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Sobre la demanda competencial

Sobre la demanda competencial

Por: José Luis Sardón
Magistrado del Tribunal Constitucional

En el voto singular que emití en noviembre pasado, sobre la medida cautelar solicitada por el Congreso de la República en este expediente, afirmé que existían razones de forma y de fondo que llevaban a concluir que su disolución había sido inconstitucional. La ponencia presentada por nuestro colega Carlos Ramos en el cuaderno principal no ha logrado persuadirme de lo contrario. Por tanto, me reafirmo en dicha opinión.

Sin embargo, como dije también entonces, el Tribunal Constitucional debe resolver este caso previendo las consecuencias de sus actos, como lo requiere su jurisprudencia. Por ello, no puede soslayar la situación política preexistente en el país, restableciendo en sus funciones al Congreso disuelto.   Esto supondría recrear una situación de conflicto político insostenible. Estamos aquí entre Escila y Caribdis.

Por esta razón, me permito sugerir que nuestro pronunciamiento comprenda tres puntos:

  1. Declarar la inconstitucionalidad de la disolución del Congreso, por razones de forma y de fondo.
  2. Declarar, no obstante ello, que la convocatoria a las elecciones del nuevo Congreso, para el próximo 26 de enero, es válida. Y,
  3. Declarar que el actual presidente de la República no puede postular en las elecciones generales del 2021.

Al proponerles esto, recojo la sugerencia que nos alcanzó el Defensor del Pueblo en su amicus curiae.  Pero recojo también la idea central del republicanismo americano de los siglos XVII y XVIII, que enfatizó la importancia de la rotación en la jefatura del Estado, para lograr gobiernos limitados que permitieran el florecimiento de las libertades ciudadanas.

El presidente de la República ha dicho que dejará el poder el 2021.  Yo confío en su palabra, pero tenemos experiencias cercanas que nos obligan a ser cautelosos. Es posible e incluso probable que luego surjan voces que lo malaconsejen y le hagan perder la perspectiva, llevándolo a aventurarse por el camino de forzar su reelección.  No faltarán “constitucionalistas” y medios de comunicación que lo empujen a ello.

La forma en la que el presidente de la República disolvió el Congreso nos mostró su lado humano, demasiado humano. El 30 de setiembre, sus ministros irrumpieron en el hemiciclo del Congreso, pretendiendo cambiar la agenda de la sesión que se había convocado once días antes solo para elegir a los magistrados que nos debían sustituir en este Tribunal Constitucional. Dijo el Ejecutivo que tenía una mejor idea de cómo llevar a cabo esta elección.

Sin embargo, el artículo 129 de la Constitución dice:

El Consejo de Ministros en pleno o los ministros por separado pueden concurrir a las sesiones del Congreso y participar en sus debates con las mismas prerrogativas que los parlamentarios, salvo la de votar si no son congresistas.

Los ministros no tienen, pues, más prerrogativas que los parlamentarios, y ninguno de ellos puede pedir, a última hora, que se cambie completamente la agenda de la sesión porque se le ha ocurrido una mejor idea.

La inconstitucionalidad de su conducta es tanto mayor si se considera que la elección de los magistrados del Tribunal Constitucional es responsabilidad exclusiva del Congreso. El artículo 201 de la Constitución establece que:

Los miembros del Tribunal Constitucional son elegidos por el Congreso de la República con el voto favorable de los dos tercios del número legal de sus miembros.

En el Perú, el Ejecutivo no participa en el procedimiento de elección de los magistrados del Tribunal Constitucional.  Por tanto, puede sugerir mejoras al mismo, a través de los canales legales correspondientes, pero no hacer cuestión de confianza sobre ellas, tratando de imponer su opinión. En el fundamento 75 de la sentencia emitida en el caso Cuestión de Confianza, este Tribunal Constitucional dijo:

la cuestión de confianza que pueden plantear los ministros ha sido regulada en la Constitución de manera abierta, con la clara finalidad de brindar al Poder Ejecutivo un amplio campo de posibilidades en busca de respaldo político por parte del Congreso, para llevar a cabo las políticas que su gestión requiera.

La conformación del Tribunal Constitucional no es un asunto vinculado a la gestión del gobierno.  Es un asunto de Estado, que trasciende a cualquier gobierno.  Plantear una cuestión de confianza sobre una propuesta para modificar este procedimiento implicó menoscabar las atribuciones del Congreso de la República y vulnerar el principio de separación de poderes establecido en el artículo 43 de la Constitución. Este dice que el gobierno del Perú:

se organiza según el principio de la separación de poderes.

El Ejecutivo tampoco podía asumir que la cuestión de confianza planteada había sido denegada tácitamente al continuar el Congreso con la agenda de la sesión.  De hecho, como debe ser, la primera denegatoria de confianza a este gobierno —al gabinete Zavala— fue expresa.

Como regla general, la manifestación de la voluntad de los entes estatales debe ser expresa, para que pueda ser cierta y debidamente conocida.  Por excepción, una norma jurídica puede establecer, previamente y con carácter general, un sentido determinado a su silencio.  En este caso, no existía ni existe dicha norma; el Ejecutivo no podía inventársela a última hora.

Indudablemente, la actuación del Ejecutivo fue, pues, inconstitucional.  Debemos declararlo con claridad.   Sin embargo, el Tribunal Constitucional no puede ordenar la restitución del Congreso disuelto, ya que ello sería soslayar la situación política preexistente.

En las elecciones generales de 2016, el partido del expresidente de la República Pedro Pablo Kuczynski obtuvo solo 16% de los asientos del Congreso.  A la luz de nuestra historia, ello hacía inviable su gestión.  Una renovación parcial del Congreso, a mitad del período presidencial, habría permitido que el pueblo resuelva esta situación, pero la Constitución incompleta no prevé la renovación escalonada de los poderes elegidos.

Las circunstancias nos obligan a declarar también la validez de la convocatoria a elecciones para un nuevo Congreso —máxime, cuando faltan pocos días para su realización.  Sin embargo, en observancia al mismo principio de previsión de las consecuencias de nuestros actos, debemos declarar, finalmente, que el actual presidente de la República no puede postular en las elecciones generales a realizarse el 2021.

Él fue elegido por el voto popular como integrante de una plancha presidencial por un período de cinco años (2016-2021), ejerciendo la presidencia de la República desde el 23 de marzo de 2018.  Por tanto, le es aplicable la prohibición contenida en el artículo 112 de la Constitución:

no hay reelección inmediata.

Este pronunciamiento que propongo entroncaría con aquel que, hasta hoy, es reconocido como el más importante que ha emitido este Tribunal Constitucional en sus casi 25 años de historia: el voto singular de los magistrados Aguirre Roca, Rey Terry y Revoredo Marsano en el caso Ley de Interpretación Auténtica, del 16 de enero de 1997.

Cuando emitieron ese voto, Alberto Fujimori no había inscrito aún su candidatura para participar en las elecciones generales del año 2000.  Sin embargo, el 5 de abril de 1992, había disuelto inconstitucionalmente el Congreso, en el que Fujimori tenía solo 21% de los asientos. Aunque esa medida contó con el aplauso de una abrumadora mayoría de ciudadanos, ellos dijeron que Fujimori no podría ser entonces candidato, como, en efecto, terminó siéndolo.

Al pronunciarse sobre una situación hipotética, nuestros antecesores fueron vilipendiados y hasta destituidos de sus cargos por el Congreso el 28 de mayo de 1997.  Sin embargo, la tormenta pasó y, en los últimos veinte años, una urna en el descanso de la escalera principal de esta casa y una vitrina en esta misma sala exhiben copias de su voto, como símbolo de lo que representa este Tribunal Constitucional: un freno a los excesos del poder.

En las últimas semanas, algunos de nosotros —y nuestras familias— hemos sido objeto de agravios y amenazas de todo tipo, por parte de algunos miembros de organismos estatales dizque autónomos y algunos medios de comunicación dizque independientes.  No debemos dejarnos intimidar por ellos.  Somos peruanos de bien, que actuamos aquí de buena fe, cuidando los intereses de largo plazo de nuestra nación.

Por ello, repito, mi voto es por declarar FUNDADA la demanda; y, en consecuencia, la inconstitucionalidad de la disolución del Congreso realizada el 30 de setiembre, pero también la validez de las elecciones del próximo 26 de enero, y el impedimento para que el actual presidente de la República postule en las elecciones generales de 2021. Lampadia




La Ponencia del Magistrado Ramos en tres tiempos

La Ponencia del Magistrado Ramos en tres tiempos

Oscar Urviola Hani
Ex presidente del Tribunal Constitucional
Para Lampadia

Desde que se conoció la decisión del Presidente Vizcarra de disolver el Congreso de la República, por considerar que se había negado de manera “fáctica” la cuestión de confianza planteada, he manifestado mi desacuerdo y total rechazo a esa decisión, que consideré – y no he cambiado de opinión – como una grave violación del orden constitucional, no por defender a un desprestigiado congreso – que había incurrido en graves errores políticos, conformado por algunos elementos seriamente comprometidos con la corrupción, que diariamente recibían el repudio de la población, sino por defender a una institución que conforma el sistema  democrático, como es el Congreso de la República, que está por encima de los avatares de quienes lo conforman.

Ante la grave alteración del sistema democrático, existe la posibilidad, en parte, de reconducir esta situación irregular hacia la normalidad, mediante la intervención del TC, máxime interprete de la Constitución, quien al admitir la demanda competencial interpuesta por el Congreso de la República, tiene la oportunidad de pronunciarse sobre:

a) Si la cuestión de confianza planteada por el ejecutivo puede estar relacionada a una facultad que en  la Constitución le está reservada exclusivamente al Poder Legislativo, b) Si la cuestión de confianza puede ser denegada  de manera fáctica, c) si la aprobación de la cuestión de confianza esta sujeta a formalidades.

La disolución del Congreso y su consecuencia en la convocatoria a elecciones complementarias, que constituye el cuarto petitorio de la demanda, se puede considerar como denegado y, por lo tanto, hechos consumados e irreversibles, al haberse rechazado la medida cautelar.

El magistrado Carlos Ramos Núñez, ha presentado su ponencia, que se debatirá públicamente, decisión que saludamos. El ejercicio del derecho de crítica que reconoce la Constitución, especialmente en este tipo de procesos, como es el competencial  en los que no existen partes sino legitimados activos, que representan intereses públicos y no particulares, así como el tipo de control abstracto, alejado de toda subjetividad, permite  la formación de una corriente de opinión pública  respecto de las distintas posiciones que se expongan en el curso del debate, tan necesarias para enriquecerlas, que conduzcan a decisiones acertadas, sobre todo cuando el interés público esta de por medio, como en el presente caso.

El versado conocimiento de la historia del derecho del ponente, nos presenta una interesante síntesis de las fuentes que han nutrido nuestro sistema democrático, así como de las propias creaciones que han dado lugar a un sistema de gobierno presidencialista atenuado por la injerencia del parlamento, con quien comparte la responsabilidad de gobernar, bajo los principios de división de poderes y pesos y contrapesos, que no excluyen al de colaboración de poderes.

No soslayamos la importancia que tiene la historia para conocer las fuentes, entender el presente y proyectar el futuro, sin embargo, en la ponencia encontramos que ese mismo interés por revisar el pasado no se muestra, con la misma amplitud y   objetividad, para analizar los hechos del presente que han alterado el orden constitucional y democrático, así como para evitar, en el futuro, las controversias entre los poderes del Estado.

La ponencia parece desconocer que es deber del TC señalar los actos que constituyan una violación constitucional y la alteración del orden democrático de la República, que se ha producido en el presente, en concreto en los hechos que dieron lugar a la disolución del Congreso en base a una negativa “fáctica” de la cuestión de confianza.

No considera las amenazas de disolución, anteriores y persistentes del ejecutivo, que revelan la intención política de prescindir del control que debe ejercer el Congreso; tampoco ha considerado la forma intimidatoria con la que el presidente del Consejo de Ministros irrumpió en el hemiciclo parlamentario, alterando los procedimientos establecidos en la ley, que constituyen formalidades de cumplimiento obligatorio, bajo pena de nulidad. Debo hacer recuerdo que el TC ha expedido sentencias de inconstitucionalidad, por la forma, cuando no se han observado los procedimientos establecidos.

¿Puede el presidente del Consejo de Ministros, por su sola presencia alterar el curso de una sesión, que tiene aprobada una agenda, cuya variación no es de su competencia?  La respuesta es no y menos aún para plantear una cuestión de confianza vinculada a una facultad que la Constitución le ha reservado, exclusivamente, al Poder Legislativo, sumado a ello exigir la paralización de un proceso ya iniciado. Sobre esto no dice nada la ponencia en un análisis desde la Constitución. Sólo dice que la elección de los miembros del TC es un tema de interés público, que por cierto lo es – y por eso remarca el interés del ejecutivo, al extremo de hacer cuestión de confianza – pero ese interés, que es de todos los peruanos, no puede significar la alteración de las competencias que señala la Constitución.

Preocupa, tanto para el presente como para el futuro, la interpretación de la negativa “fáctica” de la cuestión de confianza. La ponencia no obstante reconocer, en el fundamento 135, la necesidad de que la cuestión de confianza sea aprobada o desaprobada de manera expresa, resaltando nuestro modelo de gobierno, permite de manera abierta las situaciones de excepción en las que se pueda aplicar la negativa “fáctica”, dejando un amplio campo de arbitrariedad, que afecta los principios e instituciones del sistema democrático, especialmente en los que concierne a la división de poderes.

Ante esta situación de pasado, presente y futuro el TC está en la hora crucial de responder ante el país la importante misión que le ha asignado la Constitución de resguardar el orden constitucional y el sistema democrático que ella ha consagrado. Esperamos que esta ponencia pueda servir para iniciar un debate serio y responsable, que de como resultado una sentencia en armonía con el interés nacional. Lampadia




La ponencia de Ramos

La ponencia de Ramos

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Natale Amprimo Plá
Abogado
Para Lampadia

La ponencia que ha presentado el Magistrado Carlos Ramos Núñez, respecto de la demanda competencial contra la disolución del Congreso de la República (en adelante: la Ponencia) es, con todo respeto, una suerte de matasellos para la inconstitucionalidad: justifica la arbitrariedad y el incumplimiento de la formalidad exigida; es contradictoria en si misma y con lo propios precedentes del Tribunal Constitucional; y, por último, abdica de aquello que en sus partes iniciales ofrece. En buena cuenta, una hojarasca para sustentar, a como dé lugar, lo que el Presidente hizo, dejando peligrosamente el futuro al libre albedrío de quien ocupe dicho cargo.

Respecto de esto último, basta leer sus Fundamentos 206 y 214, que son una verdadera abdicación al control del abuso del poder:

  • “206. La Constitución de 1993, al regular la facultad del Presidente de la República de disolver el Congreso de la República, ha introducido una herramienta que, a consideración del Tribunal, debe ser de ultima ratio y de uso excepcional. Ciertamente, y a diferencia de su antecesora, la Constitución de 1979, la carta actual no dispone de algún limite en cuanto al número de ocasiones en las que el Jefe de Estado pueda acudir a ella, por lo que, al menos en las circunstancias actuales, el que su uso sea moderado dependerá́, en buena medida, del mismo Presidente de la República(resaltado mío).
  • “214. (…) En el caso que (…) la mayoría de la ciudadanía considerara que dicho proceder fue arbitrario [esto es, la disolución del Congreso], ciertamente nuestra Constitución no prevé́, a diferencia de otros modelos, la obligación de que el Presidente de la República asuma algún nivel de responsabilidad”.

En resumen: el poder corrector del Tribunal Constitucional reducido a una simple invocación, sujeta a la voluntad de quien está en el poder y puede abusar de él, sin ninguna consecuencia; eliminándose así, la figura de la infracción constitucional.

Si vamos al detalle de la Ponencia, ésta se sustenta en un recuento histórico, muy personal, por cierto, de nuestro devenir como república; y, sobre la base de nuestro poco respeto a la institucionalidad, se justifican los actos de gobierno sujetos a evaluación.  Es decir, si la conclusión es que históricamente no mostramos como sociedad apego institucional, tenemos que relajar la evaluación de los actos de gobierno, en función a la coyuntura. Así, poco importa que la Constitución establezca formalidades o restricciones, pues todo puede habilitarse por la “coyuntura política”, el “interés nacional” y la “voluntad popular”.  La máxima expresión de este pensamiento, se encuentra en los Fundamentos 214 y 215:

“214. Evidentemente, si la mayoría se decanta por aprobar el acto de la disolución, ello tendría que verse materializado en la composición del siguiente Congreso de la República. (…)

215.   En efecto, no es negativo para este Tribunal que, frente a una tensión política recurrente e insubsanable, se convoque al titular de la soberanía para que brinde una suerte de veredicto respecto del futuro del país, lo cual se ha materializado en el Decreto Supremo 165-2019-PCM. De hecho, es saludable que, en una democracia, se llame a las urnas a la población para renovar (o rechazar) la confianza depositada en las autoridades políticas (…)”.

De otro lado, la Ponencia plantea una flagrante contradicción para justificar la llamada “denegación fáctica”; pues, por una lado, indica que no se deben desarrollar reglas perennes e inmutables y, a la par, formaliza una excepción no prevista en la Constitución, ni en el Reglamento del Congreso, a la que se le da nacimiento en el Fundamento 137: “De hecho, este amplio abanico de supuestos hace recomendable que este Tribunal no establezca reglas perennes e inmutables en torno a las formas en las que se deniega o aprueba la confianza. En efecto, no queda ninguna duda que el acto de votación es un signo considerable respecto de la decisión del Congreso de la República, pero ello no puede impedir que, en supuestos excepcionales ―como el presentado en este caso―, sea posible asumir que incluso una votación favorable puede disfrazar una intención de no brindar la confianza solicitada(resaltado propio).   Como vemos, asume que no se deben fijar reglas (lo que sería muy necesario para el futuro, a efectos de precisar materias de aplicación de la cuestión de confianza, como ocurre en el Derecho Comparado y como el propio Tribunal ya lo hizo en el Fundamento 75 de la sentencia del Expediente Nº 0006-2018-PI/TC, en la que precisó que la cuestión de confianza era para llevar a cabo las políticas que la gestión del gobierno requiere), pero fija excepciones para justificar lo ocurrido.  En vez de colocar al Tribunal Constitucional como un ente que ejerce su competencia de intérprete y gran guardián de la constitucionalidad, lo convierte en un actor de la coyuntura, con funciones más cercanas a la de un médico forense.

Sin embargo, la mayor extrañeza de la Ponencia la encuentro en el desarrollo de los actos presidenciales, pues, si bien se reconoce el mandato constitucional de que todo acto presidencial será nulo si carece del respectivo refrendo ministerial (Fundamento 202, en el que se cita el artículo 202 de la Constitución), se crea la figura de la convalidación posterior, justificada, una vez más, en la “especial coyuntura” y en una “imposibilidad fáctica” (la supuesta ausencia de gabinete).  El sustento que se utiliza para esta argumentación es falso, toda vez que, aún en el supuesto que se hubiese producido una denegatoria de confianza que pudiera dar lugar a una válida disolución del Congreso, no es cierto que el gabinete desaparece de un plumazo, en forma automática. 

La Ponencia, pese a que desarrolla por separado la cuestión de confianza obligatoria y la voluntaria, olvida adrede que nuestra Constitución, si bien dispone para ambos casos, la obligación de renuncia del Consejo de Ministros si la posición que adopta el Congreso es denegatoria, establece una diferencia muy notoria que trae abajo su propia argumentación.  En efecto, mientras que, en el caso de la cuestión de confianza obligatoria, una vez que el resultado de la votación le es comunicado al Presidente de la República, éste debe aceptar de inmediato la renuncia del Presidente del Consejo de Ministros y de los demás ministros; en el caso de la cuestión de confianza voluntaria, el Consejo de Ministros debe renunciar, teniendo el Presidente de la República setenta y dos horas para aceptar la dimisión.  Así, es falso que, al momento de anunciarse la disolución del Congreso, se estuviera ante una situación de ausencia de gabinete ministerial; más bien, lo que trascendió es que el gabinete en su mayoría no aceptó acompañar al Presidente de la República en su controvertida decisión.

Por último, la Ponencia, en varias partes menciona al gran estudioso alemán Karl Loewenstein; sin embargo, obvia la principal reflexión que éste desarrolla respecto a la cuestión de confianza: “El derecho de disolución del Parlamento y el voto de no confianza están juntos como el pistón y el cilindro en una máquina” (Teoría de la Constitución; página 107). No hay pues “denegatoria fáctica”. Lampadia

[1] El título del presente artículo surge de la lectura del artículo de Juan Paredes Castro (Frivolidad y arrogancia del Poder. El Comercio, 9 de enero de 2020), en el que concluye que “Los poderes constitucionales se han vuelto vergonzosamente influenciables y manipulables por fuerzas externas, interesadas en buscar los ‘matasellos’ adecuados a sus intereses”.




El populismo político llevaba inevitablemente a la disolución

El populismo político llevaba inevitablemente a la disolución

Jaime de Althaus
Para Lampadia

Curiosamente, el gobierno ha declarado que se mantendrá neutral en estas elecciones congresales complementarias. No tiene sentido. La disolución del Congreso es una institución que viene del parlamentarismo y se entiende que el presidente hace uso de ella porque tiene una mayoría contraria que le impide gobernar, y por lo tanto busca un nuevo Congreso con una mayoría propia que le permita llevar adelante su plan de gobierno. El presidente, entonces, debería tener, en este nuevo Parlamento, su propia bancada o bancadas afines de partidos a los que él debería manifestar su apoyo durante el proceso electoral. Ese es el sentido de la disolución del Congreso.

El que no busque tener mayoría propia revela que en realidad no fue el supuesto obstruccionismo del Congreso lo que lo llevó, primero, a pedir el adelanto de elecciones y, luego, a disolver el Congreso. Obstruccionismo –focalizado en ciertos temas, sobre todo en educación-, hubo en la época de Pedro Pablo Kuczynski. En la de Vizcarra, lo hubo en mucha menor medida. El siguiente cuadro grafica la diferencia entre ambos periodos:

Por eso es que cuando María Alejandra Campos le pregunta, en entrevista publicada en El Comercio, si había “un tema puntual que estaba siendo bloqueado por el Congreso y que ahora ya pueden sacar”, el Presidente no atinó a responder nada concreto. No había nada que se estuviese bloqueando. Por el contrario, Pedro Olaechea había ofrecido construir una agenda conjunta y en el Congreso se le había encargado formularla a un grupo encabezado por Alejandra Aramayo, donde están Miguel Torres, Mercedes Araoz y otros. Esa propuesta iba a ser presentada el 1 de octubre. El 30 de setiembre fue disuelto el Congreso. El propio acuerdo que se negociaba con Salvador del Solar fue petardeado por Vizcarra y por los duros de Fuerza Popular.

Por lo tanto, el “obstruccionismo”, la “crisis política”, fue un pretexto. Esa crisis fue exacerbada por el propio pedido de adelanto de elecciones, que despertó a los halcones de Fuerza Popular. Vizcarra no quería un acuerdo, porque éste pondría en evidencia que no había crisis política alguna.

En realidad, durante el periodo de Vizcarra, a diferencia de la etapa de PPK, la agresividad vino principalmente del Ejecutivo y no del Congreso. Fue Vizcarra quien desde el 28 de julio del año pasado abrió los fuegos planteando un referéndum para eliminar la reelección de los congresistas, y de allí en adelante planteó tres cuestiones de confianza y un pedido de adelanto de elecciones, hasta que desembocó en el destino lógico e implícito de esos esfuerzos: la disolución (inconstitucional) del Congreso.

Es cierto que cuando menos la segunda cuestión de confianza, aquella sobre 6 proyectos de reforma política, se justificaba en alguna medida en tanto la Comisión de Constitución venía emitiendo tozudamente pre dictámenes que iban en la dirección contraria de los proyectos planteados por el Ejecutivo. También es cuestionable, sin embargo, que se obligara a legislar en un determinado sentido. La reforma política debió ser tarea del Congreso desde sus inicios en el 2016, pero Fuerza Popular nunca entendió su importancia.

Aquí han fallado todos los actores, sin duda. Lo que definitivamente no se justificaba, como hemos argumentado varias veces, fue el adelanto de elecciones. Y tampoco la tercera cuestión de confianza, inconstitucional, que obedecía a la necesidad de mantener el control del Tribunal Constitucional, algo indispensable si se quería tener la razón constitucional en las cuestiones de confianza que se presentaran.

Populismo político

Lo que ha habido acá es una estrategia basada en el mecanismo del populismo político para obtener réditos a costa del Congreso y reducir el control horizontal propio de una democracia liberal. Ello se nota claramente en el siguiente gráfico, donde se observa cómo el presidente lanza cuestiones de confianza, referéndum y desafíos al Congreso cada vez que se encuentra bajando en las encuestas, con el resultado de volver a subir:

El presidente ha llevado permanentemente al límite sus relaciones con el Parlamento, hasta encontrar la oportunidad –inconstitucional- de disolverlo. En realidad, ello fue la consecuencia casi inevitable de la dinámica populista que, una vez instalada, lleva casi fatalmente a un desenlace terminal. Porque el populismo enfrenta por definición. Define un enemigo y lo ataca. Al hacerlo, engendra una espiral de acciones y reacciones que inexorablemente termina mal. En medio de la guerrilla populista, los acuerdos por supuesto no tienen cabida. Tampoco, en última instancia, los controles horizontales de la democracia representativa, que se convierten en el objeto del repudio popular alimentado y abanderado por el gobernante. El Congreso iba a caer de todas maneras.

Sin duda una turbina que ha alimentado las energías del populismo presidencial ha sido el intolerante maniqueísmo antifujimorista, que no ve en el fujimorismo otra cosa que la encarnación del mal.

Cuando quedó claro que no era el alegado obstruccionismo el problema, algunos ensayaron la teoría de que en realidad se trataba de un Congreso de pillos que blindaba a corruptos, como si eso -de ser cierto- fuera causal de disolución y no de castigo en las urnas a los partidos encubridores en la siguiente elección general, que es como se procesan las cosas en democracia, o de denuncias con nombre y apellido a corruptos comprobados.

Pero este argumento llegó al extremo de acusar a ¡7 bancadas! de pretender copar el Tribunal Constitucional para asegurar impunidad a los acusados por el caso Odebrecht y otros. Esto, por supuesto, era una ofensa denigratoria a candidatos probos y muy calificados como la mayor parte de los que postulaban, que jamás se hubieran prestado a exculpar a delincuentes. Y escondía de manera cínica el objetivo de impedir que cambiara la correlación interna en el TC, favorable al gobierno en sus propósitos disolventes, que era la razón, naturalmente, por la que el Congreso quería precisamente cambiar esa misma correlación. Fue una lucha política entre poderes que acabó con la muerte inconstitucional de uno de ellos y el triunfo arrasador del populismo. Lampadia




Fuerza Popular no se ha dado cuenta de que puede ser gobierno

Jaime de Althaus
Para Lampadia

El Congreso ha dado una ley para protegerse a sí mismo, alterando el equilibrio de poderes establecido en la Constitución. La resolución legislativa aprobada para limitar la facultad presidencial de disolver el Congreso cuando éste ha censurado o negado su confianza a dos Consejos de Ministros, introduce limitaciones a dicha facultad que la Constitución no precisa y que contravienen la costumbre constitucional establecida en nuestro país.

En efecto, el artículo 133° de la Carta Magna dice, a la letra: “El Presidente del Consejo de Ministros puede plantear ante el Congreso una cuestión de confianza a nombre del Consejo. Si la confianza le es rehusada, o si es censurado, o si renuncia o es removido por el Presidente de la República, se produce la crisis total del gabinete”.

La costumbre constitucional

En nuestro país, cada vez que el presidente del Consejo de Ministros ha renunciado o ha sido removido por el presidente de la República, o ha sido censurado, se ha producido, como dice el citado artículo 133°, “la crisis total del gabinete”. Y esa “crisis total” en ningún caso ha significado el cambio de todos los ministros. Siempre dejaron el cargo el Premier junto con algunos ministros, pero no todos.

Esa ha sido la costumbre constitucional. No se la puede modificar sin modificar la propia Carta Magna. Y eso no ha ocurrido. La resolución legislativa que modifica el artículo 84 del reglamento es en realidad un cambio constitucional, y debió seguir el procedimiento que corresponde a toda enmienda de ese nivel. Ni siquiera fue analizado el proyecto por la Comisión de Constitución. Fue aprobado furtivamente, casi como si se tratara de un asalto a la Constitución.

Y esa costumbre constitucional tenía sentido. Un nuevo Premier supone un nuevo enfoque de gobierno, algún cambio en el énfasis o en las prioridades. Por eso, el artículo 130° de la Constitución señala que “Dentro de los treinta días de haber asumido sus funciones, el Presidente del Consejo concurre al Congreso, en compañía de los demás ministros, para exponer y debatir la política general del gobierno y las principales medidas que requiere su gestión. Plantea al efecto cuestión de confianza”. Si debe asistir a exponer la política general del gobierno y las principales medidas que requiere su gestión, es porque su gestión pretende imprimir algún cambio respecto de la anterior. Pero para efectivizar ese cambio de énfasis o de prioridades o de capacidad de gestión, no necesita cambiar a todos los ministros, sino a los que tengan que ver con ese cambio de orientación.

Ley con nombre propio

La resolución legislativa aprobada por el Congreso es, en realidad, una ley con nombre propio. Y ese nombre propio no es una persona, sino el Congreso mismo. Viola, entonces, el artículo 103° de la Constitución que dice: “Pueden expedirse leyes especiales porque así lo exige la naturaleza de las cosas, pero no por razón de las diferencias de las personas”. Ha dado la ley para prevenir una eventual cuestión de confianza futura o para que la cuestión de confianza negada al gabinete Zavala no cuente como válida para una eventual disolución del Congreso. Y no se puede legislar con nombre propio ni es correcto hacerlo a partir de una circunstancia específica, menos aun si es para defender un interés particular o crear una situación de relativo privilegio.

¿No han pensado que pueden llegar a ser gobierno?

Los partidos actualmente en el Congreso parecen no haberse percatado de  que pueden llegar a ser gobierno y que lo que hoy legislan para protegerse, mañana, si están en el Ejecutivo, los perjudicará. La resolución legislativa que acaban de aprobar los condenaría a la parálisis. Han legislado como si su situación actual en el Congreso fuera a perpetuarse. No han visto más allá de tres años. Ni siquiera se les ha ocurrido que pueden ganar una elección presidencial.

Si no se resuelven los problemas de diseño constitucional que vamos a explicar, pueden terminar en la situación inversa a la que se encuentran ahora: con un congreso opositor que no les deje gobernar. Porque otra consecuencia de esta resolución legislativa, es que altera el equilibrio de poderes previsto en la Constitución. La posibilidad de disolver el Congreso a la segunda censura de un gabinete es un contrapeso ante un Parlamento eventualmente dominado por una mayoría opositora obstruccionista. Limitar esa facultad debilita aún más a cualquier Ejecutivo que carezca de mayoría en el Congreso: otra razón, además, para que un cambio como éste solo pueda proceder vía reforma constitucional.

Cambios deberían ser al revés

En realidad, los cambios que requiere el ordenamiento constitucional y legal en el tema de la relación entre poderes, deberían ir más bien en el sentido contrario: posibilitar la disolución del Congreso a la primera y sin expresión de causa, cuando una situación de entrampamiento o de continua censura de ministros paraliza al Ejecutivo. La disolución del Congreso buscaría que el pueblo elija una nueva mayoría que le de gobernabilidad al Ejecutivo. En su defecto, si la oposición vuelve a triunfar, ella tendría que poner al Premier, como en la cohabitación francesa. Lo que no se puede mantener es una situación permanente de enfrentamiento estéril.

Pero, más importante aún, junto con esa reforma constitucional habría que dar otra que disponga la elección del Congreso al mismo tiempo o después de la segunda vuelta, para que la posibilidad de que el Presidente tenga mayoría en el Congreso sea mucho mayor o que el elector decida conscientemente si le quiere dar mayoría al Presidente para que pueda gobernar.  

Esa es la ventaja de los sistemas parlamentarios, de donde viene la institución de la disolución del Congreso. En ellos el Ejecutivo tiene mayoría por definición porque el Ejecutivo nace del Congreso y por lo tanto el líder de la mayoría se convierte en el Premier. Una mayoría opositora es imposible: si llega a darse, el congreso es disuelto, precisamente. El conflicto de poderes no dura, se resuelve rápidamente. El resultado es que se consigue democracias más funcionales, más efectivas. Que es lo que necesitan nuestros países.

Pero si no vamos a ir a un sistema parlamentario, por lo menos introduzcamos las reformas constitucionales que favorezcan la elección de un Presidente de la República con mayoría parlamentaria, y que en el caso de que, pese a ello, dicha mayoría no se dé y/o se presente una situación de entrampamiento que ate de manos al gobierno, el Ejecutivo pueda resolverla disolviendo el Congreso sin expresión de causa, en los términos que hemos explicado.

Si Fuerza Popular, el APRA y los demás partidos que han apoyado este despropósito tuvieran voluntad de triunfo electoral el 2021, ya se habrían dado cuenta de la necesidad de realizar estos cambios constitucionales en lugar de agravar las condiciones de gobernabilidad.