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¡Que Viva La Marsellesa!

¡Que Viva La Marsellesa!

Después de los atentados de París en manos de los delincuentes del mal llamado Estado Islámico (ISIS), toda la humanidad ha tenido gestos de solidaridad con las víctimas y de repudio al terrorismo islamista.

Uno de los gestos más significativos ha sido el que La Marsellesa, el himno de Francia, haya sido cantado en todo tipo de eventos políticos, culturales y deportivos, incluyendo su presentación en el Parlamento Británico, algo nunca soñado.

‘La Libertad guiando al pueblo’ por Eugène Delacroix (1830) 

Muchos de nosotros habremos escuchado este precioso himno en su versión en francés o también en español, en la versión del Partido Aprista, que copió su música para la versión de La Marsellesa Aprista, pero seguramente pocos habrán podido entender la letra, porque no todos los peruanos hablamos francés.

Por esta razón queremos compartir con nuestros lectores los siguientes elementos sobre esta pieza de carácter universal:

  • Un video de la Orquesta Nacional de Francia presentando la Marsellesa al pie de la Torre Eiffel.

     

En las siguientes líneas glosamos algunos pasajes del Genio de la Noche:

El himno nació en abril de 1792 cuando Luis XVI, el rey de Francia, acababa de declarar la guerra al emperador de Austria y al rey de Prusia.

En  los  clubs  y  en  los  cafés  se  pronuncian enardecidos discursos. El miedo y la preocupación acompañan asimismo a una declaración de guerra. Pero el alcalde de Estrasburgo, el barón Federico Dietrich, plenamente convencido del triunfo, acude a una fiesta pública. Con la banda cruzada sobre el pecho, va de un lado a otro estimulando al pueblo.

De pronto, entre los brindis y los discursos, el alcalde se dirige a un joven capitán de ingenieros llamado Rouget, que está sentado a su lado. Se acuerda entonces que este simpático oficial, medio año antes, escribió un bonito himno a la libertad. ¿No sería ahora ocasión, con motivo de la declaración de guerra y de la marcha de las tropas, de hacer algo así? Preguntó el alcalde al capitán Rouget, quien se había ennoblecido a sí mismo sin ningún derecho y se hacia llamar ahora Rouget de l’Isle. Rouget sabe que su pluma puede componer versos si se presenta la oportunidad. Y, deseoso de complacer al alto funcionario y amigo, se muestra dispuesto a acceder a sus deseos.¡Magnífico, Rouget! Si termina, procure que sea una canción vibrante, que exalte el patriotismo de los soldados.

¿Cómo empezar la composición? ¿Cómo? Aún resuenan en sus oídos las frases vibrantes de las proclamas,  los discursos, los  brindis. Pero también recuerda las otras palabras oídas al pasar, las voces de las mujeres que tiemblan por sus hijos; la preocupación de los labradores, que temen por los campos de Francia, que serán asolados y abandonados con sangre si llegan a ser invadidos. E inconscientemente escribe las primeras líneas, que no son más que un eco, una repetición de aquellos llamamientos:

Allons, enfants de la patrie, le jour de gloire est arrivé!

(¡Marchemos, hijos de la patria, Que ha llegado el día de la gloria!)

Entonces interrumpe su trabajo. El principio suena bien. Ahora falta dar con el ritmo debido, que la melodía corresponda al texto. Echa mano de su violín y ensaya en él unas notas. Y, ¡oh maravilla!, desde los primeros compases el ritmo se ajusta a las palabras. Continúa escribiendo apresuradamente, arrastrado ya por la poderosa corriente  que  le impulsa. Rouget no necesita inventar ni discurrir; sólo le falta rimar cuanto ha escuchado aquel día. Ni necesita componer, porque a través de los cerrados postigos le llega el ritmo de la calle, del momento presente; el ritmo del tesón y del reto que es cifra en la marcha de los soldados, en el toque de las cometas, en el estrépito del paso de los cañones. Acaso no sea él quien lo percibe, no sea su despierto oído el que lo capta, sino el genio del momento que por esta noche se ha adueñado de su espíritu.  Y  cada vez más dócilmente, obedece la melodía al martilleante y exultante compás, que es el latido del corazón de todo un pueblo. Rouget va escribiendo apresuradamente, y siempre con brío e ímpetu crecientes, las estrofas, las notas. Tiene dentro de sí la fuerza de un desconocido huracán. Escribe como si un viento impetuoso lo empujara. Es una exaltación, un entusiasmo, que no son precisamente suyos, sino propios de cierta mágica energía que los ha comprimido en un solo y explosivo segundo. Por una noche le ha sido concedido al capitán Rouget de l’Isle la hermandad con los inmortales. 

Amour sacré de la patrie,

conduis, soutiens nos bras vengeur;

liberté, liberté chérie,

combats avec tes défenseurs.

 

(Amor sagrado de la patria,

Conduce y sostén nuestros brazos vengadores;

Libertad, libertad querida,

Pelea con tus defensores).

Luego viene la quinta estrofa, la última, que, enlazando las palabras con la música, constituye el final del impresionante himno. No han aparecido aún las grises tonalidades del alba cuando queda terminado el canto inmortal. Rouget apaga la luz y se echa en la cama. Algo, no sabe qué, le ha elevado hasta experimentar una extraña claridad de los sentidos que jamás conociera antes, y algo le derrumba ahora en torpe agotamiento. Su sueño es tan profundo como el de la muerte. Y, en efecto, en él había muerto el creador, el poeta, el genio. Pero sobre la mesa quedó la obra terminada, desligada de su propia personalidad. No es probable que se repita en la historia de los pueblos el hecho de que nazca tan rápidamente una canción en la que se encuentren tan magníficamente acopladas letra y música.

Ha empezado la lucha. Rouget se despierta. Sacude el sueño con esfuerzo. Sabe que le ha ocurrido algo, pero no se acuerda. De pronto mira sobre la mesa y contempla su obra. «¿Versos? ¿Cuándo escribí yo estos versos? ¿Música, y con anotaciones mías? ¿Cuándo la compuse? ¡Ah, sí, es la canción que me encargó Dietrich, la marcha para los tropas del Rin!» Lee sus versos, tararea su melodía. Con  la  natural  impaciencia  de  todo  autor  y  satisfecho  por  haber cumplido tan rápidamente su promesa, se encamina en seguida a casa del alcalde.

—¿Cómo, Rouget? —se asombra al entregarle la obra—. ¿Ya está compuesta? Pues vamos a ensayaría ahora mismo. Y ambos pasan al salón de la residencia. Dietrich se sienta al piano para acompañar, y Rouget canta… [dando luz a uno de los símbolos más exultantes de la libertad]. Lampadia