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Los antídotos contra el patrimonialismo

Los antídotos contra el patrimonialismo

Jaime de Althaus
Para Lampadia

El concepto de “dominación patrimonialista” fue creado por Max Weber para designar monarquías en las que no se distingue la propiedad pública de la privada, en las que el rey hace uso de los bienes públicos como si fueran propios, y afianza su poder otorgando beneficios, monopolios, prebendas, licencias, etc. Y en las que no hay una burocracia formada por profesionales contratados por sus méritos, ni existe una planificación con arreglo a metas racionalmente sustentadas.[1]

Organizaciones patrimonialistas no resuelven problemas ni generan desarrollo; administran privilegios.  

Weber explica que el patrimonialismo no es compatible con el capitalismo, porque supone formas de propiedad y de disposición de bienes y privilegios que entorpecen o anulan el funcionamiento de los mercados. No hay leyes racionales en cuya duración pueda confiarse, por “el amplio ámbito del arbitrio de los actos discrecionales puramente personales del soberano y…por la tendencia connatural de todo patrimonialismo hacia una regulación de la economía” basada en ideales utilitarios, ético-sociales o ‘culturales’”. [2]

Guillermo O’Donnel observó que en nuestros Estados subsistían rasgos “neo patrimonialistas”. En el Perú, salvo en las islas de excelencia y en los sectores vinculados a la administración económica, esto es notorio. El caso de la Digemid, que hemos descrito, es casi un arquetipo, pero el patrimonialismo está presente en general en el sector salud, con médicos dueños de sus puestos en un sistema sin meritocracia organizado para trabajar pocas horas, desviar medicamentos y derivar pacientes a los consultorios privados, lo que explica por qué, habiendo multiplicado ese sector su presupuesto por 7 en términos reales en los últimos 20 años, los servicios no mejoraron ni de lejos en la misma proporción.

En Educación, jefes de Ugel o directores pueden operar como dueños de su pequeño feudo burocrático cuando venden cambios de localidad o licencias laborales o contratos. Y hemos visto cómo la Policía y el Poder Judicial son también organizaciones semi patrimonialistas basadas no en meritocracia y cumplimiento de metas sino en relaciones personales de amistad, promoción, compadrazgo o parentesco que pueden derivar en redes de corrupción interna.[3]

Los gobiernos subnacionales, por su parte, suelen ser verdaderos paraísos patrimonialistas. El alcalde electo se convierte inmediatamente en un autócrata que usa los recursos municipales como si fueran propios, despide a los técnicos de la gestión anterior y coloca a sus amistades o parientes en los puestos clave sin concurso público. Esto le permite la complicidad en el otorgamiento discrecional de licencias, concesiones u otros beneficios para conformar una clientela y una red de apoyo y enriquecimiento mutuo, y que explican la ineficacia en el ordenamiento del transporte, del comercio ambulatorio, bares y discotecas, invasiones, etc., es decir, el funcionamiento caótico de las ciudades, que no se regulan de acuerdo a un plan sino a la lógica de las reciprocidades patrimonialistas.[4]

Para no hablar de gestión de la obra pública, multiplicada por el trasvase de la inversión pública del gobierno central a los locales y regionales en los últimos 25 años, y en pleno crecimiento económico. Verdaderos botines presupuestales que hay que asaltar.[5]

Hay raíces sociológicas e históricas para todo esto. En el caso de los gobiernos locales más pequeños, las relaciones de parentesco y reciprocidad de las familias campesinas se trasladan a la gestión municipal[6] que, por añadidura, maneja recursos que no son recaudados localmente sino transferidos desde el gobierno central, lo que determina que no exista una base de ciudadanos contribuyentes que fiscalicen el gasto municipal. Hay allí una reproducción a la inversa y malamente reparadora de la falla de origen del Estado peruano, que en el virreinato estuvo organizado para la extracción de recursos, no para servir a la población. El Estado virreinal era patrimonialista por definición.

Juega aquí también el proceso migratorio a las ciudades que, al decir de Juan Yamamoto,[7] expuso a los migrantes a relaciones de discriminación -incluso por migrantes más antiguos-, lo que rompió los valores tradicionales llevándolos a desarrollar conductas aprovechadoras o ventajistas para obtener un reconocimiento espurio. De allí la compra de títulos universitarios falsos para ingresar al Estado no por verdadero concurso sino por vinculación con algún funcionario de cuya argolla tendrá que formar parte para medrar. Y de allí la eventual lucha de argollas o mafias dentro de algunas entidades.

El otro mecanismo es la captura de entidades por grupos de interés o gremios profesionales, como el caso de la Digemid que mencionáramos antes. O Salud y Educación.

Por supuesto, ha sido perfectamente funcional a esos condicionamientos la ideología de la estabilidad laboral, que consagra la propiedad del puesto de trabajo. Pese a que se trata de servidores pagados por todos los peruanos, ingresan y permanecen por vara y privilegio legal, no por mérito.

El mejor antídoto contra el patrimonialismo es la profundización social del mercado libre, y la meritocracia en el Estado. Son lo mismo. La libre competencia en el mercado es esencialmente meritocrática: gana más el que trabaja más y mejor. La libertad económica supone la eliminación de la discrecionalidad burocrática. El patrimonialismo se vuelve inocuo si carece de discrecionalidad. Una burocracia profesional basada en el mérito se orienta no a trabar la actividad sino a facilitarla y resolver problemas. De eso depende su ascenso, remuneración y permanencia.  

De hecho, en la década del 90 el Perú avanzó de manera importante en la despatrimonialización del Estado en todo lo relativo a la regulación de los mercados y la administración económica (aunque el manejo de la Inteligencia y las FF.AA. fue típicamente patrimonialista). La liberalización de la economía fue un avance sustancial pues redujo la discrecionalidad de los funcionarios al mínimo y dictó normas universales que no diferenciaban beneficios para no fomentar el mercado de compra de beneficios o ventajas.  Eliminó, en buena cuenta, el mercantilismo, que es la forma que adopta la administración de la economía en los estados neo-patrimonialistas. En la medida en que ya no era necesario pedirle permiso a un burócrata para actuar, la corrupción derivada de la administración de la economía disminuyó. Una economía libre, sin peajes, es una economía libre de corrupción.[8]

Como parte de ese esquema se crearon o refundaron organismos reguladores que funcionaron con principios técnicos y racionales, y algunos ministerios y organismos de lucha contra la pobreza pasaron a organizarse de la misma manera. Fueron las llamadas “islas de excelencia”. El Estado patrimonialista se refugió, sin embargo, en las áreas donde el funcionario todavía decide o brinda servicios: en la justicia, en las licencias municipales, en los medicamentos, en la salud y la educación y, naturalmente, en las compras estatales y la obra pública. Y a partir de cierto momento, movilizado por gremios o grupos de interés, empezó a recuperar poder discrecional incluso en los temas económicos. Por eso venimos creciendo poco en los últimos años y la pobreza incluso se incrementó el 2017. Lampadia

[1] Ver Weber, Max, 1969 (1922: primera edición en alemán) Economía y Sociedad, FCE, México, pp 173-193

[2] Op Cit, P. 192

[3] Ver De Althaus, Jaime, 2016: La Gran Reforme de la Seguridad y la Justicia, Planeta

[4] Ver Reyna Arauco, Gustavo,   2010    “Cultura Política y Gobernabilidad en un Espacio Local”, en               Gonzalo Portocarrero, Juan Carlos Ubilluz y Victor Vich editores, Cultura Política en el Perú.

[5] Ver: De Althaus, Jaime: La Promesa de la Democracia, Planeta 2011

[6] Ver Huber, Ludwig:

2007 Hacia una interpretación antropológica de la corrupción”, en  la revista “Economía y Sociedad” número 66, CIES, diciembre

 2008ª  “La representación indígena en municipalidades peruanas: tres  estudios de caso”. En Romeo Grompone, Raul Hernández y Ludwig Huber, Ejercicio del gobierno local en los ámbitos  rurales: Presupuesto, desarrollo e identidad. Lima, IEP.

 2008b  Romper la Mano: una interpretación cultural de la corrupción, Proética, IEP,

[7] Ver: Yamamoto, Jorge: La Gran estafa de la Felicidad”, Paidos 2019. También presentación TED. 

[8] Ver De Althaus Jaime, Op.Cit




La gran reforma (de la seguridad y la justicia)

Uno de los grandes déficits del desarrollo del Perú es la debilidad y hasta la inexistencia de instituciones sólidas. Esto se ha hecho más notorio durante los últimos años, en que hemos tenido muy importantes avances en el desarrollo económico y social, llegándose a tal punto, que algunos opinólogos y escritores confunden la debilidad institucional con la ausencia de diagnósticos y propuestas de reformas institucionales y plantean sus ideas desde una perspectiva puramente crítica y refundacional que desaprovecha los desvelos de ciudadanos preclaros y sólidas instituciones de la sociedad civil.

En sus últimos libros, Jaime de Althaus viene recorriendo los distintos aspectos que conforman la consolidación de una república moderna, como son los avances de la economía (La revolución capitalista en el Perú), el desarrollo de nuestra democracia (La promesa de la democracia) y, ahora, en el libro que estamos comentando, los temas institucionales de seguridad y justicia.

En Lampadia defendemos la economía de mercado, la inversión privada, el desarrollo y la modernidad; y promovemos un Estado de derecho y meritocrático. Publicamos análisis y opiniones que sustentan nuestra línea de pensamiento y, también hemos desarrollado bibliotecas virtuales sobre  temas estructurales para la prosperidad del Perú. Una de estas bibliotecas, Estado del Siglo XXI’, ha sido desarrollada con la colaboración de Althaus, que ha venido aportando material en base al cual ha configurado su libro sobre el desarrollo institucional.

Líneas abajo presentamos  la introducción del importante  libro de Althaus:

La gran reforma (de la seguridad y la justicia)

Jaime de Althaus
Setiembre, 2016
Editorial Planeta​

Introducción

Según las encuestas del Barómetro de las Américas, el Perú es el país con mayor victimización por delincuencia en toda América (alrededor de 30% de las personas declaran haber sido víctimas de un delito el último año) y, aunque la tasa de homicidios por 100 mil habitantes (6.7 para el 2014 según el INEI) está bastante por debajo del promedio sudamericano (21.2 por 100 mil según la OEA)[1], ella viene subiendo en los últimos años a causa del crecimiento del crimen organizado y de las mafias de todo tipo en algunas ciudades importantes del país y de las guerras que se desatan entre dichas mafias por el control territorial de las extorsiones o de la cadena del narcotráfico. Si en los próximos años no se lleva a cabo una reforma profunda en la Policía Nacional y en el sistema judicial penal, la inseguridad ciudadana y el avance de las mafias puede terminar ahogando la gobernabilidad y el crecimiento económico.

La altísima victimización por delincuencia se debe a la impunidad reinante, originada a su vez en un sistema policial-judicial-penal deficiente, corrupto y poco integrado en la comunidad que no atrapa a los delincuentes o que cuando lo hace no los castiga, y a la carencia de políticas preventivas que ataquen la raíz social de la delincuencia. Y, por su lado, el avance de las mafias y el crimen organizado obedece, entre otras cosas, a un precipitado proceso de descentralización política y de recursos que, en medio de la fragmentación del sistema de partidos más extrema, ha creado cuantiosos botines presupuestales sin control abriendo espacios libres para el robo, la extorsión a las obras, las usurpaciones de terrenos, el avance de la minería ilegal y el narcotráfico, al mismo tiempo que el número de policías dedicados a la investigación policial disminuía en lugar de aumentar.

En esa misma medida, por supuesto, detener el crecimiento de la ola criminal que inunda segmentos crecientes del territorio, de la institucionalidad y de la actividad económica, supone un conjunto de reformas que van desde la reconstrucción de un sistema de partidos y de la autoridad rectora del Estado central a fin de recuperar la capacidad de gestión y control propia de un gobierno unitario, hasta la transformación de la Policía Nacional, el Ministerio Público y el Poder Judicial de instituciones relativamente patrimonialistas en organizaciones modernas.

Nosotros nos vamos a ocupar en este libro no de la reforma política, de la que tratamos en nuestro libro anterior, “La Promesa de la Democracia”, sino de la reforma del sistema policial, judicial y penal. Haremos una radiografía del funcionamiento interno de la Policía Nacional, el Ministerio Público, el Poder Judicial, de los mecanismos de corrupción existentes en esas instituciones, sus deficiencias estructurales y de gestión; pero también destacaremos los esfuerzos de cambio interno y las tendencias positivas que existen en ellas, impulsadas por las fuerzas sanas que hay en su interior y por políticas mayores que vienen informadas desde los ministerios de Justicia y de Economía y Finanzas.

En esencia, lo que tenemos es el difícil y complejo tránsito de organizaciones basadas en relaciones personales de amistad, promoción, compadrazgo o parentesco, que pueden derivar en redes de corrupción interna, a organizaciones basadas en la meritocracia y el cumplimiento de metas. Es decir, de instituciones gobernadas por intereses propios a ser gobernadas por el interés de la sociedad. De organizaciones orientadas hacia adentro o unas orientadas hacia afuera.

Max Weber diría que es el paso del (neo) patrimonialismo a la burocracia racional. En eso estamos.

Es increíble, por ejemplo, que no haya unidades de investigación policial en las ciudades del país más asoladas por el crimen organizado, o que la llamada Policía Comunitaria apenas empiece a aparecer en uno o distritos de Lima, o que muchos jueces penales no puedan tipificar bien un delito, o que no haya un sistema de justicia penal que pueda castigar a penas cortas en carceletas locales o municipales a delincuentes menores, dejándoles siempre libres para que sigan asaltando o agrediendo, que es la razón por la que tenemos la más alta victimización de las Américas. Son instituciones desconectadas de la demanda real, orientadas hacia adentro, no hacia afuera, pero que, como veremos, están empezando a cambiar.

Lo que tenemos es una tensión y eventualmente una lucha entre, de un lado,  modos tradicionales de operación y prácticas corruptas institucionalizadas que tienen como correlato un claro déficit de gestión, equipamiento y meritocracia, y, de otro, un proceso de cambios todavía relativamente débil orientado a introducir modernidad, tecnologías digitales, indicadores de rendimiento, metas y políticas de mayor integración con las municipalidades y la comunidad. Lo interesante es que ese proceso de cambios, inducido inicial y principalmente desde fuera de esas instituciones, ya ha conseguido en algunos casos encender motores propios que los promueven desde dentro, aunque es difícil decir si ya alcanzaron la masa crítica interna suficiente para impulsarlos con la fuerza necesaria.  

Un caso concreto es el de la implantación del Nuevo Código Procesal Penal de inspiración sajona basado en la oralidad y en la posición del juez como el magistrado que escucha a las dos partes –a la acusación y a la defensa- y luego se pronuncia. Este nuevo modelo procesal, mucho más expeditivo y transparente que el anterior, menos vulnerable a la corrupción y a la leguleyada, se empezó a difundir en varios países de latinoamérica desde los 80. Llegó al Perú tempranamente en los 90 y se plasmó en el código procesal penal de 1991, pero éste nunca llegó a ser aplicado precisamente por resistencias de un status quo que, de otro lado, podía ser funcional a los intereses manipulatorios del gobierno de entonces.

Recién el 2004, luego de que la mayor parte de los países de Latinoamérica ya lo habían adoptado, se promulgó el decreto legislativo 957 que aprobó el nuevo Código Procesal Penal (NCPP), que fue puesto en marcha paulatinamente a partir del 2006 y aun no termina de ser implementado. El punto acá es que la aplicación del NCPP ha sido monitoreada desde el principio por una secretaría en el Ministerio de Justicia en estrecha relación con el ministerio de Economía, lo que ha permitido ir avanzando en un proceso de aprendizaje y mejora que, como veremos más adelante, empieza a producir un cambio cultural en la Policía, la fiscalía y el Poder Judicial, de la máxima importancia.

Otro caso es el de los ‘presupuestos por resultados’ dirigidos por el MEF en el ministerio del Interior, que están empezando a introducir una gestión racional de la seguridad ciudadana basada en metas, análisis de costo y evaluaciones. Es decir, que otorga presupuestos a cambio del cumplimiento de ciertos compromisos. Como consecuencia, ya hay, por ejemplo, policías que aprovechan las nuevas orientaciones para desarrollar iniciativas de integración con los alcaldes y la comunidad dentro de lo que podemos llamar ‘policía comunitaria’; una tendencia por lo general resistida  por comisarios y oficiales tributarios todavía de un orden patrimonialista centrado en los intereses propios y no en los de la comunidad, pero indispensable para disminuir los elevados niveles de victimización por delincuencia.

En otras palabras, se han puesto en marcha algunos procesos de cambio en el sistema policial-judicial que requieren convertirse claramente en políticas de Estado a fin de que el Poder Ejecutivo sea plenamente consciente del liderazgo que tiene ejercer a fin de consolidar y acelerar esas transformaciones. El próximo gobierno tiene dos instrumentos para profundizar esas reformas: la secretaría de la comisión del NCPP en el Ministerio de Justicia, antes mencionada, a la que debería ampliársele el mandato para incluir otras áreas del Poder Judicial y el Ministerio Público; y los presupuestos por resultados. Y tendrá, además, la mayoría en el Congreso, para aprobar las leyes necesarias. El asunto es tener las ideas claras respecto de qué es lo que hay que hacer. Para contribuir a eso escribimos este libro.      

Debo agradecer a Lampadia que me permitió publicar informes a partir de los cuales configuré luego esta contribución.

[1] Ver el Observatorio de Seguridad Ciudadana de la OEA: http://www.oas.org/dsp/observatorio/database/indicatorsdetails.aspx?lang=es&indicator=17