1

La superioridad del liberalismo

La superioridad del liberalismo

A continuación, compartimos un artículo publicado por The Economist de obligatoria lectura para aquellos interlocutores que busquen herramientas filosóficas y morales para la defensa férrea del liberalismo clásico, tan venido a menos en nuestro país frente al avance de las izquierda radical en el poder político.

El texto compara sagazmente las bases del liberalismo clásico con aquellas de otros movimientos políticos que han empezado a tener bastante atractivo en occidente – sin perder su parecido con países de nuestra región – como los populismos de derecha, pero en particular, la izquierda progresista.

Liberalismo Económico - Concepto, características, representantes

Como bien destaca The Economist, si bien el progresismo y el liberalismo pueden confluir en la búsqueda del bienestar humano, el liberalismo resulta superior puesto que no impone a la fuerza determinadas creencias culturales y sociales desde la burocracia estatal ni depende de extraer coactivamente los ingresos de las sociedades para cambiar la estructura social que, bajo la visión progresista, fomenta una desigualdad de grupos o “castas” (ej.: empresarios vs. trabajadores, capitalinos vs. Provincianos, etc.). Por el contrario, su estrategia basada en el respeto del estado de derecho, el fomento de la competencia y el mercado abierto – que es la que ha contribuido al mayor progreso de la humanidad desde los inicios de la Revolución Industrial – asegura un desarrollo sostenible porque implica la búsqueda del mérito y el esfuerzo individual por generar constantemente mejores bienes y servicios a las sociedades.

Cabe resaltar que las izquierdas progresistas en el Perú – ahora absorbidas por el ala radical de Perú Libre – con sus propias formas, constantemente utilizan la victimización de la población andina y fomentan la lucha de clases entre ricos y pobres o limeños y provincianos para justificar el retorno a políticas trasnochadas y al acrecentamiento del Estado, una estrategia fallida que nos estancó 30 años en nuestro desarrollo. Cuando fue justamente la política contraria, la de la liberalización de la actividad privada con la Constitución de 1993, que se obtuvo la mayor mejora de los ingresos de los hogares rurales y reducción de pobreza fuera de Lima en toda nuestra historia republicana, producto del crecimiento económico que experimentó nuestro país hasta el 2011 (ver Lampadia: Las cifras de la prosperidad).

Una lectura sobre la superioridad del liberalismo, como la del presente artículo, no le vendría mal a las clases gobernantes de nuestro país, pues contribuiría a darles mayores luces sobre cómo mejorar la calidad de vida de justamente esas clases que ellos tildan de víctimas del sistema. Lampadia

Pensamiento político
La amenaza de la izquierda iliberal

No subestime el peligro de las políticas de identidad de izquierda

The Economist
4 de septiembre de 2021
Traducida y comentada por Lampadia

Algo ha salido muy mal con el liberalismo occidental. En el fondo, el liberalismo clásico cree que el progreso humano se logra mediante el debate y la reforma. La mejor manera de navegar por un cambio disruptivo en un mundo dividido es a través de un compromiso universal con la dignidad individual, los mercados abiertos y el gobierno limitado. Sin embargo, una China resurgente se burla del liberalismo por ser egoísta, decadente e inestable. En casa, los populistas de derecha e izquierda se enfurecen con el liberalismo por su supuesto elitismo y privilegio.

Durante los últimos 250 años, el liberalismo clásico ha contribuido a lograr un progreso sin precedentes. No se desvanecerá en una nube de humo. Pero está pasando por una prueba severa, tal como lo hizo hace un siglo cuando los cánceres del bolchevismo y el fascismo comenzaron a corroer la Europa liberal desde adentro. Es hora de que los liberales comprendan a qué se enfrentan y se defiendan.

En ningún lugar la lucha es más feroz que en EEUU, donde esta semana la Corte Suprema decidió no derogar una ley antiaborto draconiana y extraña. La amenaza más peligrosa en el hogar espiritual del liberalismo proviene de la derecha trumpiana. Los populistas denigran los edificios liberales como la ciencia y el imperio de la ley como fachada de un complot del estado profundo contra el pueblo. Ellos subordinan los hechos y la razón a la emoción tribal. La perdurable falsedad de que se robaron las elecciones presidenciales de 2020 apunta a dónde conducen esos impulsos. Si las personas no pueden resolver sus diferencias mediante el debate y las instituciones confiables, recurren a la fuerza.

El ataque de la izquierda es más difícil de entender, en parte porque en EEUU “liberal” ha llegado a incluir una izquierda no liberal. Describimos esta semana cómo un nuevo estilo de política se ha extendido recientemente desde los departamentos universitarios de élite. A medida que los jóvenes graduados han aceptado trabajos en los medios de comunicación de lujo y en la política, los negocios y la educación, han traído consigo el horror de sentirse “inseguros” y una agenda obsesionada con una visión estrecha de obtener justicia para los grupos de identidad oprimidos. También han traído consigo tácticas para imponer la pureza ideológica, al no poner plataformas a sus enemigos y cancelar a los aliados que han transgredido, con ecos del estado confesional que dominaba Europa antes de que el liberalismo clásico echara raíces a fines del siglo XVIII.

Superficialmente, la izquierda antiliberal y los liberales clásicos como The Economist quieren muchas de las mismas cosas. Ambos creen que las personas deberían poder prosperar independientemente de su sexualidad o raza. Comparten una sospecha de autoridad e intereses arraigados. Creen en la conveniencia del cambio.

Sin embargo, los liberales clásicos y los progresistas antiliberales difícilmente podrían estar más en desacuerdo sobre cómo lograr estas cosas. Para los liberales clásicos, la dirección precisa del progreso es incognoscible. Debe ser espontáneo y de abajo hacia arriba, y depende de la separación de poderes, para que nadie ni ningún grupo pueda ejercer un control duradero. Por el contrario, la izquierda antiliberal puso su propio poder en el centro de las cosas, porque están seguros de que el progreso real es posible solo después de haber visto por primera vez que se desmantelen las jerarquías raciales, sexuales y de otro tipo.

Esta diferencia de método tiene profundas implicaciones. Los liberales clásicos creen en establecer condiciones iniciales justas y dejar que los eventos se desarrollen a través de la competencia, por ejemplo, eliminando los monopolios corporativos, abriendo gremios, reformando radicalmente los impuestos y haciendo que la educación sea accesible con vouchers. Los progresistas ven el laissez-faire como un pretexto que utilizan los poderosos intereses creados para preservar el status quo. En cambio, creen en imponer “equidad”, los resultados que consideran justos. Por ejemplo, Ibram X. Kendi, un académico y activista, afirma que cualquier política de daltonismo, incluidas las pruebas estandarizadas de los niños, es racista si termina aumentando las diferencias raciales promedio, por más esclarecidas que sean las intenciones detrás de ella.

Kendi tiene razón al querer una política antirracista que funcione. Pero su enfoque de trabuco corre el riesgo de negar a algunos niños desfavorecidos la ayuda que necesitan y a otros la oportunidad de realizar sus talentos. Los individuos, no solo los grupos, deben recibir un trato justo para que la sociedad prospere. Además, la sociedad tiene muchos objetivos. La gente se preocupa por el crecimiento económico, el bienestar, la delincuencia, el medio ambiente y la seguridad nacional, y las políticas no pueden juzgarse simplemente por si avanzan a un grupo en particular. Los liberales clásicos utilizan el debate para definir prioridades y compensaciones en una sociedad pluralista y luego utilizan las elecciones para establecer un rumbo. La izquierda antiliberal cree que el mercado de las ideas está manipulado como todos los demás. Lo que se disfraza de evidencia y argumento, dicen, es en realidad otra afirmación de poder puro por parte de la élite.

Los progresistas de la vieja escuela siguen siendo campeones de la libertad de expresión. Pero los progresistas antiliberales piensan que la equidad requiere que el campo se incline contra los privilegiados y reaccionarios. Eso significa restringir su libertad de expresión, utilizando un sistema de castas de victimización en el que los que están en la cima deben ceder ante aquellos con un mayor reclamo de justicia restaurativa. También implica dar ejemplo a los supuestos reaccionarios, castigándolos cuando dicen algo que se toma para hacer sentir inseguro a alguien menos privilegiado. Los resultados son llamadas, cancelaciones y no plataformas.

Milton Friedman dijo una vez que “la sociedad que antepone la igualdad a la libertad terminará sin ninguno de los dos”. Él estaba en lo correcto. Los progresistas antiliberales creen que tienen un plan para liberar a los grupos oprimidos. En realidad, la suya es una fórmula para la opresión de los individuos y, en eso, no es muy diferente de los planes de la derecha populista. En sus diferentes formas, ambos extremos anteponen el poder al proceso, los fines a los medios y los intereses del grupo a la libertad del individuo.

Los países dirigidos por los hombres fuertes que admiran los populistas, como Hungría bajo Viktor Orban y Rusia bajo Vladimir Putin, muestran que el poder sin control es una mala base para un buen gobierno. Utopías como Cuba y Venezuela muestran que el fin no justifica los medios. Y en ninguna parte las personas se ajustan voluntariamente a los estereotipos raciales y económicos impuestos por el estado.

Cuando los populistas anteponen el partidismo a la verdad, sabotean el buen gobierno. Cuando los progresistas dividen a las personas en castas en competencia, vuelven a la nación contra sí misma. Ambos disminuyen las instituciones que resuelven el conflicto social. De ahí que a menudo recurran a la coacción, por mucho que les guste hablar de justicia.

Si el liberalismo clásico es mucho mejor que las alternativas, ¿por qué está pasando tantos apuros en todo el mundo? Una razón es que los populistas y los progresistas se retroalimentan patológicamente. El odio que cada bando siente por el otro enciende a sus propios partidarios, en beneficio de ambos. Criticar los excesos de su propia tribu parece una traición. En estas condiciones, el debate liberal carece de oxígeno. Solo mire a Gran Bretaña, donde la política en los últimos años fue consumida por las disputas entre los partidarios del Brexit tory intransigentes y el Partido Laborista bajo Jeremy Corbyn.

Los aspectos del liberalismo van en contra de la naturaleza humana. Requiere que defienda el derecho a hablar de sus oponentes, incluso cuando sepa que están equivocados. Debes estar dispuesto a cuestionar tus creencias más profundas. Las empresas no deben protegerse de los vendavales de la destrucción creativa. Tus seres queridos deben avanzar únicamente por sus méritos, incluso si todos tus instintos van a infringir las reglas por ellos. Debes aceptar la victoria de tus enemigos en las urnas, incluso si crees que arruinarán el país.

En resumen, es un trabajo duro ser un auténtico liberal. Después del colapso de la Unión Soviética, cuando su último rival ideológico pareció desmoronarse, las élites arrogantes perdieron contacto con la humildad y las dudas del liberalismo. Cayeron en el hábito de creer que siempre tenían la razón. Diseñaron la meritocracia de EEUU para favorecer a personas como ellos. Después de la crisis financiera, supervisaron una economía que creció demasiado lentamente para que la gente se sintiera próspera. Lejos de tratar a los críticos blancos de la clase trabajadora con dignidad, se burlaron de su supuesta falta de sofisticación.

Esta complacencia ha permitido a los oponentes culpar al liberalismo de imperfecciones duraderas y, debido al tratamiento de la raza en EEUU, insistir en que todo el país estaba podrido desde el principio. Ante la persistente desigualdad y el racismo, los liberales clásicos pueden recordarle a la gente que el cambio lleva tiempo. Pero Washington está quebrado, China se está adelantando y la gente está inquieta.

Una falta de convicción liberal

La máxima complacencia sería que los liberales clásicos subestimaran la amenaza. Demasiados liberales de derecha se inclinan a elegir un matrimonio de conveniencia descarado con los populistas. Demasiados liberales de izquierda se centran en cómo ellos también quieren justicia social. Se consuelan con la idea de que el antiliberalismo más intolerante pertenece a una franja. No se preocupe, dicen, la intolerancia es parte del mecanismo de cambio: al centrarse en la injusticia, cambian el terreno central.

Sin embargo, es precisamente contrarrestando las fuerzas que impulsan a la gente a los extremos que los liberales clásicos impiden que los extremos se fortalezcan. Al aplicar los principios liberales, ayudan a resolver los muchos problemas de la sociedad sin que nadie recurra a la coacción. Solo los liberales aprecian la diversidad en todas sus formas y saben cómo convertirla en una fortaleza. Solo ellos pueden tratar con equidad todo, desde la educación hasta la planificación y la política exterior, para liberar las energías creativas de las personas. Los liberales clásicos deben redescubrir su espíritu de lucha. Deben enfrentarse a los matones y canceladores. El liberalismo sigue siendo el mejor motor para un progreso equitativo. Los liberales deben tener el coraje de decirlo. Lampadia




Hong Kong en la recta final

Hong Kong en la recta final

Beijing atesta un nuevo golpe a Hong Kong que podría ser el definitivo para terminar de reprimir las libertades civiles de sus ciudadanos: la aprobación de un proyecto de ley que tipifica a cualquier acción de protesta contra el régimen como terrorista, con la consecuente pena de cadena perpetua. Lo que es peor, de considerarse pertinente, las cortes chinas pueden proseguir con la extradición a territorio chino con la posibilidad latente de ejecución.

Como advertimos a fines del año pasado en Lampadia: Persiste la lucha por la democracia en Hong Kong, los hongkoneses venían pidiendo la emancipación de su país del yugo chino por los evidentes excesos contra la libertad de expresión, de culto y de adherencia ideológica que venía acometiendo el régimen, los cuales se expandían inclusive a Taiwán. Una vez aflorada la pandemia a inicios de este año, esta le sirvió como excusa perfecta al gobierno chino para prohibir las protestas; pero ante el anuncio de una imposición futura de la hoy promulgada ley, el descontento retorno con fuerza a las calles. Y hoy que el mencionado proyecto de ley empieza a tener vigencia, se puede decir con total certeza que, a pesar de haber sido históricamente el principal canal sobre el cual fluían los grandes capitales extranjeros a China – a consecuencia de sus amplias libertades económicas – el gobierno chino no escatima en ponderar con mayor importancia la proyección de su modelo político autoritario. Ello también elimina toda posibilidad del acceso a la democracia de Hong Kong, otras de sus tan ansiadas demandas.

Cabe resaltar que, si bien existe la iniciativa del Reino Unido de acoger 3 millones de hongkoneses a su territorio en pos de apoyo, no hay nada formal al respecto, además que el mismo mal manejo de la pandemia por parte de Boris Johnson en su país merma las ya pocas posibilidades de ayuda al respecto. La suerte de Hong Kong entonces parece estar echada. Probablemente quedará como uno de los últimos bastiones que defendieron el liberalismo en todas sus formas frente a los movimientos autoritarios que tanto han empezado a asolar nuestro mundo – alzando las banderas del nacionalismo – desde que la globalización empezó a perder fuerza la década pasada.

Que lo que está sucediendo en Hong Kong sirva de lección en nuestro país para desechar este tipo de movimientos que al final siempre terminan por imponerse a la fuerza, sin respetar las libertades democráticas. Lampadia

Un nuevo proyecto de ley de seguridad nacional para intimidar a Hong Kong

Más duro que las predicciones más sombrías

The Economist
2 de julio, 2020
Traducida y comentada por Lampadia

Un funcionario chino de Asenior lo llamó un “regalo de cumpleaños” para Hong Kong. Fue una elección escalofriante para el mayor golpe a las libertades del territorio desde que Gran Bretaña se lo devolvió a China en 1997. Cerca de la medianoche del 30 de junio, en vísperas de las celebraciones oficiales del aniversario de la entrega, China impuso un draconiano proyecto de ley de seguridad nacional en Hong Kong. Le da al gobierno de Beijing un poder absoluto para aplastar a los disidentes en el territorio utilizando su propia policía secreta e incluso sus propios tribunales.

La nueva ley se refiere a crímenes que involucran secesión, subversión, terrorismo y colusión con fuerzas extranjeras. La constitución posterior a la entrega de Hong Kong, la Ley Básica, había requerido que el territorio aprobara su propia legislación sobre tales delitos. Pero la oposición local había obstaculizado los esfuerzos del gobierno para hacerlo. Los disturbios durante el año pasado, que los funcionarios chinos llaman un intento de “revolución de color”, causaron que el Partido Comunista perdiera la paciencia. En mayo anunció que haría el trabajo por sí mismo.

La ley fue redactada en secreto por los legisladores de Beijing, ni siquiera el gobierno de Hong Kong mostró su contenido hasta que fue aprobado por el parlamento de China. Afortunadamente, no se puede usar para cobrar a las personas por cosas que hicieron antes del 30 de junio, o eso dicen los funcionarios. Pero por lo demás, es aún más intimidante de lo que la mayoría de la gente en Hong Kong había esperado.

El proyecto de ley podría dar lugar a cargos mucho más serios contra los manifestantes si participan en actividades que fueron comunes durante la reciente agitación.

  • Vandalizar el transporte público ahora podría tratarse como terrorismo.
  • Irrumpir en la legislatura o arrojar huevos a la oficina de enlace del gobierno central, como lo hicieron los manifestantes el año pasado, podría considerarse subversivo.
  • Solicitar la independencia de Hong Kong, como lo han hecho algunos manifestantes, podría invocar un cargo de secesión.
  • Alentar a los países extranjeros a imponer sanciones a China podría resultar en enjuiciamiento por colusión.

La sentencia máxima para las cuatro categorías de delitos es la vida en prisión.

Para supervisar la represión, el gobierno central abrirá una nueva “Oficina para salvaguardar la seguridad nacional”. Será la primera operación abierta en Hong Kong que involucrará a las fuerzas de seguridad civil del continente. También se creará un “Comité para la salvaguardia de la seguridad nacional” de formulación de políticas, dirigido por la directora ejecutiva del territorio, Carrie Lam. Incluirá un “asesor” designado por el gobierno central. Los juicios relacionados con la nueva ley serán presididos por jueces cuidadosamente seleccionados por el gobierno. El secretario de justicia puede permitirles prescindir de jurados y escuchar casos en secreto.

Lam dijo que la nueva ley apuntaría solo a “una minoría extremadamente pequeña de personas”. Para muchos hongkoneses, eso no es un consuelo. En casos “complejos” o “graves”, el proyecto de ley permite que las agencias de seguridad de China continental se hagan cargo. No estarán sujetos a la ley de Hong Kong. Incluso pueden llevar a los sospechosos a tierra firme para su juicio. Allí podrían enfrentar la ejecución.

No es solo el gran número de jóvenes manifestantes vestidos de negro a la vanguardia de los recientes disturbios los que deben preocuparse. La ley podría aplicarse a una amplia gama de actividades pacíficas. Por ejemplo, tomar parte en algo “ilegal” destinado a socavar el sistema comunista de China podría considerarse subversivo. Eso podría interpretarse como una manifestación antigubernamental que se lleva a cabo sin el permiso de la policía. Una persona que “conspira” con alguien en el extranjero para provocar “odio” en Hong Kong hacia el gobierno local o central podría ser acusada de colusión. El poder de interpretar estos términos recaerá en la legislatura de China. La ley puede afectar una amplia gama de otras libertades. Pide una “regulación” más fuerte de las escuelas, las universidades, las organizaciones sociales, los medios de comunicación e Internet.

También se aplicará a personas en el extranjero. Eso puede significar que, si se los considera sospechosos de cualquiera de estos delitos, podrían ser arrestados, en caso de que visiten Hong Kong. El proyecto de ley implica que las empresas extranjeras en Hong Kong podrían ser castigadas si ayudan a un país a aplicar sanciones contra China. EEUU está reflexionando sobre algunos. El 1 de julio, su Cámara de Representantes aprobó un proyecto de ley que exige sanciones contra los bancos que hacen negocios con funcionarios chinos considerados responsables de abusos contra los derechos humanos en Hong Kong. Es probable que la legislación se presente al Senado dentro de unos días.

Hong Kong ya siente el frío. Justo antes de que se aprobara la ley, Joshua Wong disolvió su partido, Demosisto, que había apoyado la autodeterminación para Hong Kong. Los cafés “amarillos” favorecidos por los manifestantes comenzaron a eliminar los mensajes prodemocráticos de sus ventanas. Algunos activistas cerraron sus cuentas de Twitter.

A pesar de la prohibición policial de protestas el 1 de julio y el riesgo de violar la nueva ley, miles de personas aún se reunieron para protestar. Las mujeres mayores entregaron carteles que decían “El cielo destruirá” al Partido Comunista. Pero el número de manifestantes fue mucho menor que en muchas de las protestas del año pasado. La policía arrestó a 370 participantes. Al menos diez fueron acusados de violar la ley de seguridad, incluido un hombre atrapado con una bandera independentista.

China tratará de asegurarse de que Hong Kong continúe prosperando, en particular impulsando su mercado de valores. Cerradas de las bolsas de valores estadounidenses en medio de las tensiones chino-estadounidenses, las empresas chinas recurren cada vez más al intercambio de Hong Kong a la lista. El índice de acciones subió más de 2.8% el 2 de julio, el primer día de negociación después de la publicación de la ley. Pero el futuro político del territorio es sombrío. El gobierno local dice que ha gastado US$ 6.29 millones para retener una compañía de relaciones públicas para ayudar a una campaña de “Relanzamiento de Hong Kong”. Su elección fue Consulum, una empresa que ha intentado ayudar a Arabia Saudita a mejorar su imagen autoritaria. Tendrá su trabajo cortado en Hong Kong. Lampadia




El liberalismo en América Latina

El liberalismo en América Latina

Un reciente artículo publicado por The Economist, que compartimos líneas abajo, esboza un breve pero muy ilustrativo recuento histórico del liberalismo en América Latina, cuyo origen se remonta con los movimientos independentistas a fines del siglo XVIII.

Lo relevante del artículo recae sobre las dos principales hipótesis que plantea respecto a por qué en nuestra región el liberalismo, en todas sus facetas (política, civil y económica) – a pesar de haber triunfado frente a varios regímenes militares nacionalistas de antaño – sigue mostrando claras señales de debilidad frente al atractivo de las ideas estatistas que prevalecen en la hegemonía intelectual de los movimientos de izquierda. A continuación algunas reflexiones en torno a ellas.

Respecto a la primera hipótesis, esto es, su incapacidad para deslindarse de un concepto por demás despectivo -el “neoliberalismo” – y acuñado por sus detractores para un movimiento político que tuvo  lugar en la segunda mitad del presente siglo, consideramos que en parte ello se debe a que los liberales no han sabido constatar que dicho término no contiene ninguna rigurosidad académica además que no han sabido rebatirlo con la base filosófica que en verdad sostiene el pensamiento liberal.

Si bien hubo reformas promercado en nuestra región denostadas como “neoliberales” en años pasados, muchas de estas no entrañaron por completo el pensamiento liberal, por dejar de lado ámbitos tan importantes como el laboral, el de educación, la salud y entre otros. Además en muchos casos acrecentaban el clientelismo político en desmedro de la competencia empresarial, otra característica que hace que dichas reformas sean incompatibles con el liberalismo clásico. Probablemente Chile sea el único país que ha podido profundizar más reformas verdaderamente liberales, sin embargo, el resto de la región, incluido nuestro país, está muy lejos de un liberalismo pleno en todos los ámbitos anteriormente expuestos.

Respecto a la segunda hipótesis que tiene que ver con que el liberalismo se ha difundido y cultivado básicamente en las clases medias altas, esta reflexión es acertada y en nuestro país inclusive se podría decir que este impulso aún en las clases altas es débil. Las fundaciones y think tanks que difunden el pensamiento liberal son sumamente escasos y sus contribuciones se circunscriben a las grandes empresas, recibiendo poca participación de las pequeñas y medianas. Desde Lampadia, somos conscientes de esta complicación y por ello siempre hacemos llamados constantes a la sociedad civil para donaciones que puedan sostener nuestros esfuerzos en el tiempo. En un ideal, se debería poder constituir una red de think tanks, con aportes de todo tamaño de empresa y de personas naturales, como es el caso del Instituto Mises y organismos similares en EEUU (ver Lampadia: La batalla de las ideas), que puedan rebatir constantemente las ideas populistas y demagógicas que dominan la discusión de nuestros líderes políticos y proponer medidas que vayan más acorde a la filosofía liberal. Como muestra The Economist, muchos de los ideales liberales, de haberse implementado décadas atras, habrían servido para paliar el impacto económico de una pandemia como la que acontece actualmente con el covid 19.

Esperamos que este artículo sirva de reflexión para todos aquellos pensadores y difusores del pensamiento liberal en nuestra región, de manera que acondicionen sus discursos a estas críticas que hace The Economist. Ello ayudará a que sus voces calen más en la mente de las personas que son finalmente las que escogen a los líderes políticos que implementan las reformas en los gobiernos. Lampadia

La luz parpadeante del liberalismo en América Latina

¿Las ideas liberales sufren en la región porque son importadas?

The Economist
18 de abril, 2020
Traducida y comentada por Lampadia

En “La luz que falló”, un influyente libro reciente, Ivan Krastev, un pensador político búlgaro, y Stephen Holmes, un profesor de derecho estadounidense, argumentan que el surgimiento de nacionalismos populistas en Europa central y oriental se debe en gran parte a la frustración con la forma en que se impuso el liberalismo en estos países después de la caída del Muro de Berlín en 1989. La práctica de copiar un modelo extranjero, presentado a los ciudadanos como si no hubiera otra alternativa, es humillante y niega las tradiciones e identidades nacionales, escriben. Para América Latina, su argumento plantea una pregunta interesante. También formó parte de la ola mundial de democratización en los años ochenta y noventa, y también ha visto un resurgimiento reciente de los nacionalismos populistas. Entonces, ¿los problemas del liberalismo en América Latina se deben a que es una importación extranjera, con pocas raíces locales?

La respuesta debe comenzar con la larga historia del liberalismo en América Latina, una región que ha visto olas de copia de ideas extranjeras y de su rechazo. Logró la independencia política hace dos siglos bajo las inspiraciones gemelas de la ilustración europea y el constitucionalismo y los valores republicanos del nuevo EEUU. Pero aquellos fundadores latinoamericanos que se propusieron construir naciones, devastadas por las guerras de independencia, sobre principios liberales, rápidamente se encontraron con crudas realidades locales de poder y desigualdad social y racial. Se rindieron ante los caudillos (hombres fuertes, a menudo militares), que encarnaban “la voluntad de las masas populares”, según Juan Bautista Alberdi, un teórico político argentino.

El liberalismo se hizo presente en la región desde mediados del siglo XIX hasta la década de 1930. Los gobiernos civiles, aunque a menudo elegidos fraudulentamente, se convirtieron en la norma. Suprimieron los privilegios de la iglesia y abrieron economías al mundo. Sin embargo, el liberalismo latinoamericano perdió su camino. En parte se transformó en positivismo, que exaltó la ciencia pero denigró la libertad, mientras que la industrialización planteó nuevos desafíos. Las nuevas sociedades de masas de la región se interesaron más en los derechos sociales que políticos o civiles. Líderes e intelectuales se embarcaron en la búsqueda de fórmulas nacionales “auténticas” que incorporaran culturas indígenas. Para México, el liberalismo europeo era “una filosofía cuya belleza era exacta, estéril y a la larga vacía”, se quejó Octavio Paz, poeta y pensador, en 1950.

El deseo de autenticidad nacional alcanzó su apogeo con la revolución cubana de 1959. Fidel Castro, su líder, afirmó estar en guerra contra el imperialismo estadounidense en nombre de la liberación nacional igualitaria. De hecho, para mantenerse en el poder se convirtió en el mayor imitador de todos, imitando servilmente a la Unión Soviética. Sus discípulos en otras partes se opusieron a dictadores militares de la derecha.

Los académicos desesperados comenzaron a argumentar que la herencia católica y corporativa de América Latina lo hizo impermeable al liberalismo. Sin embargo, el fracaso de las dictaduras, los nacionalistas y el castrismo trajeron a los liberales (que para entonces incluían a Octavio Paz) de regreso, con la democratización y las reformas económicas pro-mercado de los años ochenta. El logro liberal ha sido mixto y políticamente frágil. La democracia electoral y el gobierno constitucional generalmente se han mantenido. Pero la separación de poderes es a menudo más nocional que real. Los opositores del liberalismo en la izquierda han condenado sus recetas económicas, a menudo llamadas el “consenso de Washington”, como una importación extranjera, incluso si muchos han seguido siguiéndolas.

El liberalismo latinoamericano contemporáneo tiene dos debilidades. No ha logrado arrojar la caracterización condenatoria de que es un “neoliberalismo” despiadado. En parte, esto se debe a que algunos que se llaman a sí mismos “liberales” en América Latina (e Iberia) son de hecho conservadores, que se oponen a los esfuerzos para reducir las desigualdades inaceptables de las que se benefician. Segundo, el liberalismo genuino tiende a ser una reserva de una élite de clase media alta, con títulos de universidades extranjeras. No han logrado producir una nueva generación de líderes efectivos para reemplazar a aquellos que dirigieron la democratización.

Sin embargo, es el liberalismo el que está en mejores condiciones para proporcionar muchas de las cosas que los latinoamericanos quieren: sistemas de justicia que controlen a los poderosos; igualdad de oportunidades; el bien público en lugar de la protección del privilegio privado; mejores servicios públicos a un costo fiscal asequible; la defensa de los derechos y la tolerancia de las minorías frente a la intolerancia religiosa renovada; y ciencia en lugar de charlatanería ideológica. El covid-19 hace que todas estas cosas sean más urgentes. Esta debería ser la hora del liberalismo latinoamericano. Lampadia




La calle atormenta América Latina

La calle atormenta América Latina

Las recientes protestas en buena parte de América Latina han significado un duro golpe a la derecha política gobernante e inclusive la ha lanzado a implementar ciertas políticas públicas, que fuera de constituirse como soluciones a los problemas económicos y sociales que subyacen en tales países, son meramente placebos y populismos para calmar la violencia.

Fijación e incrementos de salarios mínimos, permanencia de los subsidios en las tarifas de los servicios públicos, topes a los costos de los medicamentos, entre otras medidas reflejan cómo las ideas del liberalismo poco a poco van perdiendo terreno frente a un intervencionismo en los mercados hechos para satisfacer a un populorum que reclama cambios al “modelo” imperante en sus países.

Esta problemática es muy bien descrita en un reciente artículo de The Economist que compartimos líneas abajo, en el cual se incide sobre la aguda debilidad de los gobiernos frente a estas manifestaciones. Ello, en un contexto de desaceleración económica y escándalos de corrupción, no vaticinaría buenos visos para el futuro inmediato de la región.

Como se deja entrever del análisis The Economist, el Perú ha quedado exento, por el momento, de manifestaciones tan violentas como las acaecidas en Chile, exceptuando las recientes protestas de los colectiveros en la capital, porque el presidente Vizcarra ha evitado emprender las reformas estructurales que el país necesita pero que son impopulares frente al ojo público. Aquí se encuentra por ejemplo la reforma laboral, que lejos de concretarse, se la apuñala con un anuncio de incremento del salario mínimo que se hará efectivo a inicios del próximo año.

Dado que el populismo es lo único que mantendría los índices de aprobación de Vizcarra, sería solo cuestión de tiempo para que el descontento de la población aflore por el frenazo por el que se encuentra pasando la economía peruana. Ojalá que esto, solo por mera imitación de los del vecindario de la región, no se concrete en manifestaciones violentas y más bien llame la atención a la administración de gobierno actual para retomar la agenda del desarrollo que requiere el Perú. Lampadia

La calle desafía a los políticos de América Latina

La región sufre un caso agudo de descontento que está barriendo el mundo

The Economist
30 de noviembre, 2019
Traducido y comentado por Lampadia

Otra semana, y otro país latinoamericano está en la calle. Ahora es Colombia, donde se han producido grandes protestas desde el 21 de noviembre. En otros lugares, las manifestaciones han sido provocadas por cosas específicas, incluso si las demandas de los manifestantes iban más allá de ellas: aumentos en las tarifas del metro en Chile y los precios del combustible en Haití y Ecuador, y fraude electoral en Bolivia. Pero en Colombia solo hay un sentimiento generalizado de descontento con un gobierno impopular. Ha llevado a grupos dispares a las calles, desde estudiantes, sindicalistas y activistas indígenas y homosexuales hasta arqueólogos contra la minería. Un estado de ánimo similar prevalece en gran parte de la región. Cuanto más se prolongue, más puede paralizar a los gobiernos.

Las protestas no carecen de precedentes ni se limitan a América Latina. A principios de la década de 2000, los gobiernos elegidos fueron derrocados en Argentina, Ecuador y Bolivia (dos veces, en desórdenes liderados por Evo Morales, quien acaba de sufrir el mismo destino). Grandes protestas surgieron de casi nada en Brasil en 2013.

Como en 1968, este es un momento de descontento global, pero es particularmente intenso en América Latina. Las protestas no son su única manifestación. La ira popular apareció el año pasado en victorias electorales para populistas contrastantes, Jair Bolsonaro en Brasil y Andrés Manuel López Obrador en México. La tendencia general de las recientes elecciones latinoamericanas ha sido la derrota de los titulares, confirmada en el regreso del peronismo en Argentina en octubre. En Uruguay, Luis Lacalle Pou, de centro-derecha, parece haber terminado 15 años de gobierno de centro-izquierda en una elección presidencial el 24 de noviembre.

Las causas de este mal humor incluyen el estancamiento o la desaceleración económica, la disminución de oportunidades y el miedo a volver a caer en la pobreza en medio de una persistente desigualdad profunda. La brecha entre ricos y pobres no se ha ampliado en América Latina, pero se ha vuelto más visible. Tomemos a Chile, donde Costanera Center, un centro comercial construido alrededor de una torre de oficinas de 64 pisos en Santiago, ha sido objeto de ira. “Una persona que gana 300,000 pesos [US$ 375] al mes ve un bolso que cuesta 4 millones de pesos”, dice Marta Lagos, de Mori Chile, una encuestadora. Ferraris y Maseratis han llegado, sus propietarios aparentemente ajenos a las viviendas deficientes, los autobuses superpoblados y la atención médica irregular.

La clase política de América Latina ha sido desacreditada por la corrupción y los escándalos de financiamiento de campañas. Estos también son más visibles que en el pasado, gracias a fiscales más combativos, periodistas de investigación, denunciantes y leyes de libertad de información. En otras palabras, el crecimiento de la transparencia ha superado al de la buena gobernanza. Los partidos políticos, muchos de los cuales están debilitados y fragmentados, han dejado de hacer su trabajo fundamental de canalizar el descontento. En resumen, los políticos han sido dominados por la calle.

El diagnóstico es fácil, pero encontrar una cura será mucho más difícil, como están descubriendo los gobiernos. Muchos de los problemas tienen raíces profundas y sus soluciones son a largo plazo. Un mayor crecimiento, impuestos más progresivos, salarios mínimos más altos y una mejor provisión social calmarían el descontento. El problema es que el crecimiento depende de aumentar la productividad, lo que requiere reformas impopulares. Y las élites conservadoras se resisten a pagar más impuestos. La izquierda en Chile y Colombia se queda en la calle para ganar más concesiones. En 1968, el desorden global prolongado terminó en una reacción conservadora. Ese riesgo es especialmente alto en Chile, donde continúan el saqueo y el vandalismo.

La respuesta oficial inmediata ha sido correr para cubrirse. En Ecuador, el gobierno de Lenín Moreno canceló el aumento del precio del combustible y está luchando para obtener el consentimiento del Congreso para moderados aumentos de impuestos. El gobierno de Chile está luchando contra una acción de retaguardia contra las demandas de un gasto público mucho mayor. En Colombia, el presidente Iván Duque puede alejarse de las reformas laborales y de pensiones debatidas. En Brasil, Bolsonaro pospuso un proyecto de ley que recortaría los salarios y los empleos en el sector público inflado por temor a que pudiera desencadenar protestas.

La reforma rara vez ha sido fácil en América Latina. Más presidentes pueden imitar a Martín Vizcarra en Perú. En 20 meses en el cargo, eludió decisiones impopulares, como aprobar una gran mina. Montando una ola de ira antipolítica, cerró un congreso “obstructivo”. Junto con López Obrador, es uno de los cuatro únicos presidentes latinoamericanos con un índice de aprobación de más del 50%. Los gestos agradables para la multitud pueden calmar las calles. Posponen el descontento, pero no lo disminuirán. Lampadia




Ni la historia, ni la libertad tienen fin

Ni la historia, ni la libertad tienen fin

Fausto Salinas Lovón
Desde Cusco
Exclusivo para Lampadia

En las últimas semanas, algunos émulos de Fukuyama, anuncian el fin del liberalismo en ensayos y columnas, que “followers” comparten en las redes sociales. Stiglitz, para diferenciarse habla más bien del “fin de neoliberalismo y del renacimiento de la historia”. AMLO, el otoñal gobernante mexicano que habla de “Economía Moral” y otorga al mismo tiempo un inmoral asilo al tramposo Evo Morales, también pontifica acerca del fin del neoliberalismo.

Todos los que escriben, y los que comparten, olvidan que ni la historia, ni la libertad tienen fin. Ignoran algo que es aún más importante: que las expresiones sociales de los últimos días en Ecuador, Chile, Bolivia y Colombia, y las que sigan, pese a que en varios casos estén influenciadas y auspiciadas por agitadores internacionales, sólo son posibles porque los que protestan son ciudadanos libres. Así es, por paradójico que parezca, las protestas sociales que sacuden parte de América Latina solamente son posibles porque aun existen ciudadanos libres en esos países.

Los indígenas ecuatorianos eran libres de expresarse y de excederse como lo han hecho en su absurda protesta contra un incremento del precio de los combustibles que buscaba frenar el contrabando a los países vecinos como el Perú. Eran libres de seguir o no a sus dirigentes radicalizados o de quedarse en sus casas, aun cuando a estos niveles de organización social existan ciertas formas de coacción grupal. Sin embargo, difícilmente es posible pensar que indígenas y jóvenes ecuatorianos hayan quedado exentos del libre albedrío, para hacer lo que han hecho.

Los niños bien de América Latina, los chilenos, son libres de expresarse hasta el punto de destruir todo aquellos que los hacía creerse superiores al resto de los latinoamericanos. Aun cuando algunos de ellos coreen que son hijos de Fidel, Chávez o del Che Guevara y lo hagan precisamente porque son libres de expresarse sin ir a ejecución extrajudicial, saben perfectamente que en Santiago, Concepción o Valparaíso no correrán la suerte de los jóvenes, estudiantes y homosexuales que han perecido en manos de aquellos cuyos nombres invocan.

Los ciudadanos bolivianos, pese a 12 años de asfixia populista, encontraron espacios para la libertad y repudiaron el fraude escandaloso de Evo Morales. Fue su deseo de ser libres el que los impulsó a protestar a riesgo de su vida. Inclusive, aunque parezca paradójico y contradictorio, los vándalos del MAS (el partido de Evo Morales), a quienes el autócrata insta a protestar para “dejar sin comida a las ciudades”, lo hacen porque son seres libres de hacerlo o no. Son irresponsables y cometen un crimen al atentar contra sus semejantes para defender a un autócrata cobarde que renuncio y huyó, pero son libres de hacer lo que están haciendo.

Quienes ayer han protestado en algunas ciudades de Colombia, siguiendo los dictados e instigaciones de los propulsores de la “brisa boliviariana”, no son robots que actúen bajo el impulso del combustible venezolano. Son ciudadanos libres, libres también de equivocarse y hacerle el juego a la estupidez latinoamericana.

A todos ellos, los relatos colectivos les hacen creer que actúan movidos por propósitos colectivos superiores, afanes de justicia, propósitos morales superiores a lo material o deseos de equidad. Esos relatos no les dicen que actúan, ante todo, porque son libres y porque su libertad les permite salir a las calles a expresarse, a protestar, a confrontar y hasta a destruir. El relato les oculta que sin libertad no podrían salir a pedir justicia, equidad o bienestar. El relato les oculta que la verdadera chispa que hay detrás de todo es su libertad individual. Obviamente, el relato les oculta con más celo todavía, que el uso irracional e irresponsable de la libertad que hemos visto en Chile, en Ecuador y en las hordas del MAS boliviano, los puede conducir por “el Camino de la Servidumbre” del cual ya advirtió Hayek al mundo entero y que la espontaneidad del orden social también puede generar el caos y el desorden.

Mientras haya seres humanos en este mundo habrá libertad y mientras haya deseos de libertad, habrá liberalismo, que no es otra cosa que el culto a la libertad personal y el repudio a la coacción injustificada. Hablar entonces del fin de la historia, de su renacimiento o del fin del neoliberalismo es un relato más que no se condice con una realidad como la latinoamericana donde sus ciudadanos, ejercen, hoy más que nunca, su libertad.

La responsabilidad, que es la otra cara de la moneda, los llevará más temprano que tarde, a asumir las consecuencias del ejercicio absurdo, violento y destructivo de la libertad. Cuando tengan que seguir pagando tributos en Ecuador para compensar el drenaje de recursos que generan los subsidios a los combustibles, cuando tengan que demorar como en el resto de américa latina más tiempo en llegar a sus universidades o centros de trabajo por la inoperatividad de las estaciones de metro destruidas en Santiago o cuando deben confrontar la cárcel por incendiar plantas de hidrocarburos para buscar el retorno del autócrata boliviano, estos ciudadanos latinoamericanos entenderán que la libertad nos permite hacer muchas cosas, inclusive ser estúpidos. Y que esa tendencia o propensión natural, no tiene fin, a pesar de lo que se diga en las redes sociales. Lampadia




Las causas de las protestas en la región

Las causas de las protestas en la región

A propósito de la persistente oleada de marchas sociales que acontecen en nuestra region, siendo Chile el punto focal de ellas, compartimos a continuación un reciente artículo publicado por The Economist que analiza estas problemáticas a la luz de similares experiencias sucitadas también en los últimos meses en el Asia emergente y el Medio Oriente.

Lo rico de la evaluación de The Economist es que atribuye como causales de tales movimientos no solo factores económicos, sino también demográficos, sociológicos e inclusive conspiranoicos. En esta era de la post-modernidad y de la malinformación, se hace cada vez más necesario complementar la evidencia empírica del progreso económico del mundo libre con herramientas provenientes de otras ciencias sociales y de la filosofía moral, de manera que se puedan combatir los drivers emocionales que impulsan el {exito de los nefastos discursos que dramatizan de manera extrema las diferencias en los ingresos al interior de las sociedades.

El caso de Chile debe ciertamente llamar la atención hacia ello. A pesar de ser el país con mayor movilidad social dentro de la OCDE y haber experimentado una resiliente caída de la desigualdad intergeneracional en los últimos años (ver Lampadia: Chile en la mira), el discurso  altamente engañoso de la izquierda logró calar en las mentes de una proporción menor de chilenos – pero suficiente para asaltar y vulnerar infraestructura – de que la situación en realidad era la contraria. Eso puede haber estado potenciado no solo por la ignorancia respecto del exitoso modelo de desarrollo de Chile sino también por una población todavia joven, característica en estas marchas y altamente reaccionaria, frente a la presencia de redes sociales que amplifican cualquier tipo de opinión que explota la desigualdad.

Se hace imperativo tener en cuenta estos procesos que dominan nuestra región si realmente queremos que el liberalismo se incruste en las mentes de más personas y lo defiendan. El respecto irrestricto de los derechos de propiedad, de la vida y la libertad, no solo son importantes por el progreso económico que motivan sino porque moralmente son superiors a cualquiera de las alternativas interventoras que propone el progresismo cultural o la izquierda radical. He aquí la clave para lograr que las ideas de la libertad tengan buen cauce no solo en Latinoamérica sino también en el mundo desarrollado, que curiosamente habiendo sido  primigeniamente libre, se ha bifurcado hacia el populismo de derecha por un lado (EEUU y Gran Bretaña) y a la socialdemocracia por otro (países europeos). Lampadia

Todos queremos cambiar el mundo
La economía, la demografía y las redes sociales solo explican en parte las protestas que afectan a tantos países en la actualidad

Las teorías individuales luchan por explicar las manifestaciones en todo el mundo

The Economist
16 de noviembre, 2019
Traducido y comentado por Lampadia

Es difícil mantenerse al día con los movimientos de protesta en todo el mundo. En las últimas semanas, grandes manifestaciones antigubernamentales, algunas pacíficas, otras no, han obstruido carreteras en todos los continentes: Argelia, Bolivia, Gran Bretaña, Cataluña, Chile, Ecuador, Francia, Guinea, Haití, Honduras, Hong Kong, Irak, Kazajstán, Líbano , Pakistán y más allá.

No desde que una ola de movimientos de “poder popular” arrasó los países asiáticos y de Europa del Este a fines de los años ochenta y principios de los noventa, el mundo ha experimentado un flujo simultáneo de ira popular. Antes de eso, solo el malestar global de fines de la década de 1960 tenía un alcance similar.

Esas oleadas de protestas anteriores no fueron tan coherentes y conectadas como a veces se representan. Los disturbios de fines de la década de 1960 abarcaron desde luchas de poder intrapartidales en China hasta el movimiento por los derechos civiles y las protestas contra la guerra de Vietnam y la dominación soviética de Europa del Este. Y las revoluciones del poder popular de 20 años después, en países tan contrastantes como Birmania y Checoslovaquia, estaban tan marcados por sus diferencias como por sus similitudes.

Aun así, los movimientos de hoy parecen sorprendentemente desconectados y espontáneos. Algunos temas surgen repetidamente, como el descontento económico, la corrupción y el presunto fraude electoral, pero esto parece más una coincidencia que una coherencia. Las causas iniciales de las protestas difícilmente podrían ser más variadas: en Líbano, un impuesto a las llamadas telefónicas a través de servicios como WhatsApp; en Hong Kong, leyes propuestas que permiten la extradición de sospechosos criminales a China; en Gran Bretaña, un gobierno se inclinó por el Brexit.

Ansiosos por imponer un patrón en estos eventos aparentemente aleatorios, los analistas han presentado tres categorías de explicación. Estos son económicos, demográficos y conspiradores.

Las explicaciones económicas hacen gran parte de la forma en que los golpes aparentemente menores al nivel de vida (un aumento del 4% en las tarifas del metro en Chile, por ejemplo) resultaron ser la gota que colmó el vaso para las personas que luchan por sobrevivir en sociedades cada vez más desiguales [SIC]. Para la izquierda, este es solo el último paroxismo de un capitalismo disfuncional y condenado. Como lo expresa un diario socialista australiano: “Durante más de cuatro décadas, país tras país ha sido devastado por políticas neoliberales diseñadas para hacer que la masa de trabajadores y los pobres paguen por lo que es una crisis creciente en el sistema”. Incluso los fanáticos de los mercados libres ven la creciente desigualdad como una causa de ira concertada, con Chile, uno de los países más desiguales y en mejor situación económica del mundo, a menudo citado como un ejemplo.

La explicación demográfica señala que los jóvenes tienen más probabilidades de protestar, y el mundo todavía es bastante joven, con una edad promedio de 30 años y un tercio de las personas menores de 20 años. Niall Ferguson, un historiador, ha trazado paralelos con la década de 1960 cuando, como ahora, había un “exceso de jóvenes educados” debido a un auge en la educación terciaria, produciendo más graduados que empleos para ellos.

En cuanto a las conspiraciones, a los gobiernos les gusta insinuar que las fuerzas externas siniestras están agitando las cosas. El Ministerio de Relaciones Exteriores de China sugirió que las protestas en Hong Kong fueron “de alguna manera el trabajo de los EEUU”. En América Latina se susurra que los regímenes socialistas en Cuba y Venezuela han fomentado los disturbios en otros lugares para distraer la atención de sus propios problemas.

Los factores económicos y demográficos e incluso la intromisión externa han provocado algunas protestas. Pero ninguna de estas teorías es universalmente útil. La economía mundial no se parece en nada a los problemas de hace una década, cuando menos personas salieron a las calles. Y, para volver al ejemplo de Chile, Tyler Cowen, economista de la Universidad George Mason, ha señalado que la desigualdad de ingresos allí en realidad se ha reducido. Tampoco es una protuberancia juvenil una explicación satisfactoria. Muchos de los manifestantes (en Gran Bretaña y Hong Kong, por ejemplo) están canosos. En cuanto a la intromisión extranjera, nadie culpa seriamente a un cerebro global por los disturbios.

Otros tres factores llenan algunos de los vacíos que dejan estas explicaciones. Uno, poco mencionado, es que, a pesar de todos sus peligros, la protesta puede ser más emocionante que el trabajo pesado de la vida diaria, y cuando todos los demás lo hacen, la solidaridad se convierte en la moda. Otra es que los teléfonos inteligentes omnipresentes facilitan la organización y el mantenimiento de las protestas. Las aplicaciones de mensajería cifradas permiten a los manifestantes mantenerse un obstáculo por delante de las autoridades. Tan pronto como un “himno” especialmente escrito para los manifestantes de Hong Kong entró en línea, los centros comerciales se detuvieron por entregas masivas aparentemente no planificadas.

El tercer factor es la razón obvia para demostrar que los canales políticos convencionales parecen estériles. A fines de la década de 1980, los objetivos habituales de los manifestantes eran gobiernos autocráticos que permitían, en el mejor de los casos, elecciones falsas. Sin un voto libre, la calle era la única forma de ejercer el “poder del pueblo”. Algunas de las protestas de este año —por ejemplo, contra Abdelaziz Bouteflika en Argelia y Omar al-Bashir en Sudán— son similares. Pero las democracias que aparentemente funcionan bien también se han visto afectadas.

Por varias razones, las personas pueden sentirse inusualmente impotentes en estos días, creyendo que sus votos no importan. Uno es un enfoque creciente en el cambio climático. El movimiento Rebelión de la Extinción de campañas disruptivas de desobediencia civil ha impactado en países como Gran Bretaña y Australia. Las emisiones de carbono exigen soluciones internacionales más allá del alcance de un gobierno, y mucho menos de un voto.

Además, las redes sociales, más allá de facilitar las protestas, pueden estar alimentando la frustración política. Su uso tiende a crear cámaras de eco y, por lo tanto, aumenta la sensación de que los poderes fácticos “nunca escuchan”. Un fenómeno quizás relacionado es el debilitamiento de la negociación en el corazón de la democracia al estilo occidental: que los perdedores, que pueden representar la mayoría del voto popular, aceptarán el gobierno de los ganadores hasta las próximas elecciones. Los millones en las calles no aceptan la paciencia que exige el intercambio.

Es probable que ninguna de estas tendencias se revierta pronto. Entonces, a menos que los manifestantes se den por vencidos por la frustración, esta ola de protesta puede ser menos precursora de una revolución global que el nuevo status quo. Lampadia




El legado del liberalismo de Margaret Thatcher

Como hemos advertido previamente en Lampadia: Trampa ideológica, política y académica, en los últimos años la producción de artículos con sesgos antiglobalización y anticomercio ha crecido formidablemente, ahora, a cargo de prestigiosos académicos. Ello no debería terminar por nublar nuestro entendimiento de que ambos procesos generan desarrollo. Al respecto, queremos hacer referencia a uno en particular publicado recientemente en la revista Project Syndicate (ver artículo líneas abajo) y analizarlo a la luz de la evidencia empírica presentada en nuestras publicaciones previas.

En esta ocasión, el ataque se enmarca en una fuerte crítica de lo que su autora, Paola Subacchi – profesora visitante de la Universidad de Bolonia – denomina como “thatcherismo”, que es básicamente el conjunto de lineamientos de política que implementó la primera dama del Reino Unido, Margaret Thatcher, a finales de la década de los 70 en su país, caracterizado por una reducción notable del tamaño del Estado en la economía y por la ejecución de reformas a favor del libre mercado y de la iniciativa privada. Como señala Subacchi, fue tal la influencia de Thatcher en la política internacional que no solo países desarrollados como EEUU -con el entonces presidente Reagan- y Alemania adoptaron su enfoque sino que su filosofía se extendió masivamente alrededor del mundo, alcanzando inclusive a los países emergentes.

La tesis central de la crítica de la mencionada académica sostiene que, si bien las políticas introducidas por Thatcher han aportado en diseminar el comercio internacional a un sinnúmero de países y a generar cierto consenso en torno a la mejor manera de hacer política macroeconómica de corto plazo, tanto fiscal como monetaria, no abordan por sí solas el impacto que genera la globalización en la desigualdad al interior de los países tanto desarrollados como emergentes. Asimismo, destaca con especial animadversión la desregulación financiera – introducida por las políticas thatcherianas – como principal causante de la crisis financiera del 2008.

Al respecto tenemos tres atingencias que señalar para rebatir dichos argumentos:

  • En primer lugar,  Subacchi descalifica el enfoque adoptado por Thatcher, sin considerar el adverso contexto económico, político y social que enfrentaba el Reino Unido de finales de los 70, el cual fue determinante para su ascenso al poder como primera ministra. El país no solo enfrentaba una aguda crisis económica, que terminó con un préstamo otorgado por el FMI, sino también por una crisis política reflejada en un Partido Laborista, que había dominado toda la escena política en el período de la posguerra y cuyas políticas de corte socialista sólo habían generado trabas en la economía. Como la historia demostró después, la salida de la crisis del Reino Unido gracias a las reformas de mercado emprendidas por Thatcher – que no menciona Subacchi – explican gran parte de su éxito en la adopción de su filosofía política en Occidente. Esta es una primera falla de comunicación que comete Subacchi en su argumentación.
  • En segundo lugar, no es cierto que la globalización ha generado un aumento notable de la desigualdad al interior del mundo desarrollado, ni en el Tercer Mundo. Por el contrario, como hemos explicado en Lampadia: Trampa ideológica, política y académica, Retomemos el libre comercioOtra mirada al mito de la desigualdad, no solo EEUU ha experimentado un aumento nada despreciable de los ingresos familiares –51% entre 1979 al 2014- sino que más de la mitad de la clase media en América Latina se ha duplicado en la última década, gracias al crecimiento económico impulsado por la globalización y el libre comercio. Dada la evidencia, es hasta irresponsable darle la espalda a ambos procesos que han generado un círculo virtuoso de prosperidad para todos estos países.
  • Y finalmente, no es cierto que la desregulación financiera fue la principal causante de la crisis financiera del 2008. Como otrora en 1963, el economista anarcocapitalista Murray Rothbard demostrara en su obra seminal “America’s Great Depression” que la crisis del crack del 29, fue inducida por la política monetaria y no por el mercado de valores, las causales de la crisis del 2008 también pueden ser explicadas en los mismos términos. Fue, pues, la expansión monetaria inducida por la FED, a través de recortes sucesivos de tasas en los 6 años previos a la crisis, las que indujeron a la economía estadounidense a operar fuera de sus límites de equilibrio, precipitando en el 2008, una crisis financiera de enormes magnitudes. No se puede hablar de un desregulación financiera per sé, cuando la oferta de dinero se determina endógenamente ante movimientos de la tasa de interés generados por una entidad estatal.

En conclusión, no es la globalización la que genera los problemas de distribución del ingreso y menos las llamadas crisis del capitalismo. Por el contrario, de no ser por este proceso, el crecimiento económico mundial probablemente solo hubiera podido beneficiar a aquellos países que llegaron primero a los estratos altos de la distribución del ingreso, mientras que aquellos emergentes seguirían en niveles muy bajos en cuanto a PBI per cápita.

Y en lo que respecta a Margaret Thatcher, fue gracias a su vehemencia e insistente entrega, que las políticas en torno al libre mercado, la globalización y el libre comercio siguen teniendo vigencia en Occidente y en muchos países de nuestra región, aún con todos los ataques que siguen recibiendo en el día a día desde todos los flancos de la sociedad. Nosotros seguiremos en esta cruzada a favor de ellas. Lampadia

El Camino desde el Thatcherismo

Este año se cumplen cuatro décadas desde que Margaret Thatcher llegó al poder como la primera mujer en ocupar el cargo de primera ministra de Gran Bretaña, inaugurando una era de fundamentalismo de mercado que aún hoy sigue presente. ¿Por qué una ideología tan obviamente agotada mantiene su control sobre los responsables políticos en todo el mundo?

Paola Subacchi
Project Syndicate
15 de febrero, 2019 
Traducido y glosado por Lampadia

Los últimos años, con el auge del populismo en todo el mundo desarrollado, han parecido el fin de una era. Esto es quizás lo más cierto de la economía, donde la revolución del libre mercado que surgió hace cuarenta años ahora parece haberse desvanecido en denuncias, dudas y recriminaciones.

En mayo de 1979, Margaret Thatcher se convirtió en la primera mujer en ocupar el cargo de primera ministra de Gran Bretaña, después de haber sido elegida líder por el Partido Conservador cuatro años antes. A pesar de ser rechazado inicialmente por muchos de sus colegas masculinos, Thatcher se convertiría en una de las líderes políticas más influyentes y controvertidas de la historia.

Cuando Thatcher llegó al poder, fue la primera líder nacional de una gran economía desde el final de la Segunda Guerra Mundial en exigir un papel más pequeño para el estado y un papel más importante para el mercado. Su gobierno inauguró una nueva era de formulación de políticas económicas guiada por el principio de laissez-faire.

En breve, la administración entrante de Ronald Reagan en los Estados Unidos adoptó un enfoque similar. Al igual que el Thatcherismo, el Reaganismo se basó en la idea de que los mercados siempre lo resuelven mejor. Después de la estanflación y aparente ruptura del consenso keynesiano de la posguerra en la década de 1970, la marca del fundamentalismo de mercado de Thatcher y Reagan, que pronto se conoció como neoliberalismo, se arraigó y se extendió a los países desarrollados y en desarrollo.

A pesar de varias mutaciones a lo largo de los años, los principios fundamentales del neoliberalismo (privatización, desregulación de los mercados de productos y trabajo, bajos impuestos, libre comercio y liberalización del mercado de capitales) siguen siendo los mismos. Y, no por casualidad, las décadas de su reinado han estado marcadas por la inestabilidad financiera, la creciente desigualdad y, en última instancia, el descontento político. Con la aceleración del cambio tecnológico junto con los grandes cambios en el orden económico mundial, existe una demanda creciente de políticas de ingresos, mercado laboral e industriales más activas. Pero el Thatcherismo sigue estando muy presente entre nosotros.

La confianza cerebral

Cuando Thatcher llegó al poder, Gran Bretaña estaba profundamente dividida y sometida a una economía en crisis. Era considerado como el “enfermo de Europa”. Luego, en 1976, la libra esterlina se desplomó alrededor de un 25% frente al dólar, lo que obligó al gobierno a pedir prestamos Fondo Monetario Internacional.

Este episodio socavó gravemente la credibilidad del Partido Laborista como un administrador competente de la economía. Durante el ‘invierno de descontento’ en 1978, las huelgas del sector público pusieron al país de rodillas. Los votantes estaban listos para el cambio, y Thatcher estaba lista para aprovechar la oportunidad con el mensaje poderoso y conciso “El laborista no está dando resultados”.

Una vez en el cargo, Thatcher siguió una política económica “neo-conservadora” que se había forjado en los think tanks a favor del mercado, como el Institute of Economic Affairs (IEA) en Gran Bretaña y la Fundación Heritage en los EEUU.

Thatcher confió en los economistas de la IEA que habían sido fuertemente influenciados por Friedrich Hayek y Milton Friedman.

El tiempo de TINA

Thatcher presentó su nueva agenda conservadora como una respuesta práctica a circunstancias dramáticas. En Gran Bretaña, se necesitaba reducir la inflación, aumentar el empleo e impulsar el crecimiento económico. El enfoque de Thatcher se volvió casi inevitable, lo que se reflejó en su famoso eslogan: “No hay alternativa” (There is no alternative, o TINA, como se hizo ampliamente conocido).

La solución de Thatcher para los problemas económicos de Gran Bretaña fue reducir el gasto público y los programas de asistencia social, frenar el poder sindical, restringir los salarios, privatizar las empresas de propiedad pública y recortar los impuestos. [Y que tuvo buenos resultados ya que se salió exitosamente de la crisis económica].

Para 1989, los ingresos de la privatización ascendieron a £ 24 mil millones ($ 49 mil millones). Pero en lugar de invertir estos fondos en educación y desarrollo del país, Thatcher los utilizó para financiar más recortes de impuestos. A finales de la década de 1980, los altos ingresos que habían pagado un impuesto del 83% sobre su ingreso marginal, en 1979 pagaban solo el 40%.

Desde entonces, el paradigma de los mercados eficientes dominó casi todos los debates de política económica en Occidente. En el Reino Unido, las políticas a favor del mercado y la probidad fiscal se convirtieron en una realidad en todo el espectro político. En Gran Bretaña, un gobierno laborista del Primer Ministro Tony Blair fue responsable de la desregulación del sector financiero. En los Estados Unidos, el presidente Bill Clinton, un demócrata, hizo lo mismo con Wall Street y recortó los beneficios de asistencia social. Y en Alemania, los socialdemócratas del canciller Gerhard Schröder impusieron un tope al crecimiento salarial [origen del éxito económico de Alemania].

Beneficios y pauperización

Y, sin embargo, en la patria de la revolución neoliberal, el neoliberalismo no logró un crecimiento más fuerte. Entre 1980 y 1989, el PBI real anual (ajustado por inflación) creció en promedio un 2,6%, tal como lo había hecho entre 1970 y 1979. Lo que sí cambió fue la distribución del producto, y no para mejorar. En la década de 1980, el PBI per cápita apenas aumentó, después de haber crecido alrededor del 50% entre 1958 y 1973. El coeficiente de Gini del Reino Unido (donde 0 representa la igualdad absoluta y 1.0 significa que una sola persona posee todo) aumentó de 0.25 en 1979 a 0.32 en 1992.

Durante este período, Gran Bretaña, como los EEUU, estaba atravesando un cambio estructural. En 1948, el 42% del PBI del Reino Unido provino de la manufactura y el 15% de los servicios; sin embargo, en la actualidad, los servicios representan alrededor del 79% del PBI, en comparación con solo el 15% de la manufactura.

Técnicamente, el neoliberalismo, a través de la desregulación y la sindicalización del mercado laboral, ha ayudado a lograr el pleno empleo, que fue el objetivo principal de las políticas keynesianas de posguerra que Thatcher, Reagan y sus seguidores dejaron de lado. Pero no ha llevado a una prosperidad generalizada ni a una distribución más justa de los recursos. De hecho, los trabajadores se encuentran cada vez más atrapados en la pobreza como resultado de los bajos salarios y los altos costos de vida.

En el Reino Unido, la desigualdad agregada no ha aumentado significativamente en las últimas décadas, por lo que el coeficiente de Gini del país está alineado con el promedio de la OCDE, y solo ligeramente por debajo del promedio en relación con la UE.

Haciendo al mundo un espacio del deudor

En general, las sociedades que han abrazado el neoliberalismo se han dividido cada vez más en términos de poder económico, influencia, educación y salud. Esto, a su vez, ha producido una profunda polarización política y una sensación de falta de poder e inseguridad generalizadas. Si la ingeniería social, la pesadilla de la nueva agenda conservadora, fue en realidad el objetivo final, ha sido un éxito rotundo.

Aunque esa agenda a menudo se asocia con el libre comercio y la integración en el mercado internacional (es decir, la globalización), su principal imperativo siempre ha sido la desregulación financiera. Desde la revolución de Thatcher, la ingeniería financiera, en lugar de la política social, se ha mantenido como la única solución para fallas de mercado masivas como las descritas anteriormente.

Además, después del impulso de Thatcher por la desregulación financiera, un enorme auge de los préstamos facilitó el examen de los problemas emergentes. Si bien los ingresos se quedaron por detrás del crecimiento de la productividad, las personas pudieron obtener préstamos para comprar casas y luego financiar el gasto de los hogares. Por lo tanto, en el momento de la crisis del 2008, la deuda de los hogares británicos había alcanzado el 160% de los ingresos, en comparación con el 100% de la década anterior; hoy en día, se mantiene en torno al 130%.

Desde entonces, la liberalización de la cuenta de capitales, junto con la privatización y los profundos recortes en el gasto público, han llegado a resumir los programas del FMI para los países que necesitan apoyo financiero. El llamado Consenso de Washington exportó la austeridad de Thatcher y los recortes de impuestos de Reagan al resto del mundo, imponiendo políticas de libre mercado a los países en desarrollo que luchan con los problemas de la balanza de pagos.

El legado global del thatcherismo

El récord internacional del thatcherismo es mixto. La expansión del comercio en las últimas cuatro décadas ha contribuido inequívocamente al crecimiento económico y al desarrollo en todo el mundo. Y los marcos macroeconómicos que comprenden bancos centrales independientes, una política fiscal prudente y una buena gobernanza han sustentado la estabilidad y el crecimiento en muchos países.

El problema es que estos marcos no abordan el impacto distributivo de la globalización. [Falso, excepto en el análisis parcial en los propios países más ricos]. Después de Thatcher, la opinión predominante ha sido que los gobiernos no deberían intervenir para corregir las fallas del mercado, financiar o invertir en bienes públicos, o redistribuir los ingresos para reducir la pobreza y la desigualdad.

El legado de la desregulación financiera no es mejor. La crisis de 2008 mostró que los mercados no siempre se ajustan solos, ya que están plagados de intereses creados, riesgos morales y deshonestidad impulsada por la avaricia. En el evento, las medidas para detener la crisis finalmente apuntalaron un sistema que debía ser reformado fundamentalmente. El rescate masivo de las instituciones financieras privadas por parte de los contribuyentes, junto con la austeridad fiscal, el crecimiento económico deprimido y la penalización de los hogares de bajos ingresos, socavan gravemente la legitimidad de los sistemas políticos nacionales.

A nivel internacional, la crisis de 2008 se encontró con una agenda de reforma incremental centrada principalmente en el fortalecimiento de la regulación. Y, sin embargo, el enfoque de política prevaleciente sigue alineado con la doctrina neoliberal de reformas estructurales de la oferta, mercados laborales flexibles (que conducen a menores costos laborales) y gasto público restringido.

¿A dónde va la contra-revolución?

En 1979, Thatcher aprovechó el descontento popular con el gobierno disfuncional y promovió una visión de la sociedad basada en individuos libres y autorrealizados. Como ella dijo de la famosa “sociedad”, “No hay tal cosa”. “Hay hombres y mujeres individuales y hay familias, y ningún gobierno puede hacer nada excepto a través de las personas, y las personas se miran a sí mismas primero”.

A diferencia de las crisis económicas de la década de 1970, el desplome de 2008 no llevó a un replanteamiento radical de la economía política. Lo que siguió fue la negación de la necesidad de nuevas políticas de distribución y formas de gestión económica. El resultado de esta complacencia se hizo evidente en 2016, con el referéndum Brexit en el Reino Unido y la elección del presidente Donald Trump en los Estados Unidos.

Existe un tradeoff entre mantener las economías de mercado abierto y garantizar la estabilidad política. A menudo, las medidas para redistribuir recursos y apoyar las economías domésticas son tanto necesarias como apropiadas. El impulso de pretender que este tradeoff no existe, y que los mercados se regulan a sí mismos, es uno de los legados perdurables del Thatcherismo. También es el colmo de la pereza intelectual.

Asegurar que una ciudadanía democrática siga comprometida con los valores liberales requiere que las transiciones económicas y políticas sean administradas por los estados y las instituciones públicas. Resulta que hay una cosa tal como la sociedad después de todo. Lampadia

Paola Subacchi es investigadora principal en Chatham House y profesora visitante en la Universidad de Bolonia. Es la autora, más recientemente, de The People’s Money: Cómo China está construyendo una moneda global.




Trump, Macron y la pobreza del liberalismo

Project Syndicate
22 de enero, 2019
Kishore Mahbubani
Singapur
Glosado por Lampadia

Desde DAVOS – Ningún liberal occidental discreparía en que la elección de Donald Trump fue un desastre para la sociedad norteamericana, mientras que la de Emmanuel Macron fue un triunfo para la sociedad francesa. En verdad, tal vez sea exactamente al revés, por más hereje que suene.

La primera pregunta para hacerse es por qué la gente participa en protestas callejeras violentas en París, pero no en Washington. Yo personalmente he experimentado esas protestas de París, y el olor a gas lacrimógeno en los Campos Elíseos me recordó los disturbios étnicos que me tocó vivir en Singapur en 1964. ¿Y por qué protestan los Chalecos Amarillos? Para muchos, al menos en un principio, es porque no creían que a Macron le importara, o entendiera, su padecimiento.

Macron intenta implementar una reforma macroeconómica sensata. Los incrementos propuestos en los impuestos al combustible diésel habrían reducido los déficits presupuestarios de Francia y ayudado a reducir sus emisiones de dióxido de carbono.

Su esperanza era que una posición fiscal más sólida hiciera crecer la confianza y la inversión en la economía francesa como para que el 50% inferior de la sociedad terminara beneficiándose. Pero para que la gente tolere un sufrimiento a corto plazo a cambio de un beneficio a largo plazo, debe confiar en su líder. Y Macron, al parecer, ha perdido la confianza de gran parte de ese 50% inferior.

Por el contrario, Trump conserva la confianza de la mitad inferior de la sociedad estadounidense, o al menos de la porción blanca de esa mitad. A primera vista, esto parece extraño y paradójico: el multimillonario Trump está socialmente mucho más alejado del 50% inferior que Macron de la clase media. Pero cuando Trump ataca al establishment liberal y conservador de Estados Unidos, se lo ve como si estuviera desahogando la furia de los menos acomodados hacia una elite que ha ignorado su padecimiento. Su elección, por lo tanto, puede haber tenido un efecto catártico en el 50% inferior, lo que puede explicar la falta de protestas callejeras en Washington u otras ciudades importantes de Estados Unidos.

Y estos norteamericanos tienen muchos motivos para estar furiosos. Como señal más evidente, Estados Unidos es la única sociedad desarrollada importante donde el ingreso promedio de la mitad inferior no sólo se ha estancado, sino que ha caído marcadamente, como ha documentado Danny Quah de la Universidad Nacional de Singapur. Aún más preocupante, el ingreso promedio del 1% superior de la población fue 138 veces superior al del 50% inferior en 2010, comparado con 41 veces más alto en 1980.

No existe una explicación única sobre por qué la desigualdad en Estados Unidos se ha disparado mientras que los intereses económicos del 50% inferior de la sociedad se han ignorado. Pero podemos obtener por lo menos una respuesta parcial si analizamos los dos principios de justicia que articuló el filósofo John Rawls de Harvard en su famoso libro Teoría de la justicia:

  • El primer principio enfatiza que cada persona debería tener “un derecho igual a la libertad más amplia”
  • El segundo dice que las desigualdades sociales y económicas han de ser conformadas de modo tal que sean “ventajosas para todos”.

El hecho innegable es que los liberales occidentales han enfatizado el primer principio por sobre el segundo, tanto en la teoría como en la práctica, priorizando la libertad individual y preocupándose mucho menos por la desigualdad. Creen que mientras haya elecciones y la gente pueda votar libre y equitativamente, están dadas las condiciones para una estabilidad social. Por lo tanto, se deduce que quienes fracasan económicamente lo hacen por incompetencia personal, no por las condiciones sociales.

Sin embargo, no había ninguna duda cuando China se sumó a la Organización Mundial de Comercio en 2001 de que lo que vendría después era una “destrucción creativa” en las economías desarrolladas, con los consiguientes millones de pérdidas de empleo. Las elites de esas economías –ya sea en Estados Unidos, Francia u otra parte- tenían la responsabilidad de ayudar a quienes estaban perdiendo sus empleos. Pero esa ayuda no era inminente.

La teoría macroeconómica convencional sigue siendo sólida. La política de Trump de tener déficits presupuestarios más grandes en los buenos tiempos traerá sufrimiento después, mientras que las políticas económicas de Macron terminarán dando resultados si los franceses son pacientes. Pero Macron claramente no cuenta con la confianza del 50% inferior de la sociedad, mientras que Trump sí.

Por esta razón, los liberales pueden haber cometido un error estratégico al centrar su furia en el propio Trump. Por el contrario, deberían preguntarse por qué gran parte del 50% inferior confía en él (y hasta puede reelegirlo). Y si fueran honestos, los liberales admitirían que efectivamente ellos han desilusionado a la mitad inferior de la sociedad.

Si los liberales quieren derrotar a Trump, existe un único camino: recuperar la confianza de los votantes que conforman gran parte de su base. Esto les exigirá reestructurar sus sociedades de manera que el crecimiento económico beneficie a la mitad inferior más que al 1% superior. En teoría, esto se puede lograr fácilmente. En la práctica, sin embargo, los grandes intereses creados invariablemente intentarán bloquear la reforma. La opción para los liberales es clara: pueden sentirse bien condenando a Trump, o pueden hacer el bien atacando los intereses de la elite que contribuyó a su elección.

Si los liberales pueden hacer esto último, la elección de Trump sería vista por los historiadores futuros como una llamada de atención necesaria, mientras que la de Macron simplemente creó la ilusión de que todo estaba bien. Esos historiadores luego podrían concluir que la elección de Trump, en definitiva, fue mejor para la sociedad norteamericana de lo que la de Macron fue para Francia. Lampadia




El liberalismo se enfrentó a la tiranía

El liberalismo se enfrentó a la tiranía

“La economía es una ciencia del pensamiento en términos de modelos unidos al arte de elegir modelos que son relevantes para el mundo contemporáneo”.
John Maynard Keynes a Roy Harrod, 4 de julio de 1938

La filosofía política liberal es clara: derechos económicos y humanos individuales, autonomía personal, gobierno representativo, libre circulación de bienes y personas a través de las fronteras, libre desarrollo tecnológico sin trabas para promover la economía del mercado global y, bienestar y regulaciones suficientes, pero no tanto como para afectar el crecimiento económico. La mayoría de los debates políticos están dentro de este amplio marco liberal.

Sin embargo, todavía hay incertidumbre sobre el futuro del liberalismo. En Europa, la crisis de inmigración ha impulsado el nacionalismo (ya en aumento), en gran parte responsable de la campaña de Brexit. En los Estados Unidos, la política está polarizada y los comentarios de Trump no ayudan, lo cual causa que la desconfianza hacia el gobierno y otras instituciones cruciales esté aumentando. El descontento popular resultó en unas elecciones inimaginables y un ganador con una plataforma populista.

En Lampadia queremos compartir las ideas de tres pensadores vieneses (presentadas por The Economist) que creían que el capitalismo, acompañado por el estado de derecho y la democracia, era la mejor manera para que las personas retengan su libertad. Hayek, Popper y Schumpeter formularon una respuesta a la tiranía: “Entre los optimistas hubo tres exiliados vieneses que lanzaron una lucha contra el totalitarismo. En lugar de la centralización, defendieron el poder difuso, la competencia y la espontaneidad”.

El análisis de The Economist concluye que: “Tomados en conjunto, en la década de 1940, Hayek, Popper y Schumpeter ofrecieron un ataque contra el colectivismo, el totalitarismo y el historicismo, y una reformulación de las virtudes de la democracia liberal y los mercados. El capitalismo no es un motor para la explotación belicista (como creían los marxistas), ni una oligarquía estática, ni un camino hacia la crisis. Acompañado por el estado de derecho y la democracia, es la mejor manera para que las personas conserven su libertad.”

Ver artículo líneas abajo:

Los exiliados responden
Hayek, Popper y Schumpeter formularon una respuesta a la tiranía

Puede que sus vidas y reputaciones divergieran, pero sus ideas estaban enraizadas en los traumas del país donde todos ellos nacieron

The Economist
23 de agosto, 2018
Traducido y glosado por Lampadia

Mientras se desataba la segunda guerra mundial, los intelectuales occidentales se preguntaban si la civilización podría recuperarse. George Orwell, el más brillante de los pesimistas, escribió “Animal Farm” y comenzó a trabajar en “1984”, que se publicó como “una bota estampando sobre un rostro humano – para siempre”.

Entre los optimistas se encontraban tres exiliados vieneses que iniciarion una lucha contra el totalitarismo. En lugar de la centralización, abogaban por el poder difuso, la competencia y la espontaneidad.

  • En Massachusetts, Joseph Schumpeter escribió “Capitalism, Socialism and Democracy”, publicado en 1942.
  • En Nueva Zelanda, Karl Popper escribió “The Open Society and its Enemies” (1945).
  • En Gran Bretaña Friedrich Hayek escribió “El camino a la servidumbre” (1944).

Viena, su hogar original, había sido destruida. En 1900 era la capital de la monarquía de los Habsburgo, un imperio bastante liberal y políglota. Se enfrentó a dos guerras mundiales, el colapso del imperio, el extremismo político, la anexión de los nazis y la ocupación aliada. Graham Greene lo visitó en 1948 y describió la antigua joya del Danubio como una “ciudad destrozada y lúgubre”.

La guerra y la violencia “destruyeron el mundo en el que crecí”, dijo Popper. Schumpeter veía a Austria simplemente como un “pequeño naufragio de un estado”. “Todo lo que ahora está muerto “, dijo Hayek, del apogeo de Viena.

Sin embargo, la ciudad los formó. Entre 1890 y la década de 1930 fue uno de los lugares con más personajes brillantes del mundo. Sigmund Freud fue pionero en el psicoanálisis. El Círculo de filósofos de Viena debatió la lógica. La escuela de economía austriaca lidió con los mercados; Ludwig von Mises hizo grandes avances en el rol de la especulación y el mecanismo de precios. Von Mises fue mentor de Hayek, primo del filósofo Ludwig Wittgenstein, que fue a la escuela con Adolf Hitler, que estuvo en la Heldenplatz en 1938 para dar la bienvenida a “la entrada de mi patria en el Reich alemán”.

Los tres pensadores de los tiempos de guerra tenían diferentes antecedentes. Schumpeter era un extravagante aventurero nacido en una familia provincial católica. La familia de Popper era intelectual y tenía raíces judías; Hayek era el hijo de un doctor. Pero ellos tenían experiencias en común. Los tres asistieron a la Universidad de Viena. Cada uno había sido tentado, y habían repelido, el socialismo; Schumpeter fue ministro de finanzas en un gobierno socialista. También perdió su fortuna en un colapso bancario en 1924. Luego se fue a Alemania, y, después de que murió su esposa, emigró a Estados Unidos en 1932. Hayek dejó Viena para la London School of Economics en 1931. Popper huyó de Austria justo a tiempo, en 1937.

Cada uno estaba preocupado por la complacencia de los países anglosajones de que no caerían en el totalitarismo. Sin embargo, abundaban las señales de advertencia. La depresión en la década de 1930 hizo que la intervención del gobierno pareciera deseable para la mayoría de los economistas. La Unión Soviética era un aliado en tiempos de guerra y, en esa época, no se aceptaban las críticas a su régimen basado en el terror. Quizás lo más preocupante es que la guerra había traído autoridad centralizada y un solo propósito colectivo en Gran Bretaña y EEUU: la victoria. ¿Quién podría estar seguro de que esta máquina de comando y control se apagaría?

Hayek y Popper eran amigos, pero no muy cercanos a Schumpeter. Los hombres no cooperaron. Sin embargo, surgió una división del trabajo.

  • Popper buscó eliminar los fundamentos intelectuales del totalitarismo y explicar cómo pensar libremente.
  • Hayek se propuso demostrar que, para estar seguro, el poder económico y político debe ser difuso.
  • Schumpeter proporcionó una nueva metáfora para describir la energía de una economía de mercado: la destrucción creativa (creative destruction).

El inicio del exilio

Popper. Decidió escribir “The Open Society” después de que Hitler invadiera Austria y lo describiera como “mi esfuerzo de guerra”. Comienza con un ataque al “historicismo” o grandes teorías disfrazadas de leyes de la historia, que hacían agresivas profecías sobre el mundo y dejan de lado la volición individual. Primero se destruyó la idea de Platón, con su creencia en una Atenas jerárquica gobernada por una élite. La metafísica de Hegel y su insistencia en que el estado tiene su propio espíritu son descartadas como “cantos desconcertantes”. Popper escucha con simpatía la crítica al capitalismo de Marx, pero considera que sus predicciones son algo mejor que una religión tribal.

En 1934 Popper había escrito sobre el método científico, en el cual las hipótesis son avanzadas y los científicos intentan falsificarlas. Cualquier hipótesis que quede en pie es un tipo de conocimiento. Este concepto moderado y condicional de la verdad se repite en “The Open Society”. “Debemos romper con el hábito de deferencia hacia los grandes hombres”, argumenta Popper. Una sociedad saludable significa una competencia por ideas, no una dirección central, y un pensamiento crítico que considere los hechos, no quién los presenta. Contrariamente a lo que afirma Marx, la política democrática no era una farsa sin sentido. Pero Popper pensó que el cambio solo era posible a través de la experimentación y la política fragmentaria, no de sueños utópicos y esquemas a gran escala ejecutados por una élite omnisciente. 

Hayek compartía la visión de Popper del conocimiento humano como contingente y disperso. En “The Road to Serfdom” (El camino a la servidumbre), él hace una afirmación despiadada: que el colectivismo, o el anhelo de una sociedad con un propósito común general, está inherentemente equivocado y es peligroso para la libertad. La complejidad de la economía industrial significa que es “imposible para cualquier hombre inspeccionar más que un campo limitado”. Hayek se basó en el trabajo de von Mises sobre el mecanismo de precios, argumentando que sin él el socialismo no tenía manera de asignar recursos y conciliar millones de preferencias individuales. Debido a que no puede satisfacer la gran variedad de necesidades de las personas, una economía central planificada es innatamente coercitiva. Al concentrar el poder económico, concentra el poder político. En cambio, sostiene Hayek, una economía competitiva y política es “el único sistema diseñado para minimizar el poder ejercido por el hombre sobre el hombre por medio de la descentralización “. La democracia era un “dispositivo para salvaguardar” la libertad.

Schumpeter es un rompecabezas. (En su historia del neoliberalismo, Daniel Stedman Jones elige a von Mises como su tercer pensador vienés). Su anterior libro, un tomo sobre la historia de los ciclos económicos, fracasó en la década de 1930. Ahora está de moda describir su seguimiento, “Capitalismo, socialismo y democracia”, como una de las mejores obras del siglo XX. Pero, en realidad, su trabajo puede ser turgente y prolijo; hay partes que están dedicadas a profecías del tipo que Popper consideraba como locuras. La opinión de Schumpeter de que el socialismo eventualmente reemplazaría al capitalismo -porque el capitalismo anestesió a sus propios acólitos- a veces se piensa que es irónica. Sin embargo, como una pepita de oro en medio de lodo, el libro contiene una idea deslumbrante sobre cómo funciona realmente el capitalismo, enraizado en la perspectiva del empresario, no en la de los burócratas o los economistas. 

Hasta que John Maynard Keynes publicó su “Teoría general” en 1936, los economistas realmente no se preocupaban por el ciclo económico. Schumpeter hizo hincapié en un tipo diferente de ciclo: uno más largo de innovación. Los empresarios, motivados por la perspectiva de ganancias monopólicas, inventan y comercializan productos que superan sus antecesores. Luego son derrotados. Este “vendaval perenne” del nacimiento y la muerte, no los esquemas de los planificadores, es cómo se hacen los avances tecnológicos. El capitalismo, aunque desigual, es dinámico. Las empresas y sus propietarios disfrutan de ventanas limitadas de ventaja competitiva. “Cada clase se asemeja a un hotel”, escribió Schumpeter anteriormente; “Siempre lleno, pero siempre de diferentes personas”. Tal vez estaba recordando su propia experiencia en la industria bancaria de Viena.

Tomados en conjunto, en la década de 1940, Hayek, Popper y Schumpeter ofrecieron un ataque contra el colectivismo, el totalitarismo y el historicismo, y una reformulación de las virtudes de la democracia liberal y los mercados.

El capitalismo no es un motor para la explotación belicista (como creían los marxistas), ni una oligarquía estática, ni un camino hacia la crisis. Acompañado por el estado de derecho y la democracia, es la mejor manera para que las personas conserven su libertad.

Revisitando el tema de la servidumbre

La recepción de las investigaciones de Popper varió en el tiempo. Popper luchó para publicar su libro (era largo y todavía se racionaba el papel). En 1947, Schumpeter fue aclamado como una obra maestra; y su reputación se disparó. El trabajo de Hayek tuvo poco impacto hasta que apareció en Reader’s Digest en EEUU, convirtiéndolo en una sensación de la noche a la mañana. Y, con el tiempo, los caminos de los tres hombres divergieron. Popper, que se mudó a Gran Bretaña en 1946, volvió a centrarse en la ciencia y el conocimiento. Schumpeter murió en 1950. Hayek se trasladó a Michigan, convirtiéndose en una luminaria de la Escuela de Chicago de economistas de libre mercado y crítica estridente de todo el gobierno.

Pero la estatura combinada de los tres aumentó. En la década de 1970, el keynesianismo y la nacionalización habían fracasado, lo que llevó a una nueva generación de economistas y políticos, incluidos Ronald Reagan y Margaret Thatcher, a enfatizar los mercados y las personas. El colapso de la Unión Soviética en la década de 1990 reivindicó el ataque de Popper sobre la estupidez de los grandes esquemas históricos. Y las continuas reinvenciones de Silicon Valley, desde el mainframe y las PC hasta Internet y los teléfonos celulares, confirmaron la fe de Schumpeter en los empresarios.

Los tres austriacos son vulnerables a las críticas comunes. La concentración de su poder intelectual sobre las ideologías izquierdistas (en lugar del nazismo) puede parecer desequilibrada. Schumpeter había sido complaciente con el ascenso del nazismo; pero para Popper y Hayek, la devastación desatada por el fascismo era evidente. Ambos sostenían que el marxismo y el fascismo tenían raíces comunes: la creencia en un destino colectivo; la convicción de que la economía debe orientarse hacia un objetivo común y que una elite auto-seleccionada debe dar las órdenes.

Otra crítica es que ponen muy poco énfasis en domesticar el salvajismo del mercado, particularmente dada la miseria del desempleo en la década de 1930. De hecho, Popper estaba profundamente preocupado por las condiciones de los trabajadores; en “The Open Society”, enumera con aprobación las regulaciones laborales establecidas desde que Marx escribió sobre los niños que trabajan en las fábricas. Pensó que las políticas pragmáticas podrían mejorar gradualmente la suerte de todos. En la década de 1940, Hayek fue más moderado, y escribió que “se puede asegurarles a todas las personas un mínimo de alimentos, abrigo y ropa, suficientes para preservar la salud y la capacidad de trabajo”. El ciclo económico fue “uno de los problemas más graves” de la época. Schumpeter mostró menos signos de compasión, pero era profundamente ambivalente sobre el impacto social de la destrucción creativa.

Hoy en día, los austriacos siguen siendo tan relevantes como siempre. La autocracia se está endureciendo en China. La democracia está en retroceso en Turquía, Filipinas y otros lugares. Los populistas acechan en EEUU y Europa: en Viena, un partido con raíces fascistas pertenece a la coalición gobernante. Los tres habrían estado perturbados por la decadencia de la esfera pública en Occidente. En lugar de un concurso de ideas, existe la indignación tribal de las redes sociales, el fanatismo de la izquierda en los campus de Estados Unidos y el miedo y la desinformación en la derecha.

Juntos, el trío identificó sobre la tensión entre la libertad y el progreso económico, ahora exacerbada por la tecnología. En la década de 1940, Hayek y Popper pudieron argumentar que la libertad individual y la eficiencia eran compañeras. Una sociedad libre y descentralizada asigna recursos mejor que los planificadores, que solo podían adivinar el conocimiento disperso entre millones de individuos. Hoy, en cambio, el sistema más eficiente puede ser centralizado. Big Data podría permitirles a las empresas tecnológicas y los gobiernos “ver” toda la economía y coordinarla de manera mucho más eficiente de lo que podrían hacerlo los burócratas soviéticos.

Schumpeter pensó que los monopolios eran castillos temporales que eran arrasados por nuevos competidores. Las élites digitales de hoy en día parecen atrincheradas. Popper y Hayek podrían estar luchando por una descentralización de Internet, de modo que las personas posean sus propios datos e identidades. A menos que el poder se disperse, habrían señalado, que siempre es peligroso. Lampadia




En defensa de las ideas de la libertad

Con motivo de su 175 aniversario, The Economist publicó un ensayo titulado “The Economist cumple 175 años: Un manifiesto para renovar el liberalismo”. Su editorial y un importante ensayo evalúan la salud del liberalismo clásico: un compromiso con el respeto cívico universal, los mercados abiertos y la fe en el progreso humano incentivada por el debate y la reforma.

El análisis describe cómo The Economist se ha comprometido con los valores liberales clásicos del siglo XIX desde el principio: “En septiembre de 1843 James Wilson, un fabricante de sombreros de Escocia fundó este periódico. Su propósito era simple: defender el libre comercio, los mercados libres y la gobernanza”.

En el mundo hay pocas publicaciones comprometidas con un conjunto de ideas y que sepan defenderlas en todas circunstancias como The Economist. Para lograrlo y mantenerse como una fuente seria de información, han logrado un esquema editorial muy valioso: saben distinguir opinión, análisis e información, sin perder profundidad en los tres aspectos.

La publicación explica cómo estos valores liberales han ayudado a las sociedades modernas a prosperar: “Las principales causas liberales de libertad individual, libre comercio y libre mercado han sido el motor más poderoso para crear prosperidad en toda la historia. El respeto del liberalismo por diversas opiniones y formas de vida ha reducido lejos de muchos prejuicios: contra las minorías religiosas y étnicas, contra la desigualdad de género y la discriminación”.

Y, sin embargo, el ensayo y el editorial argumentan que, 175 años después de la fundación de The Economist, el liberalismo está en problemas. “Europa y Estados Unidos están sumidos en una rebelión popular contra las elites liberales, que se consideran egoístas e incapaces, o no quieren, resolver los problemas de la gente común”, dice el editorial. “En otras partes, un giro de 25 años hacia la democracia y los mercados abiertos se ha revertido, incluso cuando China, que pronto será la economía más grande del mundo, muestra que las dictaduras pueden prosperar”.

Señalan cómo el liberalismo comenzó como una visión del mundo insatisfecha e inconforme. Sin embargo, en las últimas décadas, a medida que los liberales se han sentido cómodos con el poder, han perdido el hambre de reformas.

En su ensayo se establece cómo debe cambiar el liberalismo. “El contrato social y las normas geopolíticas que sustentan las democracias liberales y el orden mundial que los sustenta no se construyeron para este siglo. La geografía y la tecnología han producido nuevas concentraciones de poder económico. Tanto el mundo desarrollado como el mundo en desarrollo necesitan nuevas ideas para el futuro. La apatía estadounidense y el ascenso de China requieren un replanteamiento del orden mundial, sobre todo para que se preserven los enormes beneficios que ha proporcionado el libre comercio”.

Tanto el editorial como el ensayo terminan con un llamado a la acción. Los valores liberales que The Economist ha defendido durante mucho tiempo siguen siendo el mejor camino hacia la prosperidad y la libertad en el siglo XXI. Los liberales necesitan salirse de su zona de confort y redescubrir sus ganas de reformar.

El ensayo de The Economist es parte de la iniciativa de The Economist’s Open Future que anunciamos hace varios meses en Lampadia: La batalla por el mejor espacio para la prosperidad, donde celebramos esta iniciativa editorial que tiene como objetivo rediseñar el argumento de los principios fundacionales de The Economist del liberalismo británico clásico que están siendo desafiados desde la derecha y la izquierda, en el actual clima político de populismo y autoritarismo.

Y es que nuestra misión en Lampadia es defender la economía de mercado, la inversión privada, el desarrollo y la modernidad, además promovemos el Estado de Derecho y la meritocracia en el Estado. Por lo tanto, apoyamos e incentivamos campañas como estas porque creemos que es fundamental para recuperar un espacio que fomente e incentive el libre comercio y la globalización como el espacio fundamental para generar prosperidad.

Líneas abajo compartimos la editorial de The Economist:

The Economist cumple 175 años
Un manifiesto para renovar el liberalismo

El éxito convirtió a los liberales en una elite complaciente. Necesitan reavivar su deseo de radicalismo

13 de setiembre, 2018
The Economist
Traducido y glosado por Lampadia

El liberalismo creó el mundo moderno, pero el mundo moderno se está poniendo en contra. Europa y EEUU están sumidas en una rebelión popular contra las elites liberales, a quienes se les consideran interesadas, incapaces o no dispuestas a resolver los problemas de la gente común. En muchos lugares, un camino de 25 años hacia la libertad y los mercados abiertos ha dado un giro inesperado y se ha revertido, incluso cuando China, que pronto será la economía más grande del mundo, demuestra que las dictaduras también pueden prosperar.

Para The Economist esto es profundamente preocupante. Fuimos creados hace 175 años para hacer campaña por el liberalismo, no el “progresismo” izquierdista de los campus universitarios estadounidenses o el “ultraliberalismo” justificado por los comentaristas franceses, sino un compromiso universal con la dignidad individual, mercados abiertos, gobierno limitado y una fe en el progreso humano inducido por debates y reformas.

Nuestros fundadores se sorprenderían de cómo la vida de hoy se compara con la pobreza y la miseria de la década de 1840.

  • La esperanza de vida mundial en los últimos 175 años ha aumentado de poco menos de 30 años a más de 70 años.
  • La proporción de personas que viven por debajo del umbral de la pobreza extrema ha disminuido de 80% a 8% y el número absoluto se ha reducido a la mitad, incluso considerando que el número de vidas por encima de la línea de pobreza extrema ha aumentado de aproximadamente 100 millones a más de 6,500 millones.
  • Las tasas de alfabetización han aumentado más de cinco veces, a más del 80%.
  • Los derechos civiles y el estado de derecho son incomparablemente más sólidos que hace unas pocas décadas.
  • En muchos países, las personas ahora son libres de elegir cómo vivir y con quién.

Todo esto no es solo el trabajo de los liberales, obviamente. Pero a medida que el fascismo, el comunismo y la autarquía fracasaron en el transcurso de los siglos XIX y XX, las sociedades liberales han prosperado. De un modo u otro, la democracia liberal llegó a dominar Occidente y desde allí comenzó a extenderse por todo el mundo.

Laureles, pero sin descanso

Sin embargo, las filosofías políticas no pueden vivir basadas en sus glorias pasadas: también deben prometer un mejor futuro. Y, aquí, la democracia liberal enfrenta un desafío inminente. Los votantes occidentales han comenzado a dudar si es que el sistema funciona para ellos o si es justo en primer lugar. En las encuestas del año pasado, solo el 36% de los alemanes, el 24% de los canadienses y el 9% de los franceses pensaban que la próxima generación estaría mejor que sus padres. Solo un tercio de los estadounidenses menores de 35 años afirmaron que es vital que vivan en una democracia; la participación de ciudadanos que recibiría con beneplácito el gobierno militar creció de 7% en 1995 a 18% el año pasado. A nivel mundial, según Freedom House, una ONG, las libertades civiles y los derechos políticos han disminuido en los últimos 12 años: en 2017, 71 países perdieron terreno, mientras que solo 35 lograron avances.

Contra esta corriente, The Economist todavía cree en el poder de la idea liberal. En los últimos seis meses, hemos celebrado nuestro 175 aniversario con artículos, debates, podcasts y videos que exploran cómo responder a las críticas del liberalismo. En esta ocasión, publicamos un ensayo (ver su índice líneas abajo), que es un manifiesto para un renacimiento liberal: un liberalismo para el pueblo.

Nuestro ensayo establece cómo el estado puede trabajar más en pro de los ciudadanos mediante las reformas en impuestos, bienestar, educación e inmigración. La economía debe ser liberada del creciente poder de los monopolios corporativos y las restricciones de planificación que excluyen a las personas de las ciudades más prósperas. E instamos a Occidente a apuntalar el orden mundial liberal a través de un poder militar mejorado y alianzas revigorizadas.

Todas estas políticas están diseñadas para lidiar con el problema central del liberalismo. En su momento de triunfo después del colapso de la Unión Soviética, perdió de vista sus propios valores esenciales. Es con ellos que debe comenzar el renacimiento liberal.

El liberalismo surgió a fines del siglo XVIII como respuesta a la agitación provocada por la independencia de EEUU, la revolución en Francia y la transformación de la industria y el comercio. Los revolucionarios insisten en que, para construir un mundo mejor, primero tienes que aplastar al que está frente a ti. Por el contrario, los conservadores desconfían de todas las pretensiones revolucionarias de la verdad universal. Buscan preservar lo que es mejor en la sociedad manejando el cambio, usualmente bajo una clase dominante o un líder autoritario que “sabe más que el resto”.

Un motor de cambio

Los verdaderos liberales sostienen que las sociedades pueden cambiar gradualmente para mejor y de abajo hacia arriba.

  • Difieren de los revolucionarios porque rechazan la idea de que los individuos deben ser obligados a aceptar las creencias de los demás.
  • Difieren de los conservadores porque afirman que la aristocracia y la jerarquía (de hecho, todas las concentraciones de poder) tienden a convertirse en fuentes de opresión.

Entonces, el liberalismo comenzó como una visión del mundo llena de inconformismo y agitación. Sin embargo, en las últimas décadas, los liberales se han sentido demasiado cómodos con el poder. Como resultado, han perdido su hambre de reformas. La élite liberal gobernante se dice a sí misma que preside una meritocracia saludable y que se han ganado sus privilegios. La realidad no es tan clara.

En el mejor de los casos, el espíritu competitivo de la meritocracia ha creado una prosperidad extraordinaria y una gran cantidad de nuevas ideas. En nombre de la eficiencia y la libertad económica, los gobiernos han abierto los mercados a la competencia. La raza, el género y la sexualidad son cada vez menos una barrera para el avance. La globalización ha sacado a cientos de millones de personas en los mercados emergentes de la pobreza.

Sin embargo, los gobernantes liberales, a menudo se han protegido de los vientos de la destrucción creativa.

  • Las profesiones ‘más seguras’ como el derecho están protegidas por regulaciones fatuas.
  • Los profesores universitarios disfrutan de la propiedad de cátedra incluso mientras predican las virtudes de la sociedad abierta.
  • Los financieros se salvaron de lo peor de la crisis financiera cuando sus empleadores fueron rescatados con dinero de los contribuyentes.
  • La globalización estaba destinada a crear ganancias suficientes para ayudar a los perdedores, pero muy pocos de ellos han visto las recompensas.

De muchas maneras, la meritocracia liberal es cerrada y autosuficiente. Un estudio reciente descubrió que, enntre 1999-2013, las universidades más prestigiosas de Estados Unidos admitieron a más estudiantes del 1% de hogares con más altos ingresos que del 50% inferior. En 1980-2015, las tasas universitarias en Estados Unidos aumentaron 17 veces más rápido que los ingresos medios. Las 50 áreas urbanas más grandes contienen el 7% de la población mundial y producen el 40% de su output. Pero las restricciones de planificación aislaron a muchos, especialmente a los jóvenes.

Los gobernantes liberales se han involucrado tanto en preservar el statu quo que se han olvidado de cómo es el radicalismo. Recordemos cómo, en su campaña para convertirse en presidenta de Estados Unidos, Hillary Clinton ocultó su falta de grandes ideas detrás de una lluvia de ideas pequeñas. Los candidatos para convertirse en el líder del Partido Laborista en Gran Bretaña en 2015 perdieron contra Jeremy Corbyn, no porque sea un deslumbrante talento político sino porque los demás eran indistinguibles. Los tecnócratas liberales idean interminables e ingeniosas soluciones políticas, pero permanecen visiblemente distantes de las personas a las que se supone deben ayudar. Esto crea dos clases: los que toman acción y los que deberían, los pensadores y las personas en las que deberíamos pensar, los formuladores de políticas y los que las acatan.

Los fundamentos de la libertad

Los liberales han olvidado que su idea fundacional es el respeto cívico por todos. Nuestro editorial centenario, escrito en 1943 mientras que aumentaba la guerra contra el fascismo, estableció esto en dos principios complementarios.

  • El primero es la libertad: que “no solo es justo y sabio, sino también rentable… dejar que las personas hagan lo que quieren”.
  • El segundo es el interés común: “la sociedad humana… puede ser una asociación para el bienestar de todos”.

La meritocracia liberal de hoy se siente incómoda con esa definición inclusiva de libertad. La clase dominante vive en una burbuja. Van a las mismas universidades, se casan, viven en las mismas calles y trabajan en las mismas oficinas. Alejados del poder, se espera que la mayoría de la gente se contente con la creciente prosperidad material. Sin embargo, en medio del estancamiento de la productividad y la austeridad fiscal que siguió a la crisis financiera de 2008, incluso esta promesa se ha roto.

Esa es una de las razones por las cuales se está desgastando la lealtad a los principales partidos políticos. Los conservadores británicos, quizás el partido más exitoso de la historia, ahora recauda más dinero de las voluntades de los muertos que de los regalos de los vivos. En la primera elección en la Alemania unificada, en 1990, los partidos tradicionales ganaron más del 80% de los votos; la última encuesta les da solo un 45%, en comparación con un total de 41.5% para la extrema derecha, la extrema izquierda y los Greens.

En cambio, las personas se están moviendo hacia identidades grupales definidas por raza, religión o sexualidad. Como resultado, ese segundo principio, el interés común, se ha fragmentado. La política de identidad es una respuesta válida a la discriminación, pero, a medida que las identidades se multiplican, la política de cada grupo colisiona con la política de todos los demás. En lugar de generar compromisos útiles, el debate se convierte en un ejercicio de indignación tribal. Los líderes de la derecha, en particular, explotan la inseguridad engendrada por la inmigración como una forma de aumentar votos. Y usan argumentos presumidos de izquierda como la corrección política para alimentar la sensación de desprecio de sus votantes. El resultado es una grave polarización. A veces eso lleva a la parálisis, a veces a la tiranía. En el peor de los casos, envalentona a los autoritarios de extrema derecha.

Los liberales también están perdiendo el argumento en la geopolítica. El liberalismo se extendió en los siglos XIX y XX en el contexto de la hegemonía naval británica y, más tarde, del ascenso económico y militar de Estados Unidos. Hoy, en cambio, la retirada de la democracia liberal está teniendo lugar mientras Rusia busca ser el saboteador y China afirma su creciente poder global. Sin embargo, en lugar de defender el sistema de alianzas e instituciones liberales que crearon después de la segunda guerra mundial, Estados Unidos ha estado descuidándolo, e incluso, bajo el presidente Donald Trump, atacándolo.

Este impulso de retroceder se basa en una idea errónea. Como señala el historiador Robert Kagan, Estados Unidos no pasó del aislacionismo entre guerras al compromiso de la posguerra para contener a la Unión Soviética, como a menudo se supone. En realidad, después de haber visto cómo el caos de los años veinte y treinta engendró el fascismo y el bolchevismo, sus hombres de Estado de la posguerra concluyeron que un mundo sin líderes era una amenaza. En palabras de Dean Acheson, un secretario de Estado, Estados Unidos ya no podía sentarse “en el salón con una escopeta cargada esperando”.

De ello se desprende que la implosión de la Unión Soviética en 1991 no hizo que, de repente, EEUU sea seguro. Si las ideas liberales no apuntalan el mundo, la geopolítica corre el riesgo de convertirse en la lucha de equilibrio de poder o una esfera de lucha de influencias como con la que enfrentaron los estadistas europeos en el siglo XIX. Eso culminó en los fangosos campos de batalla de Flandes. Incluso si la paz de hoy se mantiene, el liberalismo sufrirá a medida que los crecientes temores de enemigos extranjeros lleven a la gente a los brazos de populistas.

Es el momento de una reinvención liberal. Los liberales necesitan pasar menos tiempo descartando a sus críticos como tontos e intolerantes y más arreglando lo que está mal. El verdadero espíritu del liberalismo no es auto-conservador, sino radical y disruptivo. The Economist se fundó para hacer campaña por la derogación de las Leyes de Maíz, que aplicaban impuestos a las importaciones de grano en la Gran Bretaña victoriana. Hoy eso suena cómicamente de pequeño calibre. Pero en la década de 1840, el 60% de los ingresos de los trabajadores de las fábricas se destinaban a la alimentación, un tercio de los cuales se destinaban al pan. Fuimos creados para tomar la parte de los pobres en contra de la nobleza que cultiva maíz. Hoy, en esa misma visión, los liberales deben ponerse de parte de un precariado que lucha contra los patricios.

Los liberales deben enfrentar los desafíos de hoy con vigor. Si prevalecen, será porque sus ideas no tienen igual por su capacidad de difundir la libertad y la prosperidad.

  • Deben redescubrir su creencia en la dignidad individual y la autosuficiencia, poniendo freno a sus propios privilegios.
  • Deben dejar de burlarse del nacionalismo, sino reclamarlo por sí mismos y llenarlo con su propia marca de orgullo cívico inclusivo.
  • En lugar de otorgar poder en ministerios centralizados y tecnocracias irresponsables, deberían delegarlo en regiones y municipios.
  • En lugar de tratar a la geopolítica como una lucha de suma cero entre las grandes potencias, Estados Unidos debe recurrir a la tríada auto-reforzada de su poderío militar, sus valores y sus aliados.

Los mejores liberales siempre han sido pragmáticos y adaptables. Antes de la primera guerra mundial, Theodore Roosevelt se enfrentó a los barones-ladrones que dirigían los grandes monopolios de Estados Unidos. Aunque muchos de los primeros liberales temieron el dominio de la mafia, adoptaron la democracia. Después de la Depresión en la década de 1930, reconocieron que el gobierno tiene un rol limitado en la gestión de la economía. En parte con el fin de eliminar el fascismo y el comunismo después de la segunda guerra mundial, los liberales diseñaron el estado de bienestar.

Los liberales deben enfrentar los desafíos de hoy con el mismo vigor. Si prevalecen, será porque sus ideas no tienen rival por su capacidad de diseminar la libertad y la prosperidad. Los liberales deben tomar las críticas y darle la bienvenida al debate como una fuente del nuevo pensamiento que reavivará su movimiento. Deben ser audaces e impacientes por las reformas. Los jóvenes, especialmente, tienen todo un mundo que exigir.

Cuando The Economist se fundó hace 175 años, nuestro primer editor, James Wilson, prometió “una severa contienda entre la inteligencia, que apunta adelante, y una ignorancia tímida y sin valor que obstaculiza nuestro progreso”. Renovamos nuestro compromiso con esa promesa. Y les pedimos a los liberales de todo el mundo que se unan a nosotros.

Componentes de manifiesto de The Economist

  1. Reinventando el liberalismo para el siglo XXI
  2. Mercados libres y más

  3. Inmigración en sociedades abiertas
  4. El nuevo contrato social

  5. Un orden mundial liberal por el que pelear
  6. Una llamada a las armas

Lampadia




De demagogia, populismo y redes sociales

“Sin límites ni control democrático, la tecnología puede convertirse en un instrumento de opresión absoluto. Es decir, el big data puede convertirse en un big brother, en un ciber-leviatán, pero tenemos que ser capaces de convertirlo en un big deal que nos permita redefinir un pacto constitucional sobre el que construir una democracia digital”.

José María Lassalle, político y filósofo español, en una sesuda entrevista de Jaime de Althaus, comparte su visión sobre el ciber espacio en el que se desarrolla la política moderna signada por un populismo que parece desbordado.

Lassalle nos dice que:

  • Hay un proceso de agotamiento del relato de la libertad.
  • En Europa y Estados Unidos ha fracasado el discurso de progreso.
  • La democracia representativa está siendo crecientemente sustituida por una suerte de democracia directa, de manejo plebiscitario.
  • Las redes sociales son una base sobre la que está desarrollándose el populismo de una manera cada vez más agresiva.
  • La razón es clara: las redes sociales se basan en estímulos emocionales, no razonados.
  • Esto rompe el discurso de la democracia, que se basa en un debate permanente de ideas, de argumentación, y propicia precisamente la demagogia.
  • Las redes sociales tienen una gran capacidad de denuncia, pero no tienen capacidad de argumentación.

Sin embargo, reconociéndose como un liberal pesimista, afirma: “Yo creo que es un fenómeno transitorio”. ¡Así esperamos!

“La demagogia populista convence a las mayorías de que el voto es un derecho de venganza”

Entrevista de Jaime de Althaus
José María Lassalle
Político y filósofo español
Ex Secretario de Estado para la Sociedad de la Información y Agenda Digital de España en el Ministerio de Energía, Turismo y Agenda Digital, ex secretario de Estado de Cultura de España
3 de setiembre, 2018
El Comercio
Glosado por Lampadia

El ex secretario de Estado español piensa que las redes sociales son una base sobre la que se está desarrollando el populismo de una manera cada vez más agresiva.

En un libro reciente, “The People vs. Democracy”, Yascha Mounk, profesor de Gobernanza en Harvard (ver en Lampadia: En búsqueda de un espacio de reflexión), sostiene que el avance del populismo en todas las democracias (incluso la norteamericana) podría derrumbar la democracia liberal, poniendo en riesgo la libertad. ¿Por qué el populismo está avanzando tanto?

Porque hay un proceso de agotamiento del propio relato de la libertad. En Europa y Estados Unidos, después de la crisis de seguridad que se inicia con el 11 de setiembre y con la crisis económica del 2008, hemos visto cómo ha fracasado el discurso de progreso, el discurso que ha fundamentado la creencia de que el hombre era capaz de administrar y gobernar la realidad, generando más bienestar, más prosperidad y más libertad. Las nuevas generaciones contemplan con miedo que ese orden que giraba alrededor de una idea de progreso se ha quebrado. Hay una serie de malestares crecientes en el seno de las sociedades, hay procesos de pérdida de confianza en el futuro y, sobre todo, en la capacidad de la política para seguir gobernando la transformación que nos lleva hacia el futuro, que precipitan la ilusión de demagogos, de discursos sentimentalizados que combaten la razón y la institucionalidad desde una especie de irracionalismo del discurso político.

Las redes sociales están siendo usadas para diseminar noticias falsas

La democracia liberal se funda en la idea de que el rival es un adversario, no es un enemigo político que hay que eliminar o contra el que hay que aglutinar a todo el pueblo, como hacen los populistas. Ese principio también se está rompiendo, hay cada vez menos adversarios y más enemigos. ¿La democracia liberal se está desconsolidando?

Yo creo que sí. La visión de liberalismo ha partido siempre de la creencia de que el otro es necesario, porque no hay verdades absolutas y no hay respuestas absolutas que nos permitan encontrar soluciones inmediatas, sino que siempre las reformas en las que se funda el progreso son posibles mediante el diálogo y la negociación política con otros. Incluso la verdad pública es producto, como veía Karl Popper, de un intercambio de información, donde la suma de perspectivas nos permite ir elaborando un discurso cada vez más omniabarcante de la realidad. La capacidad de diálogo se está rompiendo porque hay cada vez más mayorías sociales que no quieren entender que el otro es una alteridad necesaria, sino que debe ser un enemigo sobre el que proyectar sus malestares, sus impotencias, sus frustraciones, la falta de respuestas; y la demagogia con la que un líder político elabora un discurso populista les convence de que el derecho de voto es un derecho de venganza que repara su condición de víctimas frente a las oligarquías, la partidocracia, las castas y demás causantes de sus malestares.

¿Qué papel juega en esto el avance de las redes sociales, de Internet? Porque de alguna manera la democracia representativa está siendo crecientemente sustituida por una suerte de democracia directa, de manejo plebiscitario. Las intermediaciones tienden a desaparecer. El crecimiento de las redes se hace a costa del buen periodismo también.

Las redes sociales son una base sobre la que está desarrollándose el populismo de una manera cada vez más agresiva. La razón es clara: las redes sociales se basan en estímulos emocionales, no razonados, generan bucles autorreferenciales y estimulan la evolución de esos bucles hacia el fanatismo. Tratar de comprimir respuestas a la complejidad del mundo en muy pocos caracteres rompe el discurso de la democracia, que se basa en un debate permanente de ideas, de argumentación, y propicia precisamente la demagogia. Las redes sociales tienen una gran capacidad de denuncia, pero no tienen capacidad de argumentación. La democracia se sostiene básicamente sobre la argumentación, sobre la capacidad deliberativa de intercambiar opiniones, de razonarlas, sobre la base de que las verdades, como veía Popper o los sofistas en la Grecia clásica, nacen de un intercambio de información, de una contrastabilidad, de un debate, y eso hace que sea complejo el discurso político de la democracia en momentos en los que la permanente sensación de que vivimos en un Estado de excepción hace que el decisionismo se imponga. No importa la argumentación de la decisión, sino la decisión en sí. Y el pueblo demanda inmediatez en las respuestas. No le importa que los problemas se resuelvan, sino que el líder político transmita la sensación inmediata de que está al lado de su pueblo compartiendo su sufrimiento, aunque no tenga respuestas. Eso es lo que está de alguna manera desestabilizando profundamente la democracia.

En España, por ejemplo, el sistema de partidos que había se ha descompuesto por completo. ¿Se está formando un nuevo sistema de partidos?

Yo soy pesimista, pero, bueno, soy un pesimista activo como diría Raymond Aron. Un liberal es un pesimista antropológico, no cree que el hombre es bueno por naturaleza, pero sí cree que es posible articular un discurso de reformas que mejoren la naturaleza de las cosas y la experiencia de la política. En España, en el resto de los países europeos y en EE.UU., se está produciendo una deslegitimación de los partidos tradicionales. Parece irrumpir un fenómeno de pluralismo político partidista mucho más amplio, como se vive en Italia o Alemania o España, pero es aparente, porque en el fondo se están reproduciendo los mismos bloques que el bipartidismo o los partidos tradicionales ofrecían. Hay como una especie de frentismo aglutinador que suma a los partidos que de un modo u otro encarnaban el centro derecha y el centro izquierda.

¿La degradación es inevitable?

Bueno, discursos que antes se articulaban de una manera racional y ahora se sentimentalizan buscando la morbidez de la política. Es decir, la programación basura de la televisión se ha convertido en la programación basura de alguna parte de los partidos políticos. Pero yo creo que es un fenómeno transitorio y que, al final, esas dos grandes categorías que identifican lo político, como decía Norberto Bobbio, plantearán que las categorías de la libertad y de la igualdad tengan que generar nuevos relatos alrededor de los cuales llevar a cabo esa alternancia de la política que ha hecho posible una centralidad estable que ha permitido la prosperidad de las democracias.

¿Hay en la agenda española alguna discusión acerca de los sistemas electorales, la manera de reelegir a los diputados, senadores? Uds. no tienen distritos uninominales como en Francia, Inglaterra, Alemania…

Yo creo que el modelo político en el que mejor podemos inspirarnos es el sistema francés a doble vuelta. Es un sistema mayoritario (uninominal) a doble vuelta que en una primera vuelta permite un pluralismo representativo donde varios partidos compiten con sus candidatos por ser ganador, pero en segunda vuelta tan solo se puede decidir entre los dos partidos mayoritarios. Esto en cada distrito electoral. En España hay un fuerte debate por un modelo de doble vuelta para la elección de los congresistas en distritos uninominales.

¿Hay reformas que se puedan plantear a lo que está ocurriendo en las democracias europeas? Aquí, por ejemplo, hay que reconstruir el sistema de partidos. En España también se ha desintegrado…

Es muy difícil porque vivimos un momento de excepcionalidad. La democracia se ha visto asediada por problemas que la desbordan y se ha producido también una fragmentación en los relatos alrededor de los cuales cada uno interpreta al mundo. Cada vez es más difícil encontrar consensos en la vida civil, hasta en las familias, entre los amigos. ¿Cómo llevar a cabo una reforma de la institucionalidad que preserve la libertad en la que creemos, los derechos fundamentales de la persona, la libertad de expresión, el derecho de propiedad? Lo primero es un proceso de ejemplaridad pública. Hace falta que la política sea ejemplar y que quienes den el paso de estar en la política asuman como en la vieja república romana los valores de virtud imprescindibles para granjearse un cierto reconocimiento social. La ejemplaridad proyectada a las instituciones se traduce en transparencia. Yo creo que el gobierno abierto y la política cristalina son imprescindibles para comprender los procesos de decisión en la elaboración de las leyes, por ejemplo. Enrique Krauze, en un ensayo reciente sobre el populismo titulado “El pueblo soy yo”, explica cómo la democracia directa, en un mundo tan complejo como el nuestro, acaba desembocando en el cesarismo, y el escenario que se asoma es el de un leviatán cesarista si no somos capaces de atajarlo a través de la virtud, la ejemplaridad y la transparencia para crear escenarios de confianza…

En el Perú estamos en un estadio anterior: descubrimos que el Poder Judicial está basado en redes de compadrazgo, amistad o afiliación política. Son sistemas de reciprocidad de favores, que se intersectan con redes criminales externas. Entonces, lo primero es transformar estas instituciones en meritocráticas. Eso me imagino que ya existe en un país como España…

Cuando hablaba de la ejemplaridad, incluyo el mérito y la capacidad para poder desempeñar la representación política. Y eso es lo que tenemos que ser capaces de desarrollar en los próximos años: la transparencia, una rendición de cuentas mucho más habitual, el conocimiento preciso de cuál es el patrimonio con el que uno entra a la política y cuál es el patrimonio con el que uno sale, la generación de oficinas de conflictos de intereses. Hay una cosa que va a revolucionar todo esto, que es la inteligencia artificial, que va a permitir conocer de una manera mucho más precisa todas esas estructuras de redes patrimonializadas y corruptas desde el poder. Es decir, hay fenómenos asociados al proceso de cambio tecnológico que creo que pueden fortalecer la democracia. Los liberales limitaron el poder, porque no confiaban en él y porque sabían que el poder corrompe y quien lo ejerce de manera absoluta se corrompe de manera absoluta.

LÍMITES Y CONTROL DEMOCRÁTICO

“La tecnología puede ser usada para la opresión”

Entonces, el desarrollo de las nuevas tecnologías, por un lado, tiene este efecto corrosivo de la democracia a través de las redes, pero, por otro lado, permitiría avanzar mucho en la transparencia, en la celeridad de los procesos, en fin…

La tecnología no es buena ni mala, pero es voluntad de poder y como tal debe ser controlada y humanizada en términos humanísticos y éticos. Los procesos de cambio tecnológico que hemos vivido han buscado optimizar la circulación de información, y por tanto se han basado en el impulso casi disruptivo exponencial de dos vectores, el de la velocidad y el de la capacidad. Pero, claro, eso ha generado una hiperinflación de conocimiento y de información que nos desborda y frente a la cual debemos desarrollar mecanismos de control que vayan introduciendo elementos más humanísticos, más éticos y, por tanto, instrumentos que se alíen con la democracia y la consolidación de esta y no en su debilitamiento. Sin límites ni control democrático, la tecnología puede convertirse en un instrumento de opresión absoluto. Es decir, el big data puede convertirse en un big brother, en un ciberleviatán, pero tenemos que ser capaces de convertirlo en un big deal que nos permita redefinir un pacto constitucional sobre el que construir una democracia digital. Eso implica que las vulnerabilidades que como personas tenemos en las redes vayan de alguna manera desactivándose con la creación de una nueva categoría de derechos digitales, vayan construyendo una teoría de la propiedad sobre los datos. Pues los datos –que son la huella digital que dejamos nosotros cuando estamos trabajando en Internet o chateando o nos estamos moviendo en el uso de dispositivos inteligentes o la comunicación que nosotros entablamos con máquinas– no tienen en estos momentos propietarios y estamos construyendo un modelo económico digital sin una propiedad de base, y ese es un factor que en mi opinión puede desestabilizar también la democracia, porque yo quiero ser dueño de mis datos y quiero poder monetizarlos y economizar esos datos y quiero poder negociar con otro qué bienes y servicios van a desprenderse de mis datos. No quiero que una gran corporación tecnológica me diga a mí cómo debo negociar mis datos, quiero poder negociar con ella. Que no ocurra lo que denunciaba Adam Smith en “La riqueza de las naciones”, que siempre que dos o más empresarios se reúnen lo hacen para conspirar contra el mercado. Por eso defendía Adam Smith la necesidad de un Estado mínimo, pero un Estado. Hace falta que en el ámbito digital exista un Estado, pero un Estado mínimo, que sea capaz de regular, proteger datos, definir materia de la propiedad sobre los datos, determinar unos derechos digitales, que nos permitan de alguna manera ser ciudadanos digitales que podamos vivir la experiencia política que ya está asociada a la experiencia digital. Lampadia




Seguimos aprendiendo de un ícono liberal

John Maynard Keynes, un ícono del activismo económico con filosofía liberal, todavía es muy relevante en la actualidad. Lo cierto es que en el debate sobre si y cuánto debe gastar el gobierno para rescatar a las economías, y sí en determinadas ocasiones, debe reemplazar la inversión privada, Keynes es el protagonista.

Keynes mismo, era un economista liberal en el sentido tradicional: quería que el gobierno usara su fórmula para enfocarse en el pleno empleo, tanto por razones económicas como sociales. La teoría de Keynes no es liberal ni conservadora. Solo describe una economía en la que la presión sobre cualquier variable afecta a las demás.

Y esta es justamente la dificultad de la aplicación de las teorías económicas, todo se puede relativizar, las interconexiones de las variables son complejas y es imposible aislar una variable y su relación con otra, en contextos dinámicos y de múltiples variables,  como se da en el mundo real.

Keynes creía que los gobiernos liberales tenían que luchar activamente contra las recesiones económicas, o los votantes recurrirían a gobiernos antiliberales que sí lo hacen. Keynes era un creyente de la sociedad libre.

Este pensamiento tan acertado para el mediano plazo es imposible de entenderse por parte de políticos cortoplacistas.

Si difería de los liberales “clásicos” en unas pocas cosas evidentes e importantes, era simplemente porque trataba de actualizar la idea liberal esencial para ajustarla a las condiciones económicas de una nueva era.

Compartimos con nuestros lectores un análisis de the Economist al respecto:

¿Fue John Maynard Keynes un liberal?
Libertad vs economía

Las personas deben tener libertad de elegir. Era su libertad de no elegir lo que le preocupaba

The Economist
18 de agosto, 2018
Traducido y glosado por Lampadia

En 1944, Friedrich Hayek recibió una carta de un huésped del Hotel Claridge en Atlantic City, Nueva Jersey. Esta felicitaba al economista nacido en Austria por su “gran libro”, “El camino a la servidumbre”, que sostenía que la planificación económica representaba una amenaza insidiosa a la libertad. La carta afirmaba que, “moral y filosóficamente, me encuentro de acuerdo y profundamente conmovido”.

La carta a Hayek era de John Maynard Keynes, de camino a la conferencia de Bretton Woods en New Hampshire, donde ayudaría a planificar el orden económico de la posguerra. La calidez de la carta sorprenderá a aquellos que conocen a Hayek como el padrino intelectual del libre mercado del Thatcherismo y a Keynes como el santo patrón de un capitalismo fuertemente intervenido.

Pero Keynes, a diferencia de muchos de sus seguidores, no era un hombre de izquierda. “La guerra de clases me encontrará del lado de la burguesía educada”, dijo en su ensayo de 1925, “¿Soy un liberal?”. Más tarde describió a los sindicalistas como “tiranos, cuyas pretensiones egoístas y seccionales tienen que oponerse valientemente”. Acusó a los líderes del Partido Laborista británico de actuar como “sectarios de un credo desgastado”, “murmurando frases confusas sobre el marxismo”. Y afirmó que “existe una justificación social y psicológica para las importantes desigualdades de ingresos y riqueza” (aunque no por las brechas tan grandes que existían en su época).

¿Por qué entonces Keynes promovía lo que llamamos keynesianismo? La respuesta obvia es la Gran Depresión, llegó a Gran Bretaña en la década de 1930, y destrozó la fe de muchas personas en el capitalismo no administrado. Pero varias de las ideas de Keynes datan de más atrás.

Él pertenecía a una nueva generación de liberales que no estaban esclavizados por el laissez-faire, la idea de que “una empresa privada sin trabas promovería el mayor bien del conjunto”. Esa doctrina, creía Keynes, nunca fue necesariamente verdadera en principio y ya no era útil en la práctica. Lo que el estado debería dejarle a la iniciativa individual, y lo que debería asumir, tenía que decidirse por los méritos de cada caso.

Al tomar esas decisiones, él y otros liberales tuvieron que lidiar con las amenazas del socialismo y el nacionalismo, la revolución y la reacción. En respuesta a la creciente influencia política del Partido Laborista, un gobierno liberal con mentalidad reformista había introducido el seguro nacional obligatorio en 1911, el cual proporcionaba subsidio por enfermedad, prestaciones de maternidad y asistencia limitada por desempleo a los pobres que trabajaban. Los liberales de este tipo consideraban a los trabajadores desempleados como activos nacionales que no debían ser “pauperizados” sin culpa propia.

Este grupo de liberales creía en ayudar a aquellos que no podían ayudarse a sí mismos y lograr colectivamente lo que no se podía lograr individualmente. El pensamiento de Keynes pertenece a este ámbito. Se dedicó a los emprendedores que no podían expandir sus operaciones de manera rentable a menos que otros hicieran lo mismo, y a los ahorradores que no podían mejorar su posición financiera a menos que otros estuvieran dispuestos a pedir prestado. Ninguno de los dos grupos puede tener éxito solo con sus propios esfuerzos. Y su fracaso en lograr sus propósitos también perjudica a todos los demás.

¿Cómo es eso? Keynes dijo: Las economías producen en respuesta al gasto. Si el gasto es débil, la producción, el empleo y los ingresos serán correspondientemente débiles. Una fuente vital de gasto es la inversión: la compra de nuevos equipos, fábricas, edificios y similares. Pero a Keynes le preocupaba que los empresarios privados, dejados a sus capacidades, realizaran muy pocos gastos de este tipo. Él argumentó, provocativamente una vez, que Estados Unidos podría gastar su camino hacia la prosperidad.

Los primeros economistas eran más radicales. Creían que, si la voluntad de invertir era débil y el deseo de ahorrar era fuerte, la tasa de interés caería para alinear a los dos. Keynes pensó que la tasa de interés tenía otro rol. Su tarea consistía en persuadir a la gente a desprenderse del dinero y, en cambio, mantener activos menos líquidos.

El atractivo del dinero, como lo entendía Keynes, era que permitía a las personas preservar su poder adquisitivo mientras diferían las decisiones sobre qué hacer con él. Les daba la libertad de no elegir:

  • Si la demanda de la gente por este tipo de libertad fuera particularmente feroz, se separarían del dinero solo si otros activos parecían irresistiblemente baratos en comparación.
  • Desafortunadamente, los precios de activos muy bajos también deprimirían el gasto de capital, lo que provocaría una disminución de la producción, el empleo y las ganancias.
  • La caída de los ingresos reduciría la capacidad de la comunidad para ahorrar, exprimiéndola hasta que coincida con la escasa disposición de la nación para invertir.
  • Y allí la economía languidecería.

El desempleo resultante no solo era injusto, también era tremendamente ineficiente. El trabajo, Keynes señaló, no se cumple. Aunque los trabajadores mismos no desaparecen por falta de uso, el tiempo que podrían haber dedicado a la economía se desperdicia para siempre.

Tal desperdicio aún persigue al mundo. Desde principios de 2008, la fuerza de trabajo estadounidense ha invertido 100,000 millones de horas menos de lo que podría tener si tuviera un empleo pleno, según la Oficina de Presupuesto del Congreso. Keynes a menudo era acusado por los oficiales de una despreocupación excesiva por la rectitud fiscal. Pero eso no era nada en comparación con el extraordinario desperdicio de recursos del desempleo masivo.

Algo ligeramente rosado

El remedio que se asocia más a menudo con Keynes era simple: si los empresarios privados no invirtieran lo suficiente para mantener un alto nivel de empleo, el gobierno debería hacerlo en su lugar. Estaba a favor de ambiciosos programas de obras públicas, incluida la reconstrucción del sur de Londres desde County Hall hasta Greenwich, de modo que rivalizara con St. James’s. En su carta a Hayek, admitió que su acuerdo moral y filosófico con “El camino a la servidumbre” no se extendía a su visión económica. Era casi seguro que Gran Bretaña necesitaba más planificación, no menos. En la “Teoría General” prescribió “una socialización de la inversión algo comprensiva”.

Sus peores críticos han aprovechado las implicaciones iliberales, incluso totalitarias, de esa frase. Es cierto que el keynesianismo es compatible con el autoritarismo, como lo demuestra la China moderna. La pregunta interesante es esta: ¿si el keynesianismo puede funcionar bien sin liberalismo, puede el liberalismo prosperar sin keynesianismo?

Los críticos liberales de Keynes proponen una variedad de argumentos:

  • Algunos rechazan su diagnóstico. Las recesiones, argumentan, no son el resultado de un déficit de gasto curable.
  • Ellos mismos son la cura dolorosa para gastos mal dirigidos.
  • Las depresiones no representan un conflicto entre la libertad y la estabilidad económica.
  • El remedio no es menos liberalismo sino más: un mercado laboral más libre que permita que los salarios caigan rápidamente cuando aumenta el gasto.
  • El fin de los bancos centrales activistas, porque las tasas de interés artificialmente bajas invitan a inversiones mal dirigidas que terminan fracasando.

Otros dicen que la cura es peor que la enfermedad. Las recesiones no son motivo suficiente para infringir la libertad. Este estoicismo estaba implícito en las instituciones victorianas como el patrón oro, el libre comercio y los presupuestos equilibrados, que ataron las manos de los gobiernos, para bien o para mal. Pero, en 1925, la sociedad ya no podía tolerar ese dolor, en parte porque ya no creía que era necesario. 

Una tercera línea de argumento acepta principalmente el diagnóstico de Keynes, pero tiene conflicto con su prescripción más famosa: la movilización pública de la inversión. Los liberales posteriores a Keynes depositaron más fe en la política monetaria. Si la tasa de interés no reconciliara naturalmente el ahorro y la inversión en altos niveles de ingresos y empleo, los bancos centrales modernos podrían reducirla hasta que lo hiciera. Esta alternativa se sentó más cómodamente con los liberales que el activismo fiscal keynesiano. La mayoría de ellos (aunque no todos) aceptan que el estado tiene la responsabilidad por el dinero de una nación. Dado que el gobierno necesitará una política monetaria de uno u otro tipo, también podría elegir una que ayude a la economía a desarrollar todo su potencial.

Estos tres argumentos tienen refutaciones:

  • Si una economía ha gastado mal, seguramente la solución es redirigir los gastos, no reducirlos.
  • Si los gobiernos liberales no luchan contra las recesiones, los votantes recurrirán a gobiernos antiliberales que lo hagan, poniendo en peligro las mismas libertades que la piadosa inacción del gobierno debía respetar.

Por último, Keynes mismo pensó que el dinero fácil era útil. Él solo dudaba de que fuera suficiente. Sin importar lo generosamente provisto, la liquidez adicional puede no reactivar el gasto, especialmente si las personas no esperan que la generosidad persista. Dudas similares sobre la política monetaria han revivido desde la crisis financiera de 2008. La respuesta de los bancos centrales a ese desastre fue menos efectiva de lo esperado. También fue más entrometido de lo que a los puristas les gustaría. Las compras de activos de los bancos centrales, incluidos algunos valores privados, inevitablemente favorecieron a algunos grupos sobre otros. Por lo tanto, comprometieron la imparcialidad en los asuntos económicos que corresponden a un estado estrictamente liberal.

En crisis severas, la política fiscal keynesiana puede ser más efectiva que las medidas monetarias. Y no necesita ser tan torpe como sus críticos temen. Incluso un estado pequeño y sin pretensiones debe llevar a cabo alguna inversión pública, en infraestructura, por ejemplo. Keynes pensó que estos proyectos deberían programarse para compensar las caídas en el gasto privado, cuando los hombres y los materiales serían de todos modos más fáciles de encontrar.

Al promover la inversión, le complació tener “todo tipo de compromisos” entre la autoridad pública y la iniciativa privada. El gobierno podría, por ejemplo, suscribir los peores riesgos de algunas inversiones, en lugar de emprenderlas por sí mismo.

En la década de 1920, Gran Bretaña contaba con impuestos progresivos y un seguro nacional obligatorio, que recaudaba contribuciones de los asalariados y las empresas durante los períodos de empleo, luego desembolsaba los beneficios de desempleo durante períodos de desempleo. Aunque no se concibió como tal, estos arreglos sirvieron como “estabilizadores automáticos”, eliminando el poder adquisitivo durante los auges y restaurándolo durante las caídas.

Esto puede ser llevado más allá. En 1942, Keynes respaldó una propuesta para reducir las contribuciones de seguro nacional durante los malos tiempos y elevarlos en los buenos tiempos. En comparación con la inversión pública variable, este enfoque tiene ventajas: los impuestos a la planilla, a diferencia de los proyectos de infraestructura, se pueden ajustar con el trazo de un bolígrafo. También difumina las líneas ideológicas. El estado es más keynesiano (juzgado por el estímulo) cuando también es el más pequeño (medido por su recaudación de impuestos).

La teoría keynesiana es finalmente agnóstica sobre el tamaño del gobierno. El propio Keynes pensó que una imposición fiscal del 25% del ingreso nacional neto (aproximadamente el 23% del PBI) es “aproximadamente el límite de lo que se soporta fácilmente”. Le preocupaba más el volumen de gasto que su composición. Estaba muy contento con la idea de dejar que las fuerzas del mercado decidieran qué se compraba, siempre que fuera suficiente. Hecho bien, sus políticas solo distorsionaban el gasto que de otro modo no habría existido.

Ciertamente, el keynesianismo puede ser llevado al exceso. Si funciona demasiado bien para reactivar el gasto, puede estresar los recursos de la economía, produciendo una inflación crónica (una posibilidad que también preocupa a Keynes). Los planificadores pueden calcular mal o sobrepasarse. Su poder para movilizar recursos puede invitar a un cabildeo intenso, que puede volverse militante, requiriendo una respuesta fuerte del gobierno. Los estados totalitarios que Keynes, trabajó duro para derrotarlos, demostraron que la “movilización central de recursos” y “la regimentación del individuo” podrían destruir la libertad personal, como él mismo señaló una vez.

Pero Keynes sintió que el riesgo en Gran Bretaña era remoto. La planificación que propuso fue más modesta. Y algunas de las personas que lo llevaban a cabo estaban tan preocupadas por el socialismo rampante como cualquiera. La planificación moderada será segura, argumentó Keynes en su carta a Hayek, si los que la implementan comparten la posición moral de Hayek. Los planificadores ideales son reacios. El keynesianismo funciona mejor en manos de Hayekianos. Lampadia