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Identidad nacional y retos constitucionales

Identidad nacional y retos constitucionales

José Luis Sardón
Magistrado del Tribunal Constitucional del Perú
y Representante Alterno del Perú ante la Comisión de Venecia
Para Lampadia

Palabras pronunciadas el jueves 21 de octubre, en la Facultad de Derecho de la Universidad Católica San Pablo, de Arequipa, Perú, en el V Encuentro de Estudiantes de Derecho, “Aportes en torno al bicentenario de la República Peruana: identidad, democracia y estado de Derecho y retos constitucionales actuales”.

Buenos días. Agradezco a la Facultad de Derecho de la Universidad Católica San Pablo, organizadora del V Encuentro de Estudiantes de Derecho, por su cordial invitación a estar aquí con ustedes. Es un gusto para mí participar en esta reunión académica organizada en mi tierra, Arequipa, que está siempre presente en mi corazón.

Esta reunión se realiza cuando el Perú celebra doscientos años de vida republicana. Por esto, busca dilucidar la relación entre identidad, democracia y estado de Derecho, y los retos constitucionales que ella plantea. Estando en Arequipa, quisiera tomar el toro por las astas y concentrarme en lo primero y lo último de este asunto: la identidad nacional y los retos constitucionales.

En el Perú, la inquietud por la identidad nacional es un fenómeno recurrente. En los 1970s, se debatió mucho al respecto. Sin embargo, tales indagaciones no llevaron a nada. Pensaría, más bien, que solo sirvieron para generar enfrentamientos y división entre los peruanos, y para descarrilar la atención pública de preocupaciones más conducentes.

En los 1980s, el historiador italiano Ruggiero Romano visitó Lima, invitado por el Instituto de Estudios Peruanos (IEP). En contra de lo que acaso esperaban sus anfitriones, aconsejó que dejáramos de preguntarnos por la identidad nacional. Cuanto más traten de definir la identidad peruana, dijo, más alejados estarán de encontrarla. Búsquenla, en todo caso, en los aspectos más prosaicos de la vida, como la cocina —añadió.

La Constitución de 1993 fue alumbrada bajo ese enfoque práctico. Aunque no se despojó del todo de los ímpetus románticos de su predecesora, es más sobria desde su Preámbulo. Tiene solo 206 artículos, mientras que la Constitución de 1979 tuvo 307. Comentando esto, el politólogo Giovanni Sartori dijo, alguna vez, que le ponía “los pelos de punta”.

El efecto positivo de la Constitución de 1993 sobre el proceso de desarrollo peruano es innegable, pero hubiese sido mayor si se la hubiera sido aplicado más fielmente. El 2002, por ejemplo, en la sentencia expedida en el caso Sindicato Telefónica, el Tribunal Constitucional restituyó la estabilidad laboral absoluta, apelando a una argumentación especiosa.

Como ha acreditado ampliamente el economista Miguel Jaramillo, a partir de ese momento el número de contratos a plazo indefinido quedó congelado. Desde entonces, solo se incrementó el número de contratos a plazo fijo. Por ello, su estudio se titula “Los efectos desprotectores de la protección del empleo: el impacto de la reforma del contrato laboral del 2001”.

Las siguientes conformaciones del Tribunal Constitucional no han corregido si no agravado el problema. El año pasado, tumbó el régimen MYPE, que era una excepción a la regla de la estabilidad laboral. Solo dos magistrados hicimos notar que el artículo 59 de la Constitución le daba sustento. En ese caso, el demandante, ay, fue el Colegio de Abogados de Arequipa.

Al permitir una mejor asignación de los recursos productivos, el régimen MYPE fue una de las explicaciones del crecimiento pro-pobre experimentado en el Perú. Como demostró un estudio elaborado por Hugo Ñopo, entre el 2007 y el 2016, el gasto real per cápita creció en todos los hogares peruanos, pero creció más en los percentiles pobres que en los ricos.

Así, la Constitución no ha sido aplicada siempre fielmente. Pero no solo ello. En sus 28 años de vida, ha tenido 24 reformas. La más controversial es también del 2002: el lanzamiento de gobiernos regionales en Departamentos. Debido a ella, el Perú tiene gobiernos regionales, pero no regiones, ya que la creación de estas fue rechazada en el referéndum de 2005.

Evidentemente, no debía ponerse la carreta por delante de los bueyes: primero debieron crearse las regiones; luego, los gobiernos regionales. En su texto original —redactado por nuestro querido paisano Juan Guillermo Carpio Muñoz—, la Constitución establecía que las regiones debían ser creadas de abajo hacia arriba, no impuestas de arriba hacia abajo. Era lo sensato.

Los gobiernos regionales derivaron de un razonamiento esquemático simplista. Ellos no tienen el arraigo histórico de los gobiernos locales. Consecuentemente, la curva de aprendizaje que están siguiendo, respecto del uso de recursos públicos, es una penosamente abierta. El país paga un alto costo por ello, en términos no solo económicos sino también políticos.

A pesar de sentencias constitucionales no siempre fieles a su texto y de reformas constitucionales no siempre bien pensadas, la Constitución ha tenido resultados positivos. La economía peruana de 2019 fue tres veces y medio la de 1993. Consecuentemente, la pobreza se redujo a un récord histórico de 20%. Además, en la medida que la Constitución se aplicó con fidelidad, se redujo también la desigualdad.

Como alguna vez hizo notar el economista Richard Webb, el despegue económico peruano falsea la hipótesis de “la campana de Kuznetz”, según la cual la desigualdad aumenta necesariamente al pasarse del subdesarrollo al desarrollo —especialmente, cuando se lo hace aceleradamente. En el Perú, bajo el régimen constitucional económico, no ocurrió ello.

La Constitución ha logrado todo esto porque ha afirmado la libertad económica, que es el mejor predictor de crecimiento que se conoce. En los índices de libertad económica, el Perú ha obtenido muy altos puntajes en componentes como la estabilidad monetaria y la apertura comercial. Los fundamentos institucionales de ambos están en normas constitucionales.

No todo el esquema constitucional ha sido apropiado, sin embargo. El 2020 fue nuestro annus horribilis. El COVID-19 fue enfrentado con una cuarentena tan drástica como inútil: el Perú ha tenido el número más alto de muertos por COVID-19 por millón de habitantes del mundo. Al 10 de octubre, 5,982, mientras que el promedio mundial es de apenas 616. Tenemos casi diez veces el promedio mundial.

Al mismo tiempo, la economía se contrajo 12%, volviendo al tamaño que tenía cinco años atrás. Además, la reducción de la actividad económica afectó a todos, pero más a los más pobres. Como ha señalado el Instituto Peruano de Economía (IPE), la pobreza regresó a los niveles que tenía diez años atrás. El 2020, el tamaño de la economía fue el de 2015, pero el porcentaje de peruanos bajo la línea de la pobreza fue el de 2010.

Las políticas públicas que han llevado a esta situación tienen responsables que deben ser identificados. Sin embargo, también debe entenderse que fueron gestadas bajo una estructura política inadecuada. Esta contribuyó, en alguna medida, a ello. Así, si hay algo que reformar en la Constitución no es el régimen económico sino la estructura del Estado; esto es, el sistema de gobierno y el de representación.

A través de una adecuada disposición de las reglas de juego político, una buena estructura del Estado debe ponernos a salvo de políticas púbicas desastrosas, y de actores políticos que —con la coartada de la lucha contra una pandemia— avancen una agenda ideológica extraña. La democracia constitucional, en suma, debe vacunarnos contra el virus del populismo.

Nuestro sistema de gobierno es una mezcla abigarrada de presidencialismo y parlamentarismo. Las funciones del presidente de la República son no solo de jefe de Estado sino también de jefe de gobierno; además, es elegido directamente por el pueblo. Esto no ocurre ni siquiera en los Estados Unidos, cuna del presidencialismo, donde esta elección pasa por un Colegio Electoral. Es, pues, semi-directa.

Por otro lado, desde 1848, aquí el Congreso puede censurar a los ministros de Estado, al estilo de los sistemas parlamentarios europeos. Dados los excesos en los que se incurrió en el ejercicio de esta facultad, antes del largo paréntesis al proceso constitucional del gobierno militar (1968-1980), las últimas dos Constituciones introdujeron normas que buscaban un mayor equilibrio entre los poderes elegidos.

Sin embargo, este equilibrio ha resultado elusivo. La Constitución de 1993 señala que los ministros no solo deben plantear cuestión de confianza al inicio de su gestión, sino que pueden hacerlo también más adelante. En el caso Cuestión de Confianza (Exp. 0006-2018-PI/TC), por unanimidad, el Tribunal Constitucional precisó que ello podía hacerse solo sobre “políticas que su gestión requiera”.

Empero, por mayoría, el propio Tribunal Constitucional, en el caso Disolución del Congreso (Exp. 0006-2019-CC/TC), admitió no solo que se planteara cuestión de confianza sobre una atribución exclusiva del Congreso, sino que se admitiera su denegación fáctica. En el voto singular que emití entonces —coincidiendo con otros dos colegas—, opiné que ello vacía de contenido al principio de separación de poderes.

El telón de fondo del enfrentamiento entre poderes elegidos estuvo dado por el resultado de las elecciones generales de 2016. Como se recordará, en la primera vuelta, Fuerza Popular obtuvo 57% del Congreso; sin embargo, en la segunda, la presidencia de la República la consiguió Pedro Pablo Kuczynski, cuyo partido (PPK) tenía solo 16% del Congreso. Esto nos puso en trayectoria de colisión.

Para evitar que esto se repita necesitamos un sistema de partidos. En su dimensión orgánica, la democracia constitucional puede definirse como la alternancia ordenada de partidos en el poder. Gracias a ello, se supera la visión de corto plazo en los actores políticos. Quienes están en el poder saben que en la elección siguiente pueden pasar a la oposición, pero en la subsiguiente pueden volver al poder.

La democracia constitucional así definida contribuye a que todos sean medidos con una misma vara por la justicia, puesto ello se convierte en interés común. De esa manera, surge y se va fortaleciendo en el tiempo el estado de Derecho. Este es no solo el ideal al que apunta todo orden constitucional sino también el componente clave de la libertad económica. Esta no llega a dar nunca todos sus frutos sin él.

La formación de un sistema de partidos no puede hacerse por decreto, pero sí inducirse con reglas apropiadas. La fragmentación partidaria puede ser desalentada con reglas antitransfuguismo como las que contuvo la reforma del Reglamento del Congreso de 2016. Lamentablemente, también con mi voto en contra, el Tribunal Constitucional tumbó dicha reforma.

Sin embargo, para contar con un sistema de partidos, más importante todavía es el sistema de representación. La fragmentación partidaria está asociada a la representación proporcional; la consolidación, a la representación de mayorías, basada en la elección de los congresistas en distritos electorales pequeños, en los que se elijan no más de tres representantes.

En el Perú, la fragmentación legislativa está claramente asociada a la introducción de la representación proporcional en 1963, por el Decreto Ley 14250. Ella es una de las explicaciones al paréntesis constitucional más largo de nuestra historia, al que ya nos referimos (1968-1980). Lamentablemente, ha sido mantenida por las Constituciones y leyes electorales siguientes.

La elección de los congresistas en distritos electorales uni, bi o trinominales introduciría incentivos contrarios a la dispersión de los partidos políticos. Más importante aún, posibilitaría una rendición de cuentas más clara, al acercar a los representantes a la ciudadanía. No es casual que este sistema sea utilizado en las democracias más asentadas de países grandes, en los que no hay mecanismos alternativos de rendición de cuentas.

Complementariamente, debe repensarse nuestro calendario electoral. Si se quiere mantener la elección simultánea del Congreso y el Ejecutivo, el mandato debiera ser de solo cuatro años, como en Argentina, Brasil, Colombia, Chile o Ecuador. Mayor frecuencia en las elecciones significa mayor control ciudadano sobre el proceso político.

Mejor sería introducir elecciones escalonadas, como las de los Estados Unidos. Allí el mandato presidencial es de cuatro años, pero el de los representantes es solo de dos. El de los senadores es de seis, pero renovándose por tercios cada dos años. Así, se combinan oportunidades de cambio débil (cuando se renuevan todos los diputados y un tercio de los senadores) y de cambio fuerte (cuando además se renueva la presidencia).

Este calendario, en todo caso, proscribe las oportunidades de cambio total, que existen en las elecciones simultáneas. Evidentemente, es muy riesgoso que se pueda cambiar no solo al Ejecutivo sino también al íntegro del Congreso cada cinco años. Ello aleja las posibilidades de desarrollar la eficiencia adaptativa de la que habló el Premio Nobel de Economía Douglass S. North. Esta deriva de combinar el cambio y la continuidad.

Un calendario electoral escalonado requiere la reintroducción del Senado. El expresidente de la República Martín Vizcarra lo propuso como una de sus reformas políticas, pero terminó haciendo campaña contra ella, en la idea de que la prioridad era impedir cualquier posibilidad de reelección de los congresistas. Parece que prestó oídos a alguna tuitera, que debiera pensar más.

Un informe de la Comisión de Venecia —preparado para la Organización de Estados Americanos (OEA)— señala que no es lo mismo establecer límites a la reelección para un cargo ejecutivo individual que para integrar un colegiado sin funciones ejecutivas como el Congreso. En Estados Unidos, algunos estados solo permiten tres elecciones a la Casa de Representantes y dos al Senado, pero la regla es que se permite la reelección.

El Senado, además, permitiría combinar diferentes circunscripciones electorales y criterios de representación. Podrían elegirse proporcionalmente seis senadores en seis macrorregiones: Norte, Sur, Centro, Oriente, Lima-Norte y Lima-Sur. Estas circunscripciones senatoriales nos pondrían en rumbo de corregir la situación de los gobiernos regionales en Departamentos.

El Senado, en fin, debiera actuar solo como cámara de revisión, no tener iniciativa legislativa. Además, debiera encargarse de la elección de las personas que ocupan cargos fundamentales en la administración pública, en la administración de justicia, en las fuerzas armadas y en la representación diplomática. El Senado no debió nunca ser suprimido sino perfeccionado.

Evidentemente, hay reformas constitucionales pendientes. Sin embargo, estas deben ser puntuales. Sería lamentable que se instrumentalice la necesidad de estas reformas para pretender una refundación de la República. Uno no puede pretender siquiera borrar su pasado; más bien, debe abrazarlo como suyo, con todos sus errores y aciertos.

La inquietud por la identidad nacional no debe volver a instaurarse en el debate público peruano, por más que venga alentada por vientos globales. Qué paradójico: la inquietud por la identidad nacional es hoy un fenómeno global. Francis Fukuyama ha dedicado un sendo volumen a explicarlo: Identidad: La demanda de dignidad y las políticas del resentimiento. Los peruanos debemos resistir esas malas tendencias.

Como ha señalado hace pocos días Alonso Cueto, por pelear “la batalla del pasado”, “por perdernos en las divisiones bizantinas, [podemos] no atende[r] los problemas inmediatos”. Tenemos, pues, que canalizar adecuadamente los actuales ímpetus reformistas, separando la paja del trigo, lo bueno de lo malo de nuestro orden constitucional, sin descarrilar la promesa de la vida peruana de la que habló Basadre.

Concluyo con Alonso:

Si alguien quiere seguir peleando la guerra de la conquista, pues adelante. Pero sin estos traumas recurrentes, afirmándonos por nosotros mismos y no por oposición a otros, nos irá mejor, incluso bien.

Muchas gracias.

Lampadia




La Constitución Incompleta

La Constitución Incompleta

José Luis Sardón de Taboada
Miembro del Tribunal Constitucional

Con gran sentido de la oportunidad, el Centro de Estudios Constitucionales del Tribunal Constitucional acaba de reimprimir el libro La Constitución Incompleta de José Luis Sardón. En un momento como este, en el que se quisiera derogar la Constitución del 93 y aprobar otra, el texto de Sardón es de lectura obligatoria porque nos hace ver con claridad que lo importante de una Constitución, más que su parte dogmática -referida a los derechos que consagra- es su parte orgánica -las reglas del juego político, de la organización del poder-, porque es de esas reglas que depende en última instancia que se cumplan y defiendan los derechos civiles, sociales y económicos consagrados en la parte dogmática.

Hay sistemas de reglas de juego político que funcionan y otros que no. Los que funcionan son los que favorecen la gobernabilidad y la adecuada representación de los electores, y la capacidad de estos de fiscalizar a sus representantes y lograr que estos realmente promuevan sus intereses y derechos.

Por eso en Lampadia hemos decidido publicar este libro. Para demostrar que lo que necesitamos cambiar en nuestra Constitución no es la parte dogmática, sino la orgánica. Sardón, luego de examinar la historia constitucional del Perú y los modelos francés y norteamericano, y la lógica de los distintos sistemas, concluye que el Perú debería avanzar a un sistema presidencialista mas definido con un mandato presidencial de cuatro años, con un sistema de elección escalonada de diputados y senadores, eligiendo a los diputados en distritos electorales uninominales. Recuerda que la constitución de 1860, que duró 60 años y permitió el crecimiento económico de los primeros 30 años del siglo XX, contenía reglas similares a esas.

Sardón explica cómo la mayor frecuencia de las elecciones parlamentarias sirve para ajustar la correlación política a los cambios en la opinión pública evitando una acumulación traumática de tensiones. Y cómo los distritos uninominales permiten desarrollar una verdadera relación de representación y mejorar la rendición de cuentas a los electores, y también reducir el número de partidos de manera de construir un verdadero sistema de partidos que permita la gobernabilidad.

Este libro es un aporte fundamental al debate de la reforma política en el Perú. El propio Sardón reconoce que una alternativa a la que él propone es mejorar nuestro sistema de reglas acercándonos mas al modelo francés, que contiene fuertes elementos parlamentaristas. Son los temas que debemos discutir. El país no puede persistir con una democracia mal estructurada, con reglas de juego que no funcionan. Tenemos que reconquistar nuestra viabilidad como nación. Sardón nos ayuda en esa tarea ineludible.

Líneas abajo presentamos el epílogo, el índice y algunos cuadros del libro de Sardón:

El Epílogo

En el Perú contemporáneo, a lo largo de mucho tiempo, hemos cultivado un constitucionalismo romántico, pensando que el rol de las Constituciones era “concientizar” a los ciudadanos respecto a sus derechos fundamentales.  A partir de Ia Constitución de 1920, nuestras Cartas políticas han ido haciendo declaraciones de derechos cada vez más amplias, detallistas y ambiciosas.

La Constitución de 1979 llevó esta postura al extremo, dedicándole todo su Título I a este tema. Esa Constitución llegó a tener 307 artículos. La actual Constitución tiene 206.  Puede decirse que es un poco más realista y prudente en su aspecto dogmático, pero no está totalmente libre de los impromptus constitucionales demagógicos, ya que “consagra” muchos derechos que no hay manera de hacer efectivos.

Esta postura no nos ha llevado, no nos podía llevar, muy lejos. Ya parece hora de comprender que esta no es Ia manera de lograr los objetivos nacionales y que, como dijo Felipe Ortiz de Zevallos M., “una Constitución no debe plantear lo máximo a lo que aspira una sociedad sino lo mínimo en lo que se puede poner de acuerdo para gobernarse”.

El desarrollo económico y social depende, en el largo plazo, de Ia creación de un orden político democrático, ¡porque solo Ia democracia disminuye Ia incertidumbre inherente al proceso político. Pero Ia estabilidad democrática depende no tanto de “normas de conducta” cuanto de “reglas de organización”.  No son las prescripciones enfáticas sino las reglas de juego político racionalmente diseñadas las que pueden contribuir a obtener ese resultado.

De poco sirve que Ia Constitución de 1979 estableciera que “nadie debe obediencia a un gobierno usurpador” o que “son nulos los actos de toda autoridad usurpada” cuando ella misma fomentó la multiplicación de los partidos y Ia performance poco responsable y eficiente del gobierno, mediante el calendario electoral y los distritos electorales que había fijado.

AI dificultar Ia posibilidad de que el Perú enrumbara hacia un sistema político responsable y hacia Ia formación de un sistema de partidos propicio, Ia afirmación de Ia  democracia termino  siendo  una  cuestión  indiferente  para  Ia   población, cuando arreció el embate del terrorismo y Ia crisis económica.

Ahora bien, (¿no pecará de optimismo o simplismo Ia propuesta contenida en este ensayo? No lo sé, pero si estoy seguro de que Ia reforma institucional es Ia (única alternativa de acción política -en su sentido de elección racional- con que se cuenta. Esta reforma sí puede hacerse desde el Estado, a través de una decisión de los legisladores o, mejor aún, de los constituyentes.

Es evidente que existen restricciones al diseño deliberado de instituciones constitucionales propicias. Recientemente, Stefan Voigt ha enfatizado las trabas provenientes de Ia estructura económica de una sociedad,  del carácter de Ia acción de los grupos de presión y hasta de Ia falta de una cultura constitucional -entendida como ausencia  de individualismo metodológico- que  puede  existir en las naciones latinoamericanas.

Es cierto que puede haber condiciones preconstitucionales que dificulten en grado sumo Ia reforma constitucional propuesta. Sin embargo, sería muy grave, desde un punto de vista tanto político como moral, que se llegara a concebir el sistema político como variable dependiente de circunstancias históricas que se ubican más allá de Ia elección racional. En esa perspectiva, el Perú no tendría alternativas de acción política.

En Ia conformación de un sistema político responsable y en Ia configuración de un sistema de partidos funcional, cuentan circunstancias históricas irrepetibles,  pero estas circunstancias no deben ser vistas como el factor fundamental, ya que hacerlo supone   colocar  lo  que  los  psicólogos  llaman  el  “locus  de control” fuera del alcance de Ia voluntad -y, por tanto, de Ia responsabilidad- de los individuos.

Hacer esto –concebir el sistema electoral como una variable dependiente- no es inofensivo: tarde o temprano seguramente operará  el mecanismo de las “profecías autocumplidas” -esto es, se desatarían conductas  irresponsables  y disociadoras  que apuntarían a demostrar que, en efecto, es correcta Ia insistencia en Ia relevancia de los factores históricos irrepetibles.

Por  otro lado,  resulta  también  cierto  que  Ia  estabilidad política  puede  no  ser  un  objetivo  totalmente  deseable.   En Francia ,  Ia  Constitución  de  1958 ha  brindado  estabilidad  al proceso político, pero ello ha ido asociado a una mayor intervención  del Estado en Ia economía.  El intervencionismo estatal en Ia economía -en Ia forma de sobrerregulaciones o presiones tributarias elevadas -de hecho, desincentiva Ia performance económica eficiente.

En realidad, en los años sesentas y setentas ya Mancur Olson había desarrollado  in extenso Ia idea de que  Ia estabilidad política puede traer consigo el fortalecimiento de los grupos de presión y, por tanto, Ia perdida de autonomía  de los congresistas. El bien común -como dirían los socialcristianos- podría resultar muy difícil de identificar, en  media  de  las presiones gremiales  particulares,  fortalecidas  por  Ia estabilidad  política -y,  por cierto, por Ia representación  de mayorías.

Sin embargo, a pesar de estos aspectos negativos que puede traer  consigo  Ia estabilidad  política, esta  seguirá siendo un objetivo deseable en Ia medida en que el crecimiento económico obtenido  gracias a ella sea tan importante  que el resultado económico  neto sea mejor, a pesar de Ia previsible mayor participación  del  Estado  en  Ia  economía.   Es,  pues,  a  los resultados finales a los que hay que prestar atención, y alii si no hay duda  del impacto económico y social positivo que  traen consigo las democracias estables.

Debemos  obrar  con  cautela  pero  también  con  firmeza. Como recomienda Giovanni Sartori, no debemos brincar de Ia sartén al fuego, pero tampoco debemos  dejarnos paralizar por los riesgos inevitables. AI igual que los filósofos de Ia Ilustración y los fundadores  del análisis económico del derecho  constitucional -la literatura de Ia elección pública-, debemos comprender los alcances y los límites de Ia apuesta  a Ia reforma institucional, y seguir adelante con ella.

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Sentido de la constitución

Sentido de la constitución

Consideramos de máxima importancia para la opinión pública, compartir las palabras pronunciadas por el Tribuno José Luis Sardón, sobre el ‘Sentido de la Constitución’ con ocasión de la celebración del 25 aniversario de la creación del Tribunal Constitucional.

José Luis Sardón
Magistrado del Tribunal Constitucional del Perú
Representante Alterno del Perú ante la Comisión de Venecia
25 de junio, 2021

Buenos días. Es muy grato para mí estar esta mañana con ustedes, en la celebración del veinticinco aniversario —las Bodas de Plata— del Tribunal Constitucional del Perú, para compartir una reflexión relevante para esta ocasión. Agradezco a nuestra presidenta, la doctora Marianella Ledesma Narváez, por su gentil convocatoria. Agradezco también las generosas palabras de presentación del doctor Ernesto Blume Fortini, expresidente del Tribunal Constitucional, y del señor José Callo Romero, mi paisano y amigo. Solo debo agregar que lo que aquí diga no compromete en modo alguno a nadie más que a mí mismo.

Sin más preámbulo, paso a abordar el tema que pretendo dilucidar ahora: ¿cuál es el sentido de la Constitución? Según Ludwig von Mises, la acción humana se caracteriza por tener necesariamente un sentido:

pretende alcanzar precisos fines y objetivos

dice al inicio de su magna obra, La acción humana. Elaborar Constituciones no es —no puede ser— una excepción a esta regla. ¿Para qué se redacta, entonces, una Constitución?

En el mundo contemporáneo, existen alrededor de doscientos países. Casi todos tienen una Constitución escrita. Es una práctica tan extendida que incluso hay organizaciones internacionales dedicadas a ayudar a los países a hacer o rehacer sus Constituciones. La más importante es la Comisión de Venecia, creada por el Consejo de Europa en 1990, para ayudar a los países de Europa del Este a diseñar sus Constituciones, una vez sacudidos del comunismo.

Algunos países tienen Constitución con otro nombre. El caso más notable es la República Federal de Alemania. Su Constitución es la Ley Fundamental de Bonn de 1949. En realidad, la principal excepción a la regla es el Reino Unido y algunos otros países del Commonwealth británico. No tienen una Constitución escrita, pero sí documentos como el Acta de la Reforma de 1832, las Actas del Parlamento de 1911 y 1949, y la más reciente Acta de Reforma Constitucional de 2005. La Constitución del Reino Unido vendría a ser la suma de dichos documentos, y su aplicación práctica.

Para responder cuál es el sentido de la Constitución, entonces, no debemos distraernos por su nombre, sino concentrar nuestra atención en dos puntos:

  • Primero, sus efectos prácticos; y,
  • Segundo, su contenido.

Solo prestando atención a ellos, podemos responder adecuadamente a la pregunta sobre el sentido de la Constitución.

Empecemos, entonces, por precisar cuáles son los efectos prácticos de la Constitución. El principal de ellos es tan evidente que podemos no percatarnos de su existencia: prevenir el cambio normativo. Toda Constitución busca ser un ancla normativa, es decir, fijar en el tiempo normas que se estiman fundamentales para la vida y el desarrollo de una sociedad.

La diferencia entre la Constitución y la ley es que aquella resulta más difícil de cambiar que esta. En el caso del Perú, por ejemplo, una ley ordinaria requiere ser aprobada por una mayoría simple de los miembros del Congreso. Toda reforma de la Constitución, en cambio, requiere ser aprobada por una mayoría absoluta de congresistas y luego ratificada en referéndum. Si dicha reforma alcanza una mayoría calificada de dos tercios del Congreso, en dos legislaturas ordinarias consecutivas, se puede obviar el referéndum.

En sus 28 años, nuestra Constitución ha tenido 24 reformas. Esto contrasta con lo ocurrido en los Estados Unidos. En sus 234 años, la Constitución de ese país ha tenido 27 enmiendas. 24 reformas en 28 años equivale casi a una reforma por año; 27 enmiendas en 234 años equivale casi a una enmienda cada diez años. La estabilidad constitucional de los Estados Unidos es, pues, diez veces la nuestra. Seguramente, ello explica —al menos, en parte— porqué su nivel de desarrollo —en términos de PBI per capita— es también diez veces el nuestro: USD6,978 versus USD65,298, según el Banco Mundial.

En realidad, la Constitución de los Estados Unidos es la más antigua del mundo. En ese país, todo es nuevo, salvo su Constitución. El juez Antonin Scalia contrastaba los Estados Unidos con Italia. En Italia —decía—, todo es más antiguo, salvo su Constitución. La Constitución italiana es de 1947, mientras que la americana es de 1787. Tener la Constitución más antigua del mundo, seguramente también, contribuye a explicar porqué la economía de los Estados Unidos es la más grande del mundo. Es 50% más grande que la de China, a pesar de tener solo una cuarta parte de su población.

A pesar de no tener una Constitución escrita, los ingleses tienen tan clara la importancia de la estabilidad de la Constitución que en la canción titulada nada menos que Revolución —compuesta por John Lennon, el más rebelde de Los Beatles— se afirma:

Dices que vas a cambiar la Constitución
Bueno, ¿sabes?
Nosotros todos queremos cambiar tu cabeza

Evidentemente, la estabilidad constitucional no es un valor absoluto, pero debe serse cauto al reformarse una Constitución. Si cambiar la Constitución fuera tan fácil como cambiar o reformar una ley cualquiera, no podría hablarse siquiera de Constitución.

Ahora bien, para comprender cabalmente el sentido de la Constitución, debe dilucidarse también el segundo punto al que me referí al principio: su contenido. ¿Cuál es o debe ser este? Así como hay Constituciones que no se llaman de esa manera, también hay otras que se llaman Constitución, pero que no califican como tales, pues no contienen las normas constitucionales características. ¿Cuáles son estas? Cuatro siglos antes de Cristo, en La Política, Aristóteles describió la constitución de diferentes ciudades griegas. Al hacerlo, se refirió a su forma de organización política efectiva.

Lo característico de una Constitución es, pues, definir la organización política de un país. Pero no solo ello. Desde sus antecedentes antiguos y medievales, la idea de Constitución significó el establecimiento de límites al poder. La Carta Magna de 1215, por ejemplo, fijó límites a la voluntad o al capricho del rey, al establecer que no podía tomar la vida, la libertad y la propiedad de los lords sin un debido proceso. Una Constitución no puede establecer, pues, cualquier estructura de gobierno sino una que sirva para crear un estado de Derecho —es decir, un gobierno de leyes, no de hombres:

antes fueron leyes que reyes

dijeron en Aragón a fines del siglo XVI, frente a los ímpetus absolutistas del Rey de España Felipe II, basándose en los legendarios Fueros de Sobrarbe.

La respuesta completa a la interrogante que nos convoca esta mañana es, pues, la siguiente: el sentido de la Constitución es establecer un gobierno limitado y estable. Un gobierno de este tipo no es un fin en sí mismo sino un medio para asegurar la vigencia de los derechos fundamentales de las personas, y permitir que se desarrollen las iniciativas empresariales, de creación económica y de progreso, que están latentes en la sociedad. Es un instrumento para tener una sociedad libre y próspera, en la que florezcan los proyectos de vida de sus ciudadanos, familias y empresas.

Un gobierno sin límites tiene efectos perversos en lo político, lo económico y lo moral; condena a un país no solo a la pobreza sino también a la desmoralización. Quien haya podido tratar con personas provenientes de países con gobiernos totalitarios podrá corroborarlo: lo más triste no es que sean pobres sino que están quebrados moralmente. Tienen arraigada la idea, derivada de su propia experiencia, de que el abuso es consustancial a la interacción humana. Creen, como Hobbes, que el hombre es el lobo del hombre, porque bajo un régimen totalitario no impera la razón sino el miedo.

Un diseño constitucional orgánico adecuado, en todo caso, no es tarea simple. No hay una fórmula única para hacerlo. Cada arreglo institucional debe responder a la historia y cultura de cada sociedad. Ello no significa, por supuesto, que la política comparada no ofrezca sugerencias de las que se debe tomar nota. Una Constitución, en realidad, ha de combinar consideraciones universales y particulares.

Por otro lado, no hay ninguna opción que no tenga pros y contras. En realidad, ni siquiera es claro qué aspectos una estructura de gobierno ha de incluir. Nadie cuestiona la importancia de la separación de poderes, pero hay quienes afirman que aún más importante es facilitar el surgimiento de partidos y sistemas de partidos. Más que el sistema de gobierno, importaría el sistema de representación. Desde que son la bisagra entre la sociedad y el Estado, los partidos representan el primer nivel de organización política.

Como enseñó Giovanni Sartori, los partidos modernos —a diferencia de las facciones per-modernas— solo surgen cuando hay sistemas de partidos, es decir, cuando la conducta de unos es acotada o constreñida por la de los otros. Un sistema de partidos implica la alternancia ordenada de partidos en el poder. Repetida en el tiempo, esta hace que surjan estrategias de prestigio entre los participantes. Robert Aumann, Premio Nobel de Economía 2004 y uno de los principales autores de la teoría de juegos, dice:

La repetición posibilita la colaboración

Por el contrario, allí donde no hay una alternancia ordenada de partidos en el poder, surgen estrategias predatorias. Los gobernantes tienden a pensar, como los Corintios:

Comamos y bebamos que mañana moriremos

ya que, al salir del poder, no pasan luego a la oposición sino a la cárcel. Saltan sobre ellos, como fieras, los aliados del nuevo gobernante —incluyendo algunos ex-colaboradores que les traicionan a la velocidad de un rayo—, con el aplauso de la prensa venal y la tribuna exaltada. En una situación así, no hay estado de Derecho posible; el Derecho y la administración de justicia son una y la misma cosa que la lucha política. Se entroniza, entonces, la desconfianza y se degrada la vida en sociedad.

Indudablemente, pues, una Constitución debe establecer no solo una adecuada separación entre los poderes del Estado sino también reglas propicias para el surgimiento de partidos y sistemas de partidos. Según Patrick Gunning, una Constitución que no define un sistema de representación no merece ser llamada Constitución. Con frecuencia, sin embargo, los debates constitucionales soslayan esto y priorizan el reconocimiento de derechos fundamentales. Ello es un error: los derechos no se protegen tanto por declaraciones enfáticas como por arreglos institucionales propicios. Como dijo Felipe Ortiz de Zevallos Madueño durante los debates que dieron origen a nuestra Constitución:

Una Constitución no debe plantear lo máximo a lo que aspira una sociedad sino lo mínimo en lo que se puede poner de acuerdo para gobernarse.

La Constitución de los Estados Unidos incluye una Carta de Derechos, pero ella no es lo esencial de dicha Constitución. Lo esencial son las normas que establecen una estructura de gobierno basada en el principio de la separación de poderes. Existen Constituciones que han reconocido más derechos que la de los Estados Unidos. Scalia solía señalar a la de la Unión Soviética de 1977. Esta se explayaba en reconocer los derechos, pero no establecía pesos y contrapesos dentro del gobierno. Consecuentemente, contribuyó al descalabro de ese país en 1991.

En los últimos treinta años, en Latinoamérica, la expansión de derechos fundamentales frecuentemente ha sido utilizada como cortina de humo para instaurar regímenes autoritarios, si es que no totalitarios. Prometiendo el oro y el moro, algunas Constituciones latinoamericanas recientes han distraído a la población del verdadero interés de sus propulsores: permanecer en el poder. Observando este fenómeno recurrente, por eso, cuando alguien propone cambiar la Constitución debe uno preguntarse: ¿qué querrá este señor realmente —no será solo quedarse en el gobierno para siempre?

El cambio total de Constitución es más riesgoso que las reformas parciales frecuentes, ya que significa el “reseteo” total del sistema jurídico del país. Toda norma jurídica que se oponga a la nueva Constitución queda derogada. El adanismo constitucional implica, además, una condena radical del pasado, en el que no se reconoce nada bueno, noble y generoso; al mismo tiempo, supone la pretensión —la fatal arrogancia, diría Hayek— de que la nueva generación hará todo mejor ahora. ¿Qué garantía hay de que eso ocurra? ¿Basta acaso con que muestre indignación frente a las deficiencias previas?

Ciertamente, destruir instituciones es mucho más fácil que reconstruirlas; en realidad, una vez destruidas, resulta imposible reconstruirlas. Es como querer reparar una telaraña con la mano, habría dicho Ludwig Wittgenstein. A finales del siglo XVIII, Edmund Burke ya advirtió lo siguiente:

La ciencia de componer un gobierno, o renovarlo, o reformarlo, como todas las demás ciencias fundadas en la experiencia, no se puede aprender a priori; la experiencia de esta ciencia práctica no se adquiere en un día, porque los efectos reales de las causas morales no siempre son inmediatos. Algo que parece perjudicial en una primera inspección, puede ser muy bueno en sus consecuencias posteriores; esta misma bondad puede acaso derivar de los malos efectos producidos al principio. Puede también ocurrir lo contrario; proyectos muy plausibles, después de haber tenido los principios más lisonjeros, acaban por causar arrepentimiento y vergüenza. (…) Así, pues, desde que la ciencia del gobierno es del todo práctica en sí misma, versa sobre tanta variedad de objetos prácticos —y exige una experiencia tan basta que no es dado adquirir a ningún hombre en el curso de su vida, por mucha sagacidad que tenga y por muy buen observador que sea—, nadie debe, si no es con infinitas precauciones, emprender la ruina de un edificio que por espacio de muchos años llenó de un modo tolerable todos los fines generales de la sociedad, ni pretender la construcción de otro sin tener a la vista algún modelo o ejemplo que presente la idea de una utilidad ya experimentada.

Como regla general, el adanismo constitucional tiene, pues, consecuencias muy negativas. José Luis Cordeiro ha demostrado que existe una correlación entre el número de Constituciones y el nivel de desarrollo. De hecho, los otros cuatro países que acompañan a los Estados Unidos en el grupo de cinco con Constituciones más antiguas tienen también altos niveles de desarrollo: 2. Noruega (1814); 3. Holanda (1815); 4. Bélgica (1831); y, 5. Luxemburgo (1842). Los cinco con Constituciones más recientes, en cambio, son casi todos subdesarrollados: 1. Cuba (2019); 2. Tailandia (2017); 3. Costa de Marfil (2016); 4. República Central Africana (2016); y, 5. Zambia (2016).

La Constitución de Cuba es un documento digno de las novelas de Miguel Ángel Carpentier. Repleta de expresiones retóricas, no logra ocultar el hecho macizo de que, desde hace 62 años, el gobierno allí está en manos del Partido Comunista. En realidad, hasta el 2019, estuvo en manos de los hermanos Castro —primero Fidel, luego Raúl. Con la coartada del socialismo, estos se entronizaron en el poder, persiguiendo a quienes —como Huber Matos— creyeron sus promesas iniciales. Cuba fue un día uno de los países más ricos de Latinoamérica; hoy es uno de los más pobres del mundo.

Venezuela no ha hecho sino repetir esta triste historia. En 1998, luego de llegar al poder por la vía democrática, Hugo Chávez impulsó el cambio de Constitución. La nueva Constitución cambió incluso el nombre del país. Ayudado por el boom de los comodities, su régimen ocultó por algunos años la destrucción de sus instituciones económicas: el derecho de propiedad y el estado de Derecho. Al disiparse este boom, su sucesor Nicolás Maduro pretendió echar mano nuevamente de la coartada constitucional, convocando a una Asamblea Nacional Constituyente el 2017.

Sin embargo, a pedido de la Organización de Estados Americanos (OEA), la Comisión de Venecia entregó una Opinión muy crítica de la Asamblea susodicha. Según la Constitución de Venezuela, dijo, el Presidente puede proponer pero no disponer la convocatoria de tal Asamblea. Además, en la convocatoria inconstitucional de Maduro:

  1. La distribución de curules por circunscripciones electorales licuó el peso político de Caracas en favor de áreas rurales despobladas, vulnerando el principio de igualdad del voto;
  2. La representación gremial se basó en gremios inexistentes y no reflejó ningún principio ordenador identificable; y,
  3. El número exorbitante de miembros de la Asamblea Nacional Constituyente (más de 500), impediría cualquier debate significativo.

A base de esta Opinión, la OEA y la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa condenaron a la Asamblea Nacional Constituyente de Maduro. Deslegitimada internacionalmente, ella aún no entrega la nueva Constitución. Empero, su sola existencia genera incertidumbre. Consecuentemente, nadie se anima a desarrollar ninguna empresa. Si no pueden migrar, los venezolanos buscan solo sobrevivir. En el Perú, más de un millón de inmigrantes venezolanos pueden corroborar esta tragedia: el que hace apenas unas pocas décadas fuera el país más rico de Sudamérica es hoy el más pobre.

Los peruanos cambiamos ocho veces de Constitución en el siglo XIX y cuatro en el siglo XX. En el XXI, más que volver a incurrir en el adanismo constitucional, creyendo que podemos tomar el cielo por asalto, debemos efectuar ajustes puntuales a nuestra Constitución, tanto en el sistema de representación como en el sistema de gobierno.

Ciertamente, hay mucho por reformar en el Título IV de la Constitución. Siguiendo el consejo del pensador mexicano Octavio Paz, debemos continuar construyendo la modesta Casa de los Hombres, en la que podamos enfrentar los malos tiempos cada vez de mejor manera.

Muchas gracias.

Lampadia




Sobre la demanda competencial

Sobre la demanda competencial

Por: José Luis Sardón
Magistrado del Tribunal Constitucional

En el voto singular que emití en noviembre pasado, sobre la medida cautelar solicitada por el Congreso de la República en este expediente, afirmé que existían razones de forma y de fondo que llevaban a concluir que su disolución había sido inconstitucional. La ponencia presentada por nuestro colega Carlos Ramos en el cuaderno principal no ha logrado persuadirme de lo contrario. Por tanto, me reafirmo en dicha opinión.

Sin embargo, como dije también entonces, el Tribunal Constitucional debe resolver este caso previendo las consecuencias de sus actos, como lo requiere su jurisprudencia. Por ello, no puede soslayar la situación política preexistente en el país, restableciendo en sus funciones al Congreso disuelto.   Esto supondría recrear una situación de conflicto político insostenible. Estamos aquí entre Escila y Caribdis.

Por esta razón, me permito sugerir que nuestro pronunciamiento comprenda tres puntos:

  1. Declarar la inconstitucionalidad de la disolución del Congreso, por razones de forma y de fondo.
  2. Declarar, no obstante ello, que la convocatoria a las elecciones del nuevo Congreso, para el próximo 26 de enero, es válida. Y,
  3. Declarar que el actual presidente de la República no puede postular en las elecciones generales del 2021.

Al proponerles esto, recojo la sugerencia que nos alcanzó el Defensor del Pueblo en su amicus curiae.  Pero recojo también la idea central del republicanismo americano de los siglos XVII y XVIII, que enfatizó la importancia de la rotación en la jefatura del Estado, para lograr gobiernos limitados que permitieran el florecimiento de las libertades ciudadanas.

El presidente de la República ha dicho que dejará el poder el 2021.  Yo confío en su palabra, pero tenemos experiencias cercanas que nos obligan a ser cautelosos. Es posible e incluso probable que luego surjan voces que lo malaconsejen y le hagan perder la perspectiva, llevándolo a aventurarse por el camino de forzar su reelección.  No faltarán “constitucionalistas” y medios de comunicación que lo empujen a ello.

La forma en la que el presidente de la República disolvió el Congreso nos mostró su lado humano, demasiado humano. El 30 de setiembre, sus ministros irrumpieron en el hemiciclo del Congreso, pretendiendo cambiar la agenda de la sesión que se había convocado once días antes solo para elegir a los magistrados que nos debían sustituir en este Tribunal Constitucional. Dijo el Ejecutivo que tenía una mejor idea de cómo llevar a cabo esta elección.

Sin embargo, el artículo 129 de la Constitución dice:

El Consejo de Ministros en pleno o los ministros por separado pueden concurrir a las sesiones del Congreso y participar en sus debates con las mismas prerrogativas que los parlamentarios, salvo la de votar si no son congresistas.

Los ministros no tienen, pues, más prerrogativas que los parlamentarios, y ninguno de ellos puede pedir, a última hora, que se cambie completamente la agenda de la sesión porque se le ha ocurrido una mejor idea.

La inconstitucionalidad de su conducta es tanto mayor si se considera que la elección de los magistrados del Tribunal Constitucional es responsabilidad exclusiva del Congreso. El artículo 201 de la Constitución establece que:

Los miembros del Tribunal Constitucional son elegidos por el Congreso de la República con el voto favorable de los dos tercios del número legal de sus miembros.

En el Perú, el Ejecutivo no participa en el procedimiento de elección de los magistrados del Tribunal Constitucional.  Por tanto, puede sugerir mejoras al mismo, a través de los canales legales correspondientes, pero no hacer cuestión de confianza sobre ellas, tratando de imponer su opinión. En el fundamento 75 de la sentencia emitida en el caso Cuestión de Confianza, este Tribunal Constitucional dijo:

la cuestión de confianza que pueden plantear los ministros ha sido regulada en la Constitución de manera abierta, con la clara finalidad de brindar al Poder Ejecutivo un amplio campo de posibilidades en busca de respaldo político por parte del Congreso, para llevar a cabo las políticas que su gestión requiera.

La conformación del Tribunal Constitucional no es un asunto vinculado a la gestión del gobierno.  Es un asunto de Estado, que trasciende a cualquier gobierno.  Plantear una cuestión de confianza sobre una propuesta para modificar este procedimiento implicó menoscabar las atribuciones del Congreso de la República y vulnerar el principio de separación de poderes establecido en el artículo 43 de la Constitución. Este dice que el gobierno del Perú:

se organiza según el principio de la separación de poderes.

El Ejecutivo tampoco podía asumir que la cuestión de confianza planteada había sido denegada tácitamente al continuar el Congreso con la agenda de la sesión.  De hecho, como debe ser, la primera denegatoria de confianza a este gobierno —al gabinete Zavala— fue expresa.

Como regla general, la manifestación de la voluntad de los entes estatales debe ser expresa, para que pueda ser cierta y debidamente conocida.  Por excepción, una norma jurídica puede establecer, previamente y con carácter general, un sentido determinado a su silencio.  En este caso, no existía ni existe dicha norma; el Ejecutivo no podía inventársela a última hora.

Indudablemente, la actuación del Ejecutivo fue, pues, inconstitucional.  Debemos declararlo con claridad.   Sin embargo, el Tribunal Constitucional no puede ordenar la restitución del Congreso disuelto, ya que ello sería soslayar la situación política preexistente.

En las elecciones generales de 2016, el partido del expresidente de la República Pedro Pablo Kuczynski obtuvo solo 16% de los asientos del Congreso.  A la luz de nuestra historia, ello hacía inviable su gestión.  Una renovación parcial del Congreso, a mitad del período presidencial, habría permitido que el pueblo resuelva esta situación, pero la Constitución incompleta no prevé la renovación escalonada de los poderes elegidos.

Las circunstancias nos obligan a declarar también la validez de la convocatoria a elecciones para un nuevo Congreso —máxime, cuando faltan pocos días para su realización.  Sin embargo, en observancia al mismo principio de previsión de las consecuencias de nuestros actos, debemos declarar, finalmente, que el actual presidente de la República no puede postular en las elecciones generales a realizarse el 2021.

Él fue elegido por el voto popular como integrante de una plancha presidencial por un período de cinco años (2016-2021), ejerciendo la presidencia de la República desde el 23 de marzo de 2018.  Por tanto, le es aplicable la prohibición contenida en el artículo 112 de la Constitución:

no hay reelección inmediata.

Este pronunciamiento que propongo entroncaría con aquel que, hasta hoy, es reconocido como el más importante que ha emitido este Tribunal Constitucional en sus casi 25 años de historia: el voto singular de los magistrados Aguirre Roca, Rey Terry y Revoredo Marsano en el caso Ley de Interpretación Auténtica, del 16 de enero de 1997.

Cuando emitieron ese voto, Alberto Fujimori no había inscrito aún su candidatura para participar en las elecciones generales del año 2000.  Sin embargo, el 5 de abril de 1992, había disuelto inconstitucionalmente el Congreso, en el que Fujimori tenía solo 21% de los asientos. Aunque esa medida contó con el aplauso de una abrumadora mayoría de ciudadanos, ellos dijeron que Fujimori no podría ser entonces candidato, como, en efecto, terminó siéndolo.

Al pronunciarse sobre una situación hipotética, nuestros antecesores fueron vilipendiados y hasta destituidos de sus cargos por el Congreso el 28 de mayo de 1997.  Sin embargo, la tormenta pasó y, en los últimos veinte años, una urna en el descanso de la escalera principal de esta casa y una vitrina en esta misma sala exhiben copias de su voto, como símbolo de lo que representa este Tribunal Constitucional: un freno a los excesos del poder.

En las últimas semanas, algunos de nosotros —y nuestras familias— hemos sido objeto de agravios y amenazas de todo tipo, por parte de algunos miembros de organismos estatales dizque autónomos y algunos medios de comunicación dizque independientes.  No debemos dejarnos intimidar por ellos.  Somos peruanos de bien, que actuamos aquí de buena fe, cuidando los intereses de largo plazo de nuestra nación.

Por ello, repito, mi voto es por declarar FUNDADA la demanda; y, en consecuencia, la inconstitucionalidad de la disolución del Congreso realizada el 30 de setiembre, pero también la validez de las elecciones del próximo 26 de enero, y el impedimento para que el actual presidente de la República postule en las elecciones generales de 2021. Lampadia




Constitución y desempeño económico

Líneas abajo reproducimos la presentación de José Luis Sardón, Magistrado del Tribunal Constitucional, sobre el desempeño económico y la Constitución. Esta presentación es particularmente relevante, cuando se quieren sembrar dudas sobre el rol del Estado en la economía, como lo ha hecho el propio ministro de Justicia, Vicente Zeballos.

El producto de la vida económica y social no es casual, sino producto, en gran medida, de la estructura normativa que la define. Las dos últimas constituciones peruanas han producido resultados diametralmente diferentes y hasta opuestos, como puede verse en el siguiente cuadro:

Ver en Lampadia: El ciclo de crecimiento del Perú empezó en 1993.

Como dice el Magistrado Sardón, “Felizmente, la Constitución de 1993 —en el Capítulo I de su Título III— elevó las normas contenidas en ellos —principalmente, en los Decretos Legislativos 668 y 757— a la máxima jerarquía normativa.

Estas normas consolidaron la liberalización de la economía peruana, estableciendo un marco de protección jurídica a lo siguiente:

  • Libre iniciativa privada y economía social de mercado;
  • Libertad de trabajo y de empresa;
  • Límites formales y sustantivos a la actividad empresarial del Estado;
  • Prohibición de los monopolios legales;
  • Libertad contractual y estabilidad jurídica;
  • Libre comercio exterior e igualdad de trato a la inversión extranjera;
  • Libre tenencia de moneda extranjera; y,
  • Protección al consumidor”.

Recomendamos pues leer la reflexión de Sardón y estar alertas al contrabando ideológico que está detrás de revivir la discusión sobre el rol empresarial del Estado.

José Luis Sardón
Magistrado del Tribunal Constitucional

Buenos días.  Para mí, es muy honroso poder compartir con ustedes una breve reflexión por el vigésimo tercer aniversario del Tribunal Constitucional.  Agradezco a mis colegas por este gentil encargo.

Quisiera centrar esta reflexión en el vínculo que existe entre las Constituciones y la prosperidad de los países.  Especialmente, me referiré a la Constitución de 1993 y su impacto sobre el proceso de desarrollo peruano.

Parafraseando respetuosamente al Nuevo Testamento (Hechos 17:28), podemos decir:

En la economía, vivimos, nos movemos y somos.

Todas las normas constitucionales tienen impacto en la economía. La multiplicación de derechos, por lo pronto, amplía el ámbito de responsabilidad estatal.  Una definición más sobria de estos, en cambio, concentra al Estado en sus tareas esenciales.

Más importante aún, la separación de poderes busca lograr el equilibrio de poderes, para tener así gobierno limitado.  De esta manera, se busca, a su vez, proteger la libertad de los ciudadanos.

Las Constituciones pueden también facilitar o dificultar la formación de los partidos políticos.  Ellos son asociaciones privadas pre-estatales, pero su conducta es afectada por las reglas electorales.

Todas estas cuestiones han sido objeto de estudio en la literatura de la elección pública.  En ella, destaca el trabajo reciente del sueco Torsten Persson y del italiano Guido Tabellini, El efecto económico de las Constituciones.

Al evaluar los pros y contras de la democracia sobre el desarrollo económico, concluyen que “el diablo está en los detalles”: determinados esquemas institucionales potencian el impacto positivo de la democracia en el desarrollo; otros, no.

Particularmente, son relevantes los que facilitan la formación de “capital democrático”, que no es sino la acumulación de experiencia democrática en un país y su vecindario.  Las democracias prósperas son las democracias estables.

¿Qué necesidad había, entonces, de incluir un Régimen Económico en la Constitución de 1993?  La respuesta es clara: se buscaba hacer un segundo intento por alcanzar el fin anhelado por su propulsor original, Ernesto Alayza Grundy.

En la Asamblea Constituyente 1978-79, este propuso incluir normas que evitaran que volviéramos a aventurarnos en reformas estructurales como las de los 1970s.  Lamentablemente, no tuvo respaldo político suficiente.

La Constitución de 1979, por el contrario, consagró tales reformas, incluyendo a las dos más destructivas, la agraria y la de la empresa.  Así, lejos de ayudar a revertir el decaimiento económico heredado del gobierno militar, contribuyó a agravarlo.

Entre 1988 y 1990, la economía peruana se encogió un tercio.  La responsabilidad de ello recae no solo en la Constitución de 1979.  Desde que en 1982 México dejó de pagar su deuda externa, los 1980s fueron conocidos como “la década perdida” de la región.

En 1980, por otro lado, Sendero Luminoso desató una embestida que pretendía aniquilar a la sociedad peruana.  Hubo, pues, factores extra constitucionales —para no hablar de la pésima política económica de la segunda mitad de los 1980s— que incidieron en ello.

Sin embargo, la Constitución de 1979 contribuyó a que ocurriera tal situación, por los conceptos económicos equivocados que contenía y por las reglas barrocas e inoperantes con las que estructuró al Estado.

En 1990, consciente de la necesidad de efectuar una profunda reforma constitucional, Mario Vargas Llosa pidió a los peruanos no solo ser elegido Presidente de la República sino que el Fredemo obtuviera la mayoría de los asientos del Congreso.

Al conseguir solo un tercio, de hecho, quiso declinar su participación en la segunda vuelta.  Con ese nivel de respaldo congresal, pensó, le sería imposible emprender las reformas imprescindibles.

En todo caso, un paquete de decretos legislativos promulgados en 1991 por el gobierno de Alberto Fujimori se inspiró en las ideas del Fredemo.  Empero, ellos empezaron a ser declarados inconstitucionales por el Tribunal de Garantías Constitucionales.

A mi juicio, ese Tribunal actuó bien: no le competía resolver lo que, a su criterio, sería bueno para el país, sino solo señalar lo que era inconsistente con la Constitución.  Dichos decretos, en efecto, contradecían a la Constitución de 1979.

Felizmente, la Constitución de 1993 —en el Capítulo I de su Título III— elevó las normas contenidas en ellos —principalmente, en los Decretos Legislativos 668 y 757— a la máxima jerarquía normativa.

Estas normas consolidaron la liberalización de la economía peruana, estableciendo un marco de protección jurídica a lo siguiente:

  • Libre iniciativa privada y economía social de mercado;
  • Libertad de trabajo y de empresa;
  • Límites formales y sustantivos a la actividad empresarial del Estado;
  • Prohibición de los monopolios legales;
  • Libertad contractual y estabilidad jurídica;
  • Libre comercio exterior e igualdad de trato a la inversión extranjera;
  • Libre tenencia de moneda extranjera; y,
  • Protección al consumidor.

Algunas sentencias constitucionales han hecho prevalecer estas normas.  La emitida en el expediente 0008-2003-PI/TC, por ejemplo, defendió la libertad de precios, con los que se logra la asignación eficiente de los recursos productivos escasos de la sociedad.

Empero, el sistema de precios requiere que no haya emisión de moneda.  Desde que el déficit de las empresa estatales fue la causa principal de la inflación de los 1980s, deben destacarse también aquellas que han controlado la actividad empresarial del Estado.

Las sentencias emitidas en los expedientes 00034-2004-PI/TC y 00019-2006-PI/TC marcaron una línea jurisprudencial, que ha sido respetada por las sucesivas composiciones de este Tribunal Constitucional, incluyendo a la actual.

Al insistir en que la actividad empresarial del Estado debe ser autorizada por ley expresa del Congreso, y desarrollada solo subsidiariamente, esas sentencias han apuntalado el equilibrio presupuestal y, por ende, la estabilidad monetaria.

Finalmente, deben destacarse las sentencias emitidas en los expedientes 00018-2003-PI/TC y 00013-2007-PI/TC, referidas a la igualdad de trato a la inversión nacional y extranjera.

Carlos Adrianzén ha recogido evidencias abrumadoras del contraste existente entre el desempeño del Perú bajo la Constitución de 1993 y el registrado bajo sus predecesoras, en términos de integración comercial con el mundo.

Dentro de los aportes de la Constitución de 1993 al proceso de desarrollo peruano, destacan, pues, la estabilidad de nuestra moneda y la apertura de nuestra economía a los productos e inversiones extranjeras.

Debemos apreciar debidamente los frutos de este marco constitucional.  En los últimos 25 años, los niveles de pobreza y de extrema pobreza se han reducido de 53% a 20% y de 23% a 3%.

Esta reducción ha sido fruto, principalmente, de nuestro crecimiento económico.  En millones de soles constantes de 2007, nuestro PBI de 1993 ascendía a 162,093; en esos mismos términos, el 2018 llegó a 535,255.  Hemos tenido un crecimiento de 228%.

Lo que es más notable aún es que este crecimiento ha sido pro-pobre.  Como han demostrado Gustavo Yamada y Hugo Ñopo, en estos años los hogares más pobres han experimentado un crecimiento varias veces superior al de los más ricos.

Durante este tiempo, el Régimen Económico de nuestra Constitución ha sido, pues, una de nuestras fortalezas.  Empero, nuestra Estructura del Estado no ha facilitado el surgimiento del estado de Derecho.

En una escala vigesimal, en el índice internacional de libertad económica obtenemos ahora una nota de 13.6.  3 años atrás llegamos a 13.9, pero hemos tenido un ligero retroceso.

La explicación radica en el componente más institucional de la libertad económica, Estado de Derecho, en el que apenas conseguimos 08.1.  Dentro de sus sub-componentes, especialmente grave es la disminución en Integridad Gubernamental.

El índice internacional de derechos de propiedad, por su parte, nos da una perspectiva complementaria.  En este, el sub-componente Estabilidad Política es particularmente bajo.  Este es nuestro talón de Aquiles.

Un hecho insoslayable es la volatilidad de los partidos políticos que han llegado al gobierno.  Tres de los cuatro últimos desaparecieron tan rápido como antes habían irrumpido en la escena política.  Una democracia constitucional no puede funcionar así.

La democracia constitucional se caracteriza por la alternancia ordenada de partidos en el poder.  Ello simula —hasta donde cabe— la estructura de la economía de mercado, puesto que implica competencia, pero también un sentido de continuidad en el gobierno.

La democracia constitucional facilita el surgimiento del estado de Derecho, ya que hace que quienes están en el poder traten a los otros como esperan que ellos les traten mañana.  El estado de Derecho implica que todos seamos medidos con una misma vara.

La lección fundamental de la política comparada es, pues, que no hay democracia constitucional sin partidos y sin sistemas de partidos.  Descalificar apresuradamente a estos como organizaciones criminales es abrirles paso a aventuras autoritarias.

Donde no hay partidos, su lugar es ocupado por los grupos de presión, que articulan intereses de un sector de la sociedad, pero sin agregarlos con los del resto.  Un proceso político mangoneado por estos es, por definición, menos transparente.

Debe valorarse debidamente la continuidad en el tiempo de algunas organizaciones políticas y censurarse el aventurerismo de otras.  El dinamismo económico requiere apoyarse en instituciones políticas estables; de lo contrario, no llegará a florecer plenamente.

Debemos revisar el diseño de nuestras instituciones políticas a la luz de lo vivido.  En los últimos 25 años, nuestro crecimiento económico ha sido importante, pero ha podido ser mayor, considerando que teníamos lo que Erich Weede llamó la ventaja del atraso.

Esta revisión, sin embargo, ha de hacerse con cuidado, introduciéndose cambios puntuales muy pensados.  Hacer “fuego a discreción” contra nuestras estructuras políticas es irresponsable y tendrá consecuencias negativas en el futuro.

Roger Scrutton ha dicho: “Las instituciones, una vez destruidas, no pueden ser recreadas.”  Y, parafraseando a Wittgenstein, ha agregado: “revivir una tradición es como tratar de reparar una telaraña con las manos desnudas”.

En todo caso, el rediseño institucional debe hacerse sub specie aeternitatis.  Como dijo John Rawls en su teoría de la justicia, esta perspectiva no es un punto fuera de la historia sino una que puede alcanzarse cuando hay desinterés y pureza de corazón.

Confío en que el amor al Perú nos hará capaces de lograrlo.  Proclamo mi fe en la democracia constitucional y mi esperanza en el fortalecimiento del estado de Derecho en el Perú.

Muchas gracias.

Lampadia




Derecho al trabajo no incluye la reposición

Una de las trampas que paraliza el desarrollo de la economía peruana e impide la formalización del empleo, es la arbitraria interpretación del Tribunal Constitucional, sobre la compensación con reposición por despido del trabajador.

Por su importancia – en un tema vital para el desarrollo del país y para la formalización de las grandes mayorías informales y excluidas – publicamos a continuación los votos singulares de los magistrados del Tribunal Constitucional José Luis Sardón y Augusto Ferrero, a propósito de un caso de reposición judicial en el trabajo ordenado judicialmente.  Ambos, demuestran que el derecho al trabajo consagrado por el artículo 22 de la Constitución no incluye la reposición y que cuando el artículo 27 de la Constitución de 1993 establece que “la ley otorga al trabajador protección adecuada contra el despido arbitrario”, se refiere solo a obtener una indemnización determinada por la ley.

I. Voto Singular del Magistrado Sardón de Taboada

II. Voto Singular del Magistrado Ferrero Costa

En el caso peruano, dado que la protección al trabajador contra el despido es de configuración legal, resulta pertinente mencionar que el Texto Único Ordenado del Decreto Legislativo 728, Ley de Productividad y Competitividad Laboral (D. L. 728), establece una tutela resarcitoria para los despidos incausados o injustificados, mientras que para los despidos nulos prescribe una protección restitutoria o resarcitoria a criterio del demandante.

Así, el D. L. 728, en su artículo 34, prescribe:

El despido del trabajador fundado en causas relacionadas con su conducta o su capacidad no da lugar a indemnización. Si el despido es arbitrario por no haberse expresado causa o no poderse demostrar esta en juicio, el trabajador tiene derecho al pago de la indemnización establecida en el Artículo 38, como única reparación por el daño sufrido. […].

Como puede apreciarse, la citada ley laboral señala que el despido arbitrario (“por no haberse expresado causa o no poderse demostrar ésta en juicio”) se resarce con la indemnización; no con la reposición del trabajador.

Por las consideraciones expuestas, voto por declarar IMPROCEDENTE la demanda, de conformidad con el artículo 5, inciso 1, del Código Procesal Constitucional.

Es pues muy claro que cualquier análisis serio debería corregir los nefastos precedentes, que no son otra cosa que la búsqueda de espacios políticos sustentados en minorías activistas, que atentan gravemente contra las grandes mayorías. Lampadia




Para el desarrollo de una sociedad más integra y transparente

José Luis Sardón
Magistrado del Tribunal Constitucional del Perú
Presentación en la Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas (UPC),
Monterrico, 23 de octubre de 2018

Buenas tardes,

Agradezco a los organizadores de este evento la invitación a estar aquí con ustedes, para analizar el rol de la universidad en la formación ética de sus alumnos, para conseguir el desarrollo de una sociedad más íntegra y transparente.

Es un honor compartir esta mesa con el doctor Luis Bustamante Belaunde, quien es una de las personas que ha hecho un aporte más significativo al desarrollo de la educación superior en el país.

La cuestión que nos convoca es de gran actualidad y, al mismo tiempo, de gran dificultad.  La sociedad peruana viene siendo sacudida desde sus cimientos por el cruento enfrentamiento entre dos sectores políticos que se descalifican moralmente unos a otros.

Evidentemente, no me corresponde terciar en este enfrentamiento, pero sí comentar que el estado de Derecho supone la igualdad ante la ley.  Por tanto, tiene que utilizarse una sola vara para medir a unos y otros.

Legal y moralmente, los estándares de conducta a exigirse a tirios y troyanos deben ser los mismos.  La sociedad que reclama el título del evento —más íntegra y transparente— no puede ser fruto sino de un trato igual a todos sus miembros.

Nada resulta más desintegrador socialmente que la concesión de privilegios a base de simpatías ideológicas o políticas, siguiéndose consciente o inconscientemente el conocido apotegma del Mariscal Oscar R. Benavides:

Para mis amigos, todo; para mis enemigos, la ley.

A mi criterio, el rol que le corresponde a la universidad, en la formación ética de sus estudiantes, empieza, en todo caso, por explicar el carácter subsidiario del orden legal en relación al orden moral.

Las normas legales son solo una prótesis que trata de reemplazar articulaciones sociales defectuosas.  Si las normas morales o sociales fueran suficientemente observadas por los ciudadanos, no serían necesarias las normas legales o estatales.

En ese caso, además, tampoco serían necesarias las personas ni las instituciones dedicadas a aplicarlas, incluyendo a policías, fiscales, jueces e incluso al Tribunal Constitucional.

Esta idea está muy bien explicada en el célebre ensayo 51 de El Federalista, escrito por el principal autor de la Constitución de los Estados Unidos de América, James Madison.  Allí leemos:

Si los hombres fueran ángeles, ningún gobierno sería necesario.

Sin embargo, luego de explicar la necesidad del gobierno, Madison pasa a explicar la necesidad del principio de separación de poderes como mecanismo de control del propio gobierno.

El gobierno es necesario porque hay que controlar a los hombres, pero la separación de poderes también lo es porque el propio gobierno también está a cargo de hombres de carne y hueso.

Por tanto, como decía aun antes Montestiqueu, resulta necesario distribuir las funciones de gobierno entre tres diferentes poderes del Estado:

para que no podamos abusar del poder, es necesario que, por la disposición de las cosas, el poder detenga al poder.

Ahora bien, cuando el principio de separación de poderes no está bien diseñado o aplicado, las instituciones estatales pueden terminar no ayudando sino complicando aún más las cosas.

Seguramente, este es el caso actual.  En cierta medida, la crispación actual del escenario político y de la sociedad peruana es consecuencia de reglas de juego político mal diseñadas o implementadas.

Si se revisan tanto series de tiempo como cortes transversales de política comparada, resulta claro que la situación política configurada por las elecciones generales peruanas de 2016 fue insólita.

En dichas elecciones, el pueblo le entregó 56% de los asientos del Congreso a un partido político determinado.  Empero, pocas semanas después, le dio la Presidencia de la República al líder de otro, que había obtenido apenas 17% de dichos asientos.

Nunca antes había ocurrido algo parecido, ni en el Perú ni en el mundo.

En Europa, casi todos los países tienen sistemas de gobierno parlamentarios, en los que el pueblo elige al Parlamento y éste al gobierno.  Por tanto, allí es imposible que un partido con 17% de los asientos del Parlamento tenga a su líder como jefe de gobierno.

En países presidencialistas como los Estados Unidos, el presidente puede no tener mayoría en el Congreso, pero suele quedar muy cerca de tenerla. Jamás ha ocurrido que el partido de gobierno tenga menos de una quinta parte del Congreso.

Adicionalmente, a mitad de período presidencial, se tiene allí renovación total de una de las cámaras legislativas y un tercio de la otra.  El pueblo puede resolver, entonces, cualquier impasse que podría existir entre los dos poderes elegidos.

En el Perú, en cambio, ocurre que no hay renovación del Congreso a la mitad del período presidencial. Aquí las elecciones para el Congreso y la Presidencia de la República se realizan el mismo día, así que son perfectamente simultáneas.

Ciertamente, en las tres elecciones generales previas a la de 2016 el presidente de la República no obtuvo mayoría en el Congreso.  Sin embargo, en ninguna de ellas quedó tan lejos de tenerla.

El 2001, el partido de Alejandro Toledo obtuvo una primera mayoría relativa, con 38% de los asientos.  Los partidos políticos de Alan García y Ollanta Humala consiguieron, por su parte, 30% y 36% respectivamente del Congreso. 

En promedio, en los quince años anteriores, el partido de gobierno consiguió 35% de los asientos del Congreso —esto es, el doble de lo que obtuvo el partido de gobierno en las elecciones generales de 2016.

El antecedente más claro de lo ocurrido el 2016 sucedió en 1990.  En las elecciones generales de ese año, obtuvo la Presidencia de la República el líder de un partido que tenía apenas 21% de los asientos congresales.  Ya sabemos cómo terminó.

La Constitución de 1993 incluye ciertas reglas de juego que ayudarían a que el desenlace esta vez fuera diferente, pero algunas han sido objeto de una reglamentación impugnada ante el Tribunal Constitucional.  Por tanto, no puedo adelantar opinión.

En todo caso, a consecuencia de estar ingresando a terrenos desconocidos, la tensión política es máxima.  La universidad debe ayudar a tomar conciencia de ello y a tener presente la importancia de la continuidad del proceso democrático.

Torsten Person y Guido Tabellini acuñaron el concepto de capital democrático, para explicar que la democracia sí contribuye al desarrollo de los países, siempre y cuando logre ser estable.  Lo que está ahora en juego, pues, trasciende la política.

Dada esta situación, la universidad debiera exigir el mayor sentido de responsabilidad a todos los actores políticos. Esto más importante todavía dado que el espacio público ya es dominado —para bien y para mal— por las redes sociales.

Adam Smith explicó que la formación del capital es fruto no solo de la laboriosidad sino también de la parsimonia.  Seguramente, lo mismo es aplicable para la formación del capital democrático que tanto requerimos.

La parsimonia, dice la Real Academia de la Lengua, es:

1. Lentitud y sosiego en el modo de hablar o de obrar; flema, frialdad de ánimo.

(…)

3. Circunspección, templanza.

Confío en que esta universidad logrará transmitir la relevancia de esta actitud.

Muchas gracias.