate contra la pandemia.

Además, en Lampadia pensamos que esta lucha no puede ser el espacio de acción del gobierno, sino de toda la sociedad. El gobierno debe invitar a la clase productiva, al mundo empresarial, de las empresas grandes y pequeñas, a contribuir con el diseño y acciones conducentes a superar las múltiples crisis que nos afectan.

Veamos en las siguientes líneas el inteligente análisis de Pablo Paniagua, de la Fundación para el Progreso de Chile, sobre esa falsa dicotomía:

Falsa dicotomía: Salud vs Economía

Fundación para el Progreso
Pablo Paniagua
Publicado en El Dinamo, 06.05.2020

Dado que las políticas restrictivas de cierres y cuarentenas generalizadas para “aplanar la curva de contagio” parecieran exacerbar la recesión económica, ha surgido entonces el debate entre economía y salud. Debido al impacto negativo que tiene sobre la economía el cerrar todos los negocios “no esenciales”, cerrar el comercio y dejar a los trabajadores aislados en sus casas, se ha intuido de forma rápida de que existe una disyuntiva (o trade-off) entre las políticas de salud y la economía. Así, nos damos cuenta de que surge la llamada “paradoja de las curvas”: que el aplanar la curva de contagio —de forma súbita y tosca— insoslayablemente lleva a exacerbar la curva de recesión económica. Se reconoce entonces la realidad evidente de que toda decisión en la vida posee costos de oportunidad y elegir implica siempre lidiar con disyuntivas.

No obstante, y de forma simplista, se ha sólo argumentado de que existe una disyuntiva entre salvar vidas y crecimiento económico. Si bien es importante reconocer dicho trade-off estático o de corto plazo, enfocarse sólo en éste ha hecho que el debate se encrespe maniqueamente entre “los capitalistas sin alma” que quieren reabrir la economía a cualquier costo y aquellos “paladines de la santidad” que dicen defender vidas a cualquier costo. La discusión se ha empobrecido llevándola a una forma binaria de pensar estéril: “la bolsa o la vida”.

Esta falsa dicotomía no sólo nos impide avanzar hacia una elección racional y consensuada de salud pública, sino que pierde de vista una realidad llena de matices. No reconoce la presencia de una red de disyuntivas entrelazadas y temporales entre: distintas vidas a lo largo del tiempo, expectativas-calidad de vida afectadas, pobreza y economía, que se relacionan entre sí de forma no-lineal; haciendo dichas disyuntivas más complejas de lo que aparentan. La realidad nos exige hacer políticas no sólo mirando una foto parcial actual (como aplanar la curva de contagio hoy) y olvidarse del resto de la situación y del largo plazo. Hacer esto es dejar de lado, de forma irresponsable, las disyuntivas temporales y sus costos asociados.

De hecho, contemporáneamente a los efectos económicos de corto plazo, la evidencia sugiere que la recesión económica del COVID-19 golpeará de forma marcada y más profunda tanto a los jóvenes, como a los sectores económicos medios y bajos de la población. Evidencia del Reino Unido revela que las personas con ingresos más bajos tienen el doble de probabilidades de perder sus empleos que las personas con ingresos altos; mientras que el 12% de los menores de 30 años ya informan estar desempleados debido a esta crisis, en comparación al 6% de los que tienen entre 40 y 55 años.

La evidencia sugiere que es probable que esta recesión aumente la desigualdad en la distribución del ingreso entre jóvenes y personas mayores, y entre aquellos con contratos inseguros o precarios y aquellos con contrato fijo.

Peor aún, la literatura además sugiere que aquellos individuos que pierden el trabajo, durante una crisis económica, arrastran dichas pérdidas en los ingresos de forma casi permanente (o duraderas por décadas). Se estima que los despidos llevan a que los trabajadores desplazados no recuperen sus niveles de ingresos ni siquiera 20 años después de dichos despidos; obteniendo, en plazos largos, remuneraciones inferiores al 20% de aquellos trabajadores que no fueron desvinculados. Los “efectos temporales” macroeconómicos en los más necesitados —producto de la recesión autoinducida— se transformarían en casi-permanentes y profundamente regresivos socialmente. Debemos reconocer que los severos impactos económicos del COVID-19 no se distribuirán uniformemente entre la población. Lamentablemente, los jóvenes y los sectores de menores ingresos serán sin duda los más golpeados, aumentando la desigualdad, la falta de oportunidades y las precarias condiciones de vida de dichos sectores.

En el largo plazo entonces, como el Nobel de Economía Angus Deaton ha señalado, podría haber un aumento significativo de muertes entre los sectores jóvenes y adultos de la población producto de suicidios, problemas hepáticos y alcoholismo relacionados con la nueva creación de pobreza, desempleo y faltas de oportunidades. Un estudio incluso señala que la salud de aquellos trabajadores que pierden sus empleos durante una recesión se ve profundamente afectada, llevando a una reducción permanente de la esperanza de vida de estos de hasta un año y medio.

Dada esta evidencia —de cómo la falta de oportunidades y las crisis económicas afectan directamente la vida y las expectativas de vida de las personas— el trabajo de Anne Case y el Nobel Angus Deaton Deaths of Despair (muertes por desesperación) se hace más relevante que nunca. Los autores evidencian que en las últimas décadas ha surgido una nueva epidemia de muertes en Estados Unidos producto de la desesperación y la falta de oportunidades. Los sectores medios, pobres y menos educados de Estados Unidos —particularmente los hombres blancos en edad de trabajar sin estudios universitarios— han sido afectados por enfermedades que han llevado a cientos de miles de ellos (158.000 sólo en el 2017) a quitarse la vida cada año. Lo paradójico de esta epidemia de muertes —que antecedió y es mucho más profunda y permanente que el COVID-19— es que estas no fueron causadas por una infección virulenta, sino que por un daño autoimpuesto: sea rápidamente a través del uso letal de un arma o una sobredosis de drogas, o lentamente a través de daños hepáticos debido al consumo excesivo de alcohol. Case y Deaton capturaron esta pandemia de falta de oportunidades y desesperación como el fenómeno de las “muertes por desesperación”.

Estas muertes por desesperación han hecho que la esperanza de vida al nacer en Estados Unidos haya caído de forma persistente durante tres años consecutivos (entre el 2014 y el 2017), algo nunca visto en ese país en al menos un siglo. Aquellos “desesperados”, argumenta Case y Deaton, “están desesperados por lo que les está sucediendo a sus propias vidas y a sus comunidades en las que viven, no porque el 1% más rico se haya enriquecido”. Las muertes por desesperación, “reflejan la pérdida de una forma de vida en el largo plazo, que se desarrolla lentamente”. De esta forma, dichas muertes están vinculadas a: las pérdidas de oportunidades, la destrucción de la calidad y del estilo de vida de las clases trabajadoras norteamericanas y la erosión del sentido de “comunidad local”. Es difícil no entrever que podría ser probable que las “muertes por desesperación” aumenten debido a la crisis económica autoinducida producto del COVID-19; en particular, cuando la evidencia sugiere que efectivamente son estos mismos grupos etarios y socioeconómicos, y estas mismas comunidades locales —que identificaron Casen y Deaton— las que serán profundamente afectadas económica y psicológicamente producto de las políticas de salud pública restrictivas y generalizadas para contener la pandemia.

Finalmente, pareciera ser entonces que, si consideramos nuestras elecciones de forma dinámica y temporal, no estaríamos cambiando “vida por plata”, al elegir las cuarentenas estrictas y los cierres totales de la económica, sino que lamentablemente estaríamos cambiando “vidas por vidas” a lo largo del tiempo. El reconocer que existen trade-offs complejos y temporales entre distintas vidas y grupos sociales, asociados a toda medida de salud pública, es una idea central de la política económica de las enfermedades que pareciera haber sido olvidada por muchas mentes binarias y “paladines de la justicia”. La diferencia entre el distanciamiento social, el sentido común y los cierres económicos completos es demasiado dramática para no ser tomada en serio. Lampadia