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El artículo sesenta y dos

El artículo sesenta y dos

Rafael Rey Rey
Ex congresista y ministro
Para Lampadia

Agosto de 1993. Habíamos terminado de aprobar el capítulo del régimen económico de la Constitución. Los debates habían sido especialmente intensos tanto en la Comisión Constitución como en el pleno.

Quienes defendían las ideas socialistas de las que estaba impregnada la Constitución del 79, sea por razones ideológicas sea por razones sentimentales, se habían opuesto a casi todos los artículos del capítulo.

Quienes queríamos, en cambio, que se le diera al país la oportunidad de experimentar los beneficios de una economía de mercado estábamos satisfechos. Habíamos conseguido introducir en el texto constitucional varios “candados” que impedirían que los futuros gobiernos cometieran los errores del pasado, que llevaron al Perú a la ruina económica y a la miseria social.

En el articulado aprobado estaban garantizadas expresamente, por ejemplo,

  • la libre competencia,
  • la libertad de empresa,
  • la libertad de precios,
  • la libertad de cambio,
  • tenencia y disposición de moneda extranjera
  • y la libertad de contratar.

Igualmente estaba garantizada la igualdad de tratamiento legal y tributario al capital nacional y extranjero, así como a la actividad empresarial privada y estatal. Esta última, además, solo posible de ejercerse de manera subsidiaria, autorizada por ley expresa y por razón de alto interés público o de manifiesta conveniencia nacional.

Así mismo estaba garantizado el derecho inviolable de propiedad y ésta sujeta a expropiación sólo por causa de seguridad nacional o necesidad pública declarada por ley y previo pago en efectivo de indemnización justipreciada.

Finalmente, habíamos asegurado la independencia y autonomía del Banco Central de Reserva, responsable de la estabilidad monetaria.

A los constituyentes de Renovación Nacional, nos parecía particularmente importante el texto del artículo que consagraba no solo la libertad de contratación sino el carácter sagrado de los contratos cuyos términos podían ser modificados exclusivamente por acuerdo de las partes y en cuya redacción habíamos participado en forma muy activa. El artículo sexagésimo segundo del texto constitucional que a la letra dice:

“Artículo 62.- La libertad de contratar garantiza que las partes pueden pactar válidamente según las normas vigentes al tiempo del contrato. Los términos contractuales no pueden ser modificados por leyes u otras disposiciones de cualquier clase. Los conflictos derivados de la relación contractual solo se solucionan en la vía arbitral o en la judicial, según los mecanismos previstos en el contrato o contemplados en la ley.

Mediante contratos-ley, el Estado puede establecer garantías y otorgar seguridades. No pueden ser modificados legislativamente, sin perjuicio de la protección a que se refiere el párrafo precedente.”

De pronto el doctor Manuel de la Puente y Lavalle, publicó un artículo en El Comercio en el que venía a insinuar o afirmar que se nos había pasado la mano. Que no podíamos negar la posibilidad de que, en circunstancias especiales, se pudieran expedir leyes u otras disposiciones que modificaran los contratos entre el Estado y privados y entre privados.

Pocos días después Carlos Torres y Torres Lara, presidente de la Comisión de Constitución y Reglamento, nos citó a Lourdes Flores Nano y al suscrito a la oficina del presidente del Congreso Jaime Yoshiyama. Nos explicó que, por las “razones” esgrimidas por el doctor de la Puente y compartidas por otros, querían modificar la redacción del mencionado artículo. Pero como éste ya había sido aprobado en el pleno del Congreso, en realidad se trataba de una reconsideración que para ser aprobada necesitaban los votos de dos tercios del número legal de congresistas. Es decir 54 votos. La mayoría Fujimorista requería pues del voto de las bancadas de Renovación Nacional (RN) y del Partido Popular Cristiano (PPC).

Discutimos unos minutos. Lourdes Flores terminó por ofrecerle los votos del PPC para la reconsideración. Yo me negué. Sostuve entonces lo mismo que luego sostuvimos en el pleno. Que, con esa modificación, eliminábamos la santidad de los contratos y afectábamos gravemente la seguridad jurídica que queríamos transmitir con la nueva Constitución. Que, tal como estaba aprobado, ese artículo era uno de los más importantes y probablemente uno de los que mejor hablaría de la seriedad que el Perú quería transmitir a los inversionistas. Y que para la modificación que pensaban proponer no contarían con los votos de RN.

Poco después, el fujimorismo presentó ante el pleno la nueva redacción que proponían. Se originó un nuevo debate. Los de RN nos opusimos. En resumen, dejamos constancia de que la redacción que se proponía no solo era una modificación del artículo originalmente aprobado, sino que era su contrario. La seguridad contractual afirmada en las primeras líneas quedaba eliminada por completo en las siguientes. Se pretendía establecer que ‘por razones comprobadas de utilidad moral, de calamidad pública, de seguridad y orden interno -es decir, por cualquier razón- se podían expedir leyes u otras disposiciones que modificaran los términos contractuales.’ Así había sucedido en el Perú, “por ejemplo, con la bautizada como ‘ley del inquilinato’. La ley congeló los alquileres y se paralizó la construcción de viviendas.” [1]

La reconsideración fracasó al faltarle a la mayoría los votos de la bancada de Renovación Nacional. Y el artículo quedó tal como estaba y como continúa estando en el texto constitucional. Lampadia

[1] Enrique Chirinos (Constituyente de Renovación Nacional) en el referido debate.




La constitución del subdesarrollo

La constitución del subdesarrollo

Fundación para el Progreso
Axel Kaiser
Publicado en El Mercurio, 5.11.2019

En sus ‘Reflexiones sobre la revolución francesa’ publicadas en 1790, el intelectual y político irlandés Edmund Burke, advirtió que el afán refundacional de los jacobinos terminaría en una tragedia colosal que no solo fracasaría en conseguir la añorada igualdad que proclamaban, sino que daría pie al caos, el terror y la tiranía.

‘Es con infinita precaución que cualquier hombre debería aventurarse a derribar un edificio que ha respondido en cualquier grado tolerable a los propósitos comunes de la sociedad’, afirmó Burke, cuyas predicciones en poco tiempo se cumplieron consagrándolo como uno de los observadores más agudos y visionarios de su época. Desde sus orígenes, la filosofía liberal ha sido escéptica de las grandes narrativas refundacionales y de sus profetas, prefiriendo un tedioso, predecible y aburrido gradualismo cuando se trata de modificar aquellas instituciones que han permitido el florecimiento de la libertad y del progreso económico y social. Las sociedades maduras y avanzadas usualmente prefieren la precaución liberal recomendada por Burke antes que el entusiasmo rousseauniano que embriagó a los revolucionarios franceses y que, sin duda, ha constituido un aspecto central del subdesarrollo latinoamericano por más de un siglo.

Basta un breve repaso comparativo de historia constitucional para advertirlo. Así, por ejemplo, Estados Unidos ha tenido una sola Constitución en toda su historia a pesar de haber atravesado por una horrible guerra civil, dos guerras mundiales y la guerra fría, entre muchos eventos traumáticos. Dinamarca, Holanda, Noruega, Singapur, Bélgica y Australia también cuentan con una sola Constitución en su historia. Suiza ha tenido tres Constituciones desde 1291, Canadá dos desde 1867, al igual que Finlandia y Austria, ambas con dos Cartas fundamentales desde principios del siglo 20. Alemania, Italia, Japón y Francia han mantenido la misma Constitución en los últimos 60-70 años y países como Reino Unido, Israel, Nueva Zelandia y Hong Kong jamás han tenido siquiera una sola Constitución escrita. En América Latina, en cambio, la historia es muy diferente. Argentina ha tenido seis Constituciones; Brasil, Uruguay y México, siete. El Salvador, Honduras y Nicaragua han tenido 14 Constituciones cada uno, Colombia 10, Perú 12, Bolivia 16, Ecuador 20, Haití 24, Venezuela 26, y República Dominicana 32. Ninguna región del mundo, incluyendo África, ha tenido más Constituciones que América Latina. (Cordeiro, 2008).

Existe en nuestra cultura el curioso hábito de hacer de las Constituciones un chivo expiatorio sobre el que proyectamos todos nuestros defectos —mediocridad económica, corrupción, miseria social, deshonestidad, abusos, etc.—, para luego sacrificarlo en un acto de liberación colectiva que nos permite desentendernos de nuestra propia responsabilidad por los males que sufrimos. Ello, sumado al utopismo irresponsable tan propio de nuestros intelectuales, que no dudan un segundo cuando se trata de encontrar en la teoría la solución definitiva para nuestros padecimientos, pero que al mismo tiempo suelen ser ignorantes en casi todas las cuestiones prácticas de la vida social, es lo que impide la creación de instituciones estables en el tiempo, haciendo imposible el progreso acumulativo que se observa en los países desarrollados.

El hecho de que nuestras Constituciones desechables, a diferencia de las de naciones avanzadas, sirvan más bien para incrementar que para controlar el poder del Estado, horada aún más las bases liberales necesarias para la prosperidad. En ese contexto, los esfuerzos que apuntan a desbancar la Constitución actualmente vigente en Chile, bajo la cual se ha producido el período de mayor éxito en la historia nacional, son una manifestación clásica de la inmadurez política, intoxicación ideológica y evasión de la propia responsabilidad que históricamente ha sumido a América Latina en el subdesarrollo. Si Chile opta por seguir el camino refundacional desechando su Constitución, demostrará definitivamente que, a fin de cuentas, carece del mínimo necesario para pertenecer a la liga de los países serios. Lampadia