1

Indefensos ante la manipulación

Indefensos ante la manipulación

Por Rafael Argullol, El País de España, 20 de mayo 2015

 

Comentario de Lampadia

Stefan Zweig es sin dudas uno de los más grandes escritores del siglo XX. Entre sus obras más importantes están: Momentos Estelares de la Humanidad, Castellio contra Calvino – Conciencia contra Violencia, El Mundo de Ayer (sus memorias) y varias biografías como las de Fouché, Américo Vespucio, María Antonieta, María Estuardo, Erasmo de Rotterdam y Magallanes.

El artículo de Argullol, que publicamos a continuación, es una reflexión muy importante sobre la devaluación de la verdad: “En nuestra [época] sólo ha irrumpido una multitud de pequeños brujos que juegan con la mentira y casi todos convivimos indiferentemente con ella. Pero la falta de amor a la verdad entraña el mayor peligro: es el terreno abonado para que los grandes brujos entren en escena”.

 

 

Indefensos ante la manipulación

Hace años, estando en Río de Janeiro, me empeñé en visitar Petrópolis, una ciudad situada en la sierra de Orgaos, a 60 kilómetros de la capital carioca. Tenía curiosidad por ver la ciudad que albergó la corte estival de los emperadores de Brasil, dado que siempre resulta una sorpresa ser informado de que Brasil tuvo emperadores, aunque por escaso tiempo, en el siglo XIX. Petrópolis es agradable, con un clima seco que contrasta con el de Río. Su principal patrimonio es, precisamente, el Museo Imperial. Sin embargo, tiene otro pequeño museo cuyo contenido tiene una importancia simbólica mucho mayor que el que recuerda la pompa extravagante de los fugaces emperadores. Me refiero al dedicado a Stefan Zweig, en la casa donde el escritor austriaco y su mujer Lotte se suicidaron el 22 de febrero de 1942.

En este pequeño museo advertí, por primera vez, que no había una fotografía, sino dos, sobre aquella muerte. En la que yo conocía hasta entonces los cadáveres de Stefan y Lotte se mostraban, separados, sobre una cama, con una mesilla al lado con diversos objetos: un vaso, una botella de agua, una caja de cerillas, una lámpara. En la otra fotografía, desconocida para mí, el cadáver de Lotte aparecía inclinado sobre el de Stefan, juntas las manos de ambos. Me comunicaron amablemente que la variación de la escena era la consecuencia de que la policía, tras tomar una primera fotografía, habría separado pudorosamente los cadáveres, de modo que la siguiente fotografía fue la que se hizo pública para la prensa. Pensé que en la variación de las dos imágenes se alojaba todo un mundo, y que así lo hubiese considerado el propio Zweig.

Modestamente enmarcado colgaba en una pared de la casa el llamado testamento de Stefan Zweig, un breve texto que el novelista había escrito, al parecer, el día anterior al suicidio, dirigido al juez y a la policía. En realidad era un documento tan singular que sólo podía estar dirigido al conjunto de los hombres. En la primera mitad del texto, tras advertir que dejaba la vida por propia voluntad y en plena posesión de sus facultades mentales, Zweig agradecía a los brasileños la extraordinaria hospitalidad que le habían ofrecido, al tener que huir él de Europa, acosado por el nazismo. Finalizaba: “Europa, mi patria espiritual, se ha destruido a sí misma (…). Por eso me parece mejor concluir a tiempo y con ánimo sereno una vida para la que el trabajo espiritual siempre fue la alegría más pura y la libertad personal el mayor bien sobre la tierra. Saludo a mis amigos. ¡Ojalá puedan aún ver el amanecer! Yo, demasiado impaciente, me adelanto a ellos”.

En Petrópolis entendí el resurgimiento, en los últimos decenios, de Zweig como escritor. Al igual que sucede en otros casos, su recepción había experimentado un violento zigzag. Tremendamente popular en la Europa de entreguerras, había desaparecido de las estanterías después de la segunda contienda mundial, como si los estudiantes nazis que quemaban sus libros en las plazas de Alemania hubiesen conseguido exterminarlo para siempre. Con frecuencia veíamos Veinticuatro horas de la vida de una mujer y otras novelas de Zweig en las bibliotecas de nuestros abuelos, pero en la universidad ningún profesor recomendaba a un escritor que parecía definitivamente periclitado. Pero los últimos años del siglo XX, el siglo que lo había llevado a la cima y lo había destruido, albergaron el inesperado retorno de Recientemente he releído El mundo de ayer; Stefan Zweig subtituló Memorias de un europeo a un libro escrito en circunstancias adversas: sin apuntes, sin archivos, sin amigos con los que compartir los recuerdos del pasado y, por encima de todo, en una situación de permanente hostigamiento traumático que, como se deduce del testamento previo al suicidio, no se amortigua ni siquiera en el amable exilio de Brasil. Es más, El mundo de ayer sirve para encontrar explicación al suicidio, aparentemente chocante, de alguien que no está enfermo, no es un fracasado y no es sentimentalmente infeliz. Sirve para encontrar explicación a lo que quizá podría ser definido como un suicidio civilizatorio, si es que tenemos —no tenemos— necesidad de definir actos como este.

Más allá de sus múltiples aciertos literarios, El mundo de ayer es una lección magistral sobre la demolición de los vínculos entre palabra y verdad. Los totalitarismos, a través de los cuales la Europa exaltada por Zweig, junto a tantos otros escritores, se había “destruido a sí misma”, ponían al descubierto que aquella demolición dejaba indefenso por completo al individuo y, en consecuencia, listo para la manipulación y la sumisión. Extirpando la verdad a las palabras se extirpaba también el espíritu a los hombres. Es posible que, en la lejana Petrópolis, Zweig, antes de suicidarse, pensara que los efectos de lo que estaba sucediendo conmoverían irreparablemente el futuro.

Y, al menos en parte, tenía razón. Nosotros, por fortuna y por el momento, vivimos muy lejos de aquel paisaje apocalíptico que se tragó el mundo de Zweig. Sin embargo, en muchos sentidos somos herederos de aquella extinción. Nuestra época ya no ha recuperado, o no ha querido recuperar, la verdad interna de la palabra. Si somos sinceros, nuestra época ya no piensa en términos de palabra o de verdad. “Dar la palabra”, un ritual sacralizado hasta hace poco, ha dejado, en apariencia, de tener significado, y en nuestra vida pública la presencia de la verdad se ha convertido en fantasmagórica, aplastada por las obesas siluetas de la rentabilidad, la eficacia, el impacto o la utilidad. En lenguaje, o la falta de lenguaje, lo dice todo: compárese el tono con el que se proclama la actual construcción europea con el que refleja Zweig en El mundo de ayer cuando hace referencia al entusiasmo con que Rilke, Valéry y tantos otros se referían a la “unidad espiritual” de Europa. Europa era una cultura; no, como alardean los portavoces del presente, una marca.

Con todo, donde el lector actual puede encontrar la mayor vibración al recorrer las páginas de Zweig es al percibir ciertos paralelismos entre los riesgos del pasado y del presente. Huérfanos de la verdad de las palabras, o incapaces de encontrarla y compartirla, también nosotros nos encontramos indefensos ante la manipulación, por más que nuestra fe tecnológica nos mantenga ensimismados. Las épocas parecen muy distantes, es cierto. En la nuestra sólo ha irrumpido una multitud de pequeños brujos que juegan con la mentira y casi todos convivimos indiferentemente con ella. Pero la falta de amor a la verdad entraña el mayor peligro: es el terreno abonado para que los grandes brujos entren en escena.




El silencio, el fanatismo y la vida

El silencio, el fanatismo y la vida

Tras el atentado perpetrado en Francia contra la revista Charlie Hebdo, Occidente giró su mirada hacia el islamismo replanteando su postura frente al reciclado avance histórico de fanatismos de todo tipo

REFLEXIONES DE EMANUEL TANAY

TerritorioDigital.com

Lunes 19 de enero de 2015

POSADAS:

Desde San Ignacio, Olga Leiciaga remitió a Letras esta pieza de Claude Benoit. La profesora Benoit da clases académicas en el Departamento de filología francesa de Valencia (España) y en esta oportunidad aborda el mensaje de Emanuel Tanay, sobreviviente del holocausto nazi, en relación a la cíclica resurrección funesta del fanatismo.

El doctor Emanuel Tanay, nacido en 1928, es actualmente un reconocido psiquiatra forense radicado en los Estados Unidos.

Escrito por Javier Arguindegui

El silencio

“Un hombre cuya familia pertenecía a la aristocracia alemana antes de la Segunda Guerra Mundial fue propietario de una serie de grandes industrias y haciendas. Cuando se le preguntó ¿cuántos de los alemanes eran realmente nazis?, la respuesta que dio puede guiar nuestra actitud hacia el fanatismo. ‘Muy pocas personas eran nazis en verdad’, dijo, ‘pero muchos disfrutaban de la devolución del orgullo alemán, y muchos más estaban demasiado ocupados para preocuparse. Yo era uno de los que sólo pensaba que los nazis eran un montón de tontos.

Así, la mayoría simplemente se sentó a dejar que todo sucediera. Luego, antes de que nos diéramos cuenta, los nazis eran dueños de nosotros, se había perdido el control y el fin del mundo había llegado. Mi familia perdió todo. Terminé en un campo de concentración y los aliados destruyeron mis fábricas. Se nos dice que la gran mayoría de los musulmanes sólo quieren vivir en paz’”.

El fanatismo

“El hecho es que los fanáticos dominan el Islam, tanto en este momento como en la historia. Son los fanáticos los que marchan. Se trata de los fanáticos los que producen guerras. Se trata de los fanáticos los que sistemáticamente masacran cristianos o grupos tribales en África y se van adueñando gradualmente de todo el continente en una ola islámica. Estos fanáticos son los que ponen bombas, decapitan, asesinan. Son los fanáticos los que toman mezquita tras mezquita. Se trata de los fanáticos los que celosamente difunden la lapidación y la horca de las víctimas de violación y los homosexuales. Se trata de los fanáticos los que enseñan a sus jóvenes a matar y a convertirse en terroristas suicidas.

El hecho cuantificable y duro es que la mayoría pacífica, la ‘mayoría silenciosa’ es intimidada e imperceptible. La Rusia comunista estaba compuesta de los rusos, que sólo querían vivir en paz. Sin embargo, los comunistas rusos fueron responsables por el asesinato de cerca de 50 millones de personas. La mayoría pacífica era irrelevante. La enorme población de China era también pacífica, pero los comunistas chinos lograron matar la asombrosa cifra de 70 millones de personas. El individuo japonés medio antes de la Segunda Guerra Mundial no era un belicista sádico. Sin embargo, Japón asesinó y masacró, en su camino hacia el sur de Asia Oriental, en una orgía de muerte que incluyó el asesinato sistemático, a 12 millones de civiles chinos, la mayoría muertos por espada, pala y bayoneta.

Y, ¿quién puede olvidar Ruanda, que se derrumbó en una carnicería? ¿Podría no ser dicho que la mayoría de los ruandeses eran amantes de la paz?”.

La vida

“Las lecciones de la historia son con frecuencia increíblemente simples y contundentes. Sin embargo, a pesar de todos nuestros poderes de la razón, muchas veces perdemos el más básico y sencillo de los puntos: los musulmanes amantes de la paz se han hecho irrelevantes por su silencio.

Los musulmanes amantes de la paz se convertirán en nuestro enemigo si no se pronuncian, porque al igual que mi amigo de Alemania, se despertarán un día y encontrarán que los fanáticos los poseen, y el fin de su mundo habrá comenzado. Los alemanes, amantes de la paz, japoneses, chinos, rusos, ruandeses, serbios, afganos, iraquíes, palestinos, somalíes, nigerianos, argelinos, y muchos otros han muerto a causa de que la mayoría pacífica no se pronunció hasta que fue demasiado tarde.

En cuanto a nosotros, que somos espectadores ante los eventos en desarrollo, debemos prestar atención al único grupo que cuenta: los fanáticos que amenazan nuestra forma de vida”.




A 50 años de su partida, extrañamos a Churchill

A 50 años de su partida, extrañamos a Churchill

Este año se conmemoran 50 años de la muerte de Winston Churchill (1874-1965) y 75 de que asumiera el cargo que lo inmortalizara: el de Primer Ministro de la Gran Bretaña asediada por los Nazis (1939-1945). A pesar, de que Churchill es identificado como profundamente británico, él se definía a sí mismo como “an English-Speaking union” (una unión de anglo parlantes, pero que también puede significar un sindicato anglófono), debido a que era hijo del Lord Randolph Churchill y la millonaria norteamericana Jennie Jerome. Sus orígenes, su formación, sus experiencias vitales y su trayectoria profesional de alguna u otra manera lo fueron preparando para ser el hombre providencial que guiara a su nación (y al mundo), en uno de los momentos más excepcionales de la historia de la humanidad: la Segunda Guerra Mundial. Parafraseándolo, se podría decir que “nunca en el campo del conflicto humano, tanta gente le debió tanto a una sola persona” (la cita original es “a tan pocos” y está referida a la heroica actuación de los pilotos de la Real Fuerza Aérea en la batalla de Inglaterra). 

Como a todos los niños de su posición fue enviado a estudiar a un internado, el prestigioso colegio de Harrow, en dónde fue profundamente infeliz. Odiaba los estudios y se destacó como un rebelde, pero estupendo ensayista y el mejor esgrimista de su clase. Luego ingresó,  tras tres intentos, al Royal Military College de Sandhurst. Allí se hizo oficial de caballería y fue enviado al Virreinato de la India. Se hizo de fama como corresponsal de guerra, cubriendo la independencia cubana (1895), y las campañas británicas en la India (1897), el Sudán (1898) y Sudáfrica durante la Guerra de los Boer (1899). A los 26 años escribía para varios diarios y era autor de cinco libros dedicados a sus experiencias. Esta tarea lo ayudó a reflexionar y profundizar sobre el difícil arte de la guerra y el papel del Imperio Británico en el mundo.

Luego de escapar de los Boer en Sudáfrica, ingresó a la Cámara de los Comunes. Así empezó una carrera política que duraría 60 años. Pronto destacó como un filudo polemista, por su inteligencia y don de mando. Ocupó distintos cargos hasta que llegó a ser Lord del Almirantazgo. Cuando estalló la Primera Guerra Mundial, Churchill promovió la utilización de tanques para romper la guerra en las trincheras, pero su iniciativa de abrir el frente de los Dardanelos terminó en un desastre, lo que le valió el apodo del “carnicero de Galípoli”. A manera de redención, renunció a sus cargos políticos y decidió servir en el frente como comandante del 6° Batallón de Fusileros Escoses. Llevando a la práctica una de sus frases célebres “el éxito no es definitivo, el fracaso no es fatídico. Lo que cuenta es el valor para continuar”, al poco tiempo volvióal Gobierno.

Alejado de los cargos políticos importantes en la década de los 30 fue uno de los pocos que se alarmó con el ascenso de Hitler en Alemania. Fue uno de los primeros en advertir de la carrera armamentista de los nazis y las ambiciones expansionistas de los fascistas italianos de Mussolini. Solicitó reforzar la armada y el ejército, pero nadie le hizo caso. Pronto los temores de Churchill se hicieron realidad con los desplazamientos de tropas alemanas que anexaron Austria. La poca firmeza de Francia y de Inglaterra ante este suceso, desencadenarían la guerra. Chamberlain, el primer ministro británico, viaja a conversar con y Hitler y propone la política de “appeasement” (apaciguamiento), falla de liderazgo a la que en Lampadia hemos llamado el “síndrome de Chamberlain”. Fue entonces, que Churchill reprochó a Chamberlain con su célebre premonición: “Os dieron a elegir entre el deshonor y la guerra… elegisteis el deshonor y tendréis la guerra”.

Meses después, Hitler invadiría Polonia y a Inglaterra y Francia no les quedaría otro remedio que declarar la guerra.  Fue entonces, en medio de la desesperación por el rápido avance de los alemanes que tomaron Noruega, Suecia, Bélgica y rompieron las líneas francesas que Chamberlain se ve obligado a renunciar.  El Rey, entonces, convoca a Churchill para que forme un nuevo gobierno. Desde entonces Churchill se erigió en el líder de una nación asediada por una de las maquinarias militares mejor preparadas de la historia y en uno de los mejores líderes de la humanidad. Su acumen, su capacidad de mando, su tesón, su fe inquebrantable en la victoria y su ejemplo salvaron al imperio y al mundo en su hora más difícil. 

El 13 de mayo de 1940, en la Casa de los Comunes, Churchill pronunció su famosa frase:

“I have nothing to offer but blood, toil, tears and sweat.” (Solo tengo para ofrecerles sangre, esfuerzo, lágrimas y sudor).

Entendió que sin el concurso de la URSS y de los Estados Unidos no podrían vencer y estrechó  alianzas con ambos. Cuando la victoria final estuvo cerca, empezó a delinear el mundo de la postguerra en una serie de encuentros con Roosevelt y Stalin. Esperaba preservar el papel del imperio británico, pero solo pudo contemplar como emergían dos nuevas potencias. Rápidamente, en 1946, como lo hiciera con el nazismo, advirtió el peligro que representaba para la democracia mundial el comunismo soviético: “Desde Stettin en el Báltico hasta Trieste en el Adriático, una cortina de acero ha descendido a través del continente. Detrás de esa cortina están las capitales de la Europa Central y Oriental tales como Varsovia, Berlín, Praga, Viena, Budapest, Belgrado, Bucarest y Sofía. Todas estas ciudades y las poblaciones alrededor de ellas han caído bajo la esfera de la Unión Soviética”.

Posteriormente, en el momento cumbre de su carrera, solo meses después de la rendición de Alemania, Churchill perdió el cargo de primer ministro. El pueblo inglés en una decisión que aún se presta a múltiples análisis no lo reeligió. Entonces, al viejo bulldog, como le llamaban no le quedó otra cosa que aceptar los hechos, pero volvería a ser Primer Ministro de 1951 a 1955, tratando de evitar el desmembramiento del Imperio, pero ya estábamos en otro mundo.

En su vida recibió múltiples reconocimientos, entre los que destacan, “Ciudadano Honorario de EEUU” y el Premio Nobel de Literatura de 1953. Murió en 1965. Se organizó un gran funeral de Estado en su honor y líderes de todo el mundo llegaron a rendirle honores a uno de los hombres más brillantes de la historia. La democracia y el bienestar que hoy gozamos no serían los mismos sin Churchill.

Sobre la democracia y socialismo nos dejó unos asertos que mantienen toda su vigencia:

“La democracia es la peor forma de gobierno, excepto por todas las demás”.

“El socialismo es una filosofía del fracaso, el credo de la ignorancia, y el evangelio de la envidia, su virtud inherente es la distribución igualitaria de la miseria”.

Líderes como él son los que se necesitan en este mundo, que transita en lo que ya se ha calificado como una suerte de guerra mundial de baja intensidad. Lampadia