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El juicio político ya no existe

El juicio político ya no existe

Jorge Trelles Montero
Para Lampadia

Con ocasión del proceso de vacancia último por permanente incapacidad moral del Presidente, decenas de voces de los congresistas ahí presentes, pero también de instruidos autores de artículos de opinión, objetaban los argumentos del abogado del Presidente, que trataba de explicar los fundamentos y límites Constitucionales del proceso de vacancia, con la frase “eso no se aplica porque este es un juicio político”. Con esto querían decir que era un proceso en el que todo valía, sin reglas ni ley. Esta negación de la racionalidad, necesaria hoy en día en los procesos humanos en general y que debería merecer la sanción de los Congresistas que la defienden “por incapacidad de instrucción”, recuerda a los juicios medievales donde se probaba la inocencia por la magnitud de las quemaduras del pobre inculpado y otras manifestaciones ajenas a la razón, pero directas manifestaciones de Dios. No había razón humana o lógica sino sometimiento a la creencia, a la indiscutible -aunque arbitraria para los mortales- decisión de Dios.

En efecto, en los pueblos primitivos la explicación no es racional sino mágica o religiosa.  La afirmación “lo mismo es pensar y ser” la escribe Parménides, en Elea, al Sur de la Italia actual, hace solo poco más de 2,500 años y era una voz que casi no se oía al costado de la gritería religiosa que explicaba al mundo con categorías distintas a las racionales desde la lejana aparición del Homo sapiens. Solo en el siglo XIX Kant podrá decir que el hombre, gracias a su razón, es el único animal que no tiene necesidad de un señor que lo mande y le diga qué debe hacer. Nada salvo la racionalidad lo puede obligar.

Felizmente los tiempos han cambiado. La explicación y justificación de lo que es y de lo que debe ser es ahora racional y la explicación mágica o religiosa es la que casi no se oye. La razón, hoy en día, lo fundamenta y lo explica todo y, también, afirma y justifica lo inexplicable, los límites de ella misma.

Esta característica esencial de lo humano también ha llegado al Derecho y a la justicia. Las leyes que hemos decidido que nos gobiernen y los procesos a través de los cuales se deciden controversias o se establecen culpas necesitan ser racionales para existir. Además, como consecuencia de su racionalidad, las leyes se organizan jerárquicamente; las más importantes no solo prevalecen sino fundan las otras, las menos importantes.

Y esto hace que, en el caso de la vacancia del Presidente Vizcarra por permanente incapacidad moral, en un ejercicio superficial de racionalidad, menos prolijo que los que puede hacer el experto constitucionalista, aparezcan cuando menos los siguientes problemas:

En primer lugar, la conducta sancionable debe ser clara y distinta. “Nadie será procesado ni condenado por acto u omisión que al tiempo de cometerse no esté previamente calificado en la ley de manera expresa e inequívoca como infracción punible”, reza el derecho fundamental de la persona en nuestra Constitución. Nada más lejos de la expresión “permanente incapacidad moral”, que establece la misma: ¿Se refiere a la incapacidad mental, como sostienen algunos, porque en el texto se acompaña de la incapacidad física?  ¿O porque para muchos el ser humano nunca es un incapaz moral permanente (en efecto, para los católicos, por ejemplo, gracias a la venida de Dios hijo, el ser humano siempre puede librarse del pecado a través del arrepentimiento y la confesión, nunca es un inmoral permanente)?  ¿Puede sostenerse del criminal más perverso, que lo será siempre?

Quizá por eso en la Constitución de 1979 la causal era “incapacidad moral”. No existía la calificación “permanente”. Pero en la anterior a esa, la del 33, sí existía el adjetivo “permanente”. Podemos pensar que, si la Constitución del 93 retoma la calificación “permanente”, es porque se refiere a la condición mental de la persona y no a su condición ética. Al revés, cuando la del 79 suprime la calificación “permanente”, es porque se refiere a la condición ética de la persona.

Otro problema surge si optamos por suponer que la incapacidad moral permanente es una conducta voluntaria y no un estado mental que le impide desempeñarse como Presidente. En efecto, las únicas conductas sancionables por las que el Presidente puede ser acusado durante su mandato las establece el art.117 de la Constitución y ahí no figura la “permanente incapacidad moral”. Además, en todos estos casos el Congreso acusa al Poder Judicial, quien es quien juzga y condena. Discutible que la unidad y exclusividad de la función jurisdiccional, como atribución del Poder Judicial y que aseguran la observancia del debido proceso y la tutela jurisdiccional (art.139 inc. 1,2 y 3 de nuestra Constitución), se violen en este extraño proceso de vacancia a cargo del Poder Legislativo.

Por último, hay el problema del debido proceso sancionatorio. Si contra toda razón y lógica aceptásemos que el proceso está a cargo del Congreso, este no podría llevarse válidamente a cabo, porque el procedimiento regulado en el art. 89-A del Reglamento del Congreso viola las principales garantías de cualquier debido proceso sancionatorio y lo que de él se obtuviese solo podría ser la nulidad de todo lo actuado. Las garantías del juez imparcial, de la separación de los que investigan y los que juzgan, de la debida probanza, de la interdicción penal múltiple y tantas otras, que están en la base de la actividad procesal sancionatoria, no existen en el escuálido y solitario artículo único del Reglamento del Congreso. Lampadia