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La calle atormenta América Latina

La calle atormenta América Latina

Las recientes protestas en buena parte de América Latina han significado un duro golpe a la derecha política gobernante e inclusive la ha lanzado a implementar ciertas políticas públicas, que fuera de constituirse como soluciones a los problemas económicos y sociales que subyacen en tales países, son meramente placebos y populismos para calmar la violencia.

Fijación e incrementos de salarios mínimos, permanencia de los subsidios en las tarifas de los servicios públicos, topes a los costos de los medicamentos, entre otras medidas reflejan cómo las ideas del liberalismo poco a poco van perdiendo terreno frente a un intervencionismo en los mercados hechos para satisfacer a un populorum que reclama cambios al “modelo” imperante en sus países.

Esta problemática es muy bien descrita en un reciente artículo de The Economist que compartimos líneas abajo, en el cual se incide sobre la aguda debilidad de los gobiernos frente a estas manifestaciones. Ello, en un contexto de desaceleración económica y escándalos de corrupción, no vaticinaría buenos visos para el futuro inmediato de la región.

Como se deja entrever del análisis The Economist, el Perú ha quedado exento, por el momento, de manifestaciones tan violentas como las acaecidas en Chile, exceptuando las recientes protestas de los colectiveros en la capital, porque el presidente Vizcarra ha evitado emprender las reformas estructurales que el país necesita pero que son impopulares frente al ojo público. Aquí se encuentra por ejemplo la reforma laboral, que lejos de concretarse, se la apuñala con un anuncio de incremento del salario mínimo que se hará efectivo a inicios del próximo año.

Dado que el populismo es lo único que mantendría los índices de aprobación de Vizcarra, sería solo cuestión de tiempo para que el descontento de la población aflore por el frenazo por el que se encuentra pasando la economía peruana. Ojalá que esto, solo por mera imitación de los del vecindario de la región, no se concrete en manifestaciones violentas y más bien llame la atención a la administración de gobierno actual para retomar la agenda del desarrollo que requiere el Perú. Lampadia

La calle desafía a los políticos de América Latina

La región sufre un caso agudo de descontento que está barriendo el mundo

The Economist
30 de noviembre, 2019
Traducido y comentado por Lampadia

Otra semana, y otro país latinoamericano está en la calle. Ahora es Colombia, donde se han producido grandes protestas desde el 21 de noviembre. En otros lugares, las manifestaciones han sido provocadas por cosas específicas, incluso si las demandas de los manifestantes iban más allá de ellas: aumentos en las tarifas del metro en Chile y los precios del combustible en Haití y Ecuador, y fraude electoral en Bolivia. Pero en Colombia solo hay un sentimiento generalizado de descontento con un gobierno impopular. Ha llevado a grupos dispares a las calles, desde estudiantes, sindicalistas y activistas indígenas y homosexuales hasta arqueólogos contra la minería. Un estado de ánimo similar prevalece en gran parte de la región. Cuanto más se prolongue, más puede paralizar a los gobiernos.

Las protestas no carecen de precedentes ni se limitan a América Latina. A principios de la década de 2000, los gobiernos elegidos fueron derrocados en Argentina, Ecuador y Bolivia (dos veces, en desórdenes liderados por Evo Morales, quien acaba de sufrir el mismo destino). Grandes protestas surgieron de casi nada en Brasil en 2013.

Como en 1968, este es un momento de descontento global, pero es particularmente intenso en América Latina. Las protestas no son su única manifestación. La ira popular apareció el año pasado en victorias electorales para populistas contrastantes, Jair Bolsonaro en Brasil y Andrés Manuel López Obrador en México. La tendencia general de las recientes elecciones latinoamericanas ha sido la derrota de los titulares, confirmada en el regreso del peronismo en Argentina en octubre. En Uruguay, Luis Lacalle Pou, de centro-derecha, parece haber terminado 15 años de gobierno de centro-izquierda en una elección presidencial el 24 de noviembre.

Las causas de este mal humor incluyen el estancamiento o la desaceleración económica, la disminución de oportunidades y el miedo a volver a caer en la pobreza en medio de una persistente desigualdad profunda. La brecha entre ricos y pobres no se ha ampliado en América Latina, pero se ha vuelto más visible. Tomemos a Chile, donde Costanera Center, un centro comercial construido alrededor de una torre de oficinas de 64 pisos en Santiago, ha sido objeto de ira. “Una persona que gana 300,000 pesos [US$ 375] al mes ve un bolso que cuesta 4 millones de pesos”, dice Marta Lagos, de Mori Chile, una encuestadora. Ferraris y Maseratis han llegado, sus propietarios aparentemente ajenos a las viviendas deficientes, los autobuses superpoblados y la atención médica irregular.

La clase política de América Latina ha sido desacreditada por la corrupción y los escándalos de financiamiento de campañas. Estos también son más visibles que en el pasado, gracias a fiscales más combativos, periodistas de investigación, denunciantes y leyes de libertad de información. En otras palabras, el crecimiento de la transparencia ha superado al de la buena gobernanza. Los partidos políticos, muchos de los cuales están debilitados y fragmentados, han dejado de hacer su trabajo fundamental de canalizar el descontento. En resumen, los políticos han sido dominados por la calle.

El diagnóstico es fácil, pero encontrar una cura será mucho más difícil, como están descubriendo los gobiernos. Muchos de los problemas tienen raíces profundas y sus soluciones son a largo plazo. Un mayor crecimiento, impuestos más progresivos, salarios mínimos más altos y una mejor provisión social calmarían el descontento. El problema es que el crecimiento depende de aumentar la productividad, lo que requiere reformas impopulares. Y las élites conservadoras se resisten a pagar más impuestos. La izquierda en Chile y Colombia se queda en la calle para ganar más concesiones. En 1968, el desorden global prolongado terminó en una reacción conservadora. Ese riesgo es especialmente alto en Chile, donde continúan el saqueo y el vandalismo.

La respuesta oficial inmediata ha sido correr para cubrirse. En Ecuador, el gobierno de Lenín Moreno canceló el aumento del precio del combustible y está luchando para obtener el consentimiento del Congreso para moderados aumentos de impuestos. El gobierno de Chile está luchando contra una acción de retaguardia contra las demandas de un gasto público mucho mayor. En Colombia, el presidente Iván Duque puede alejarse de las reformas laborales y de pensiones debatidas. En Brasil, Bolsonaro pospuso un proyecto de ley que recortaría los salarios y los empleos en el sector público inflado por temor a que pudiera desencadenar protestas.

La reforma rara vez ha sido fácil en América Latina. Más presidentes pueden imitar a Martín Vizcarra en Perú. En 20 meses en el cargo, eludió decisiones impopulares, como aprobar una gran mina. Montando una ola de ira antipolítica, cerró un congreso “obstructivo”. Junto con López Obrador, es uno de los cuatro únicos presidentes latinoamericanos con un índice de aprobación de más del 50%. Los gestos agradables para la multitud pueden calmar las calles. Posponen el descontento, pero no lo disminuirán. Lampadia




Crisis democrática en la India

Crisis democrática en la India

La derecha política sigue degenerándose a nivel global con sus prácticas antidemocráticas y su desenfrenado populismo; cuya fuerza se alimenta principalmente de un rampante nacionalismo, el cual resulta muy atractivo hacia las grandes masas de los votantes que han sido engañadas por los supuestos males de la globalización y el libre comercio (ver Lampadia: El nuevo conservadurismo).

Ahora no solo es Occidente, con los movimientos euroescépticos, entre los cuales se destaca el Partido Conservador de Gran Bretaña liderado por Boris Johnson (ver Lampadia: ¿Qué futuro le depara a Gran Bretaña con Boris Johnson?) y en EEUU con el Partido Republicano del presidente Donald Trump. Inclusive en importantes países asiáticos – que justamente son de los que más han aprovechado las oportunidades de un mundo más integrado e interconectado – esta peligrosa ola de pensamiento político está que se apodera de las mentes de la clase política dominante. Este es el caso de la India.

Narenhdra Modi, de quien hemos escrito extensamente en anteriores oportunidades (ver Lampadia: Narendra Modi se perfila para un segundo mandado en la India, La admirable evolución de la India) prometía mucho en términos del bienestar para los habitantes de la India, por su clara visión respecto del rol fundamental que tiene el sector privado en el desarrollo de las economías.

Lamentablemente, sus primeros cien días de su segundo gobierno han dejado mucho que desear. Ello lo pone en evidencia un reciente artículo publicado por la revista Project Syndicate, y que compartimos líneas abajo.

No solo la economía india se encuentra de capa caída, sino que además Modi, como todo político populista, ha empezado a asaltar las instituciones vigentes, para satisfacer el clamor popular. Así, sus operadores políticos ya se encuentran atentando contra la libertad religiosa y personal de los hogares; a la vez que explotan los prejuicios de la población india hacia la población musulmana, acrecentando el conflicto en las relaciones comunitarias.

Lo más lamentable es que, a pesar de estos desaciertos, el mencionado primer ministro aún cuenta con amplio apoyo popular, el cual podría capitalizar para profundizar en las reformas de mercado emprendidas en el 2014, por su mandato, y así posicionar a un país que tiene todo liderar el crecimiento económico global de las próximas décadas, inclusive con mejores prospectos que China. Sin embargo, esto no parecería estar en la agenda de Modi.

Esperamos que Modi en los próximos meses pueda retomar la agenda prioritaria de desarrollo de la India, que de lejos debe ser la económica, y no se obsesione con el tema cultural, que lo único que ha hecho con ello ha sido profundizar la xenofobia entre grupos de orígenes distintos que han compartido muchos años juntos un país que les ha provisto de una mejora de calidad de vida notable. Lampadia

Una dictadura democrática en la India

Shashi Tharoor
Project Syndicate
13 de setiembre, 2019
Glosado por Lampadia

NUEVA DELHI –El gobierno del primer ministro indio Narendra Modi ha completado cien días de su segundo mandato, con bombos y platillos. Pese al deficiente desempeño de su gobierno, Modi en persona sigue siendo inmensamente popular. Esto no presagia nada bueno para la democracia india.

Los simpatizantes del gobierno de Modi aclaman una andanada de nuevas leyes represivas (entre ellas, la criminalización de la práctica musulmana de “divorcio instantáneo” llamada talaq-e-biddat) como muestra de determinación. En tanto, la reciente derogación del estatuto especial de Jammu y Cachemira (garantizado por el artículo 370 de la Constitución de la India) se llevó a cabo en un contexto de fuertes medidas restrictivas en toda la región; dirigentes políticos fueron arrestados y se interrumpieron las comunicaciones telefónicas y por Internet. Cuando se levante la tapa de la olla a presión, no hay modo de saber lo que sucederá; pero la mayoría de los indios siguen apoyando al gobierno sin vacilaciones.

Pero los partidarios de Modi pasan por alto temas como la economía, que está en caída libre, y las relaciones interreligiosas, tensas como nunca habían estado. (La misión no tripulada a la Luna de la que esperaban alardear fracasó cuando el robot explorador se estrelló contra la superficie lunar, en vísperas de la celebración de los cien días de gobierno.)

Para los críticos de Modi, la persistencia de su popularidad es difícil de explicar. La mayor parte de las recetas que aplicó hicieron más mal que bien. Por ejemplo, es probable que el desastroso intento que hizo en 2016 el gobierno de retirar de circulación el 86% del papel moneda de la India haya sido el peor golpe que sufrió la economía del país desde la independencia, con un costo de millones de puestos de trabajo y pérdida de crecimiento. Pero no parece que eso sea un obstáculo para la mayoría de los votantes, que ven en Modi a un líder decidido y práctico, dispuesto a romper con la tradición y probar soluciones audaces para los intratables problemas de la India.

Esta reacción ha dejado a muchos en la India perplejos. He aquí un primer ministro que echó por tierra casi todas las convenciones de la política india civilizada. Envió a la policía a detener a dirigentes opositores bajo acusaciones infundadas, ascendió a ministros que con su retórica divisiva generaron temor en los musulmanes y en otras minorías, e intimidó a los medios, al punto que la cobertura de prensa de su administración es una vergüenza para la cultura democrática de la India.

Además, el gobierno de Modi abandonó (por primera vez en la historia de las comisiones permanentes del Parlamento de la India) la tradición bipartidaria que adjudicaba la presidencia de la Comisión de Asuntos Exteriores (posición que yo ocupaba) a una figura del principal partido de oposición: ahora el Partido Popular Indio (Bharatiya Janata Party, BJP) de Modi decidió que se encargará de controlar a su propio gobierno.

Para muchos de los admiradores de Modi, semejantes muestras de autoritarismo no tienen la menor importancia. Consideran que tras décadas de una democracia demasiado “bondadosa” y de negociar con coaliciones de gobierno, la India necesitaba un líder “duro”. Quienes teníamos una fe absoluta en el sistema democrático de la India ahora nos encontramos con la triste realidad de que tal vez sus raíces no eran tan profundas como pensábamos.

La India se encuentra ahora en manos de un nacionalismo enfervorizado que exalta cada logro indio (real o imaginario) y califica de “antinacional” y hasta “sedicioso” cualquier desacuerdo político o protesta por insignificante que sean. Casi todas las instituciones independientes han sido vaciadas y convertidas en instrumentos del avasallante poder del gobierno.

Que se usen de tal modo las autoridades tributarias no sorprende tanto. Pero ahora hasta los organismos responsables de las investigaciones financieras, la policía y el aparato de inteligencia del gobierno, e incluso entidades manifiestamente autónomas como la Comisión Electoral y el sistema judicial, son parte de esta problemática.

Bajo Modi, la libertad política ya no se considera una virtud. La nueva norma del orden social es el control (por parte de las autoridades) y la conformidad (para todos los demás). Como señaló hace poco el académico y comentarista Pratap Bhanu Mehta, “es difícil recordar un tiempo” en el que “se alentara tanto la adecuación del discurso público y profesional a los deseos del Estado”.

Previsiblemente, bajo el gobierno del BJP, las relaciones intercomunitarias han empeorado drásticamente. La marginación de la comunidad musulmana de la India es tan grave que incluso algunos de los más firmes defensores del gobierno la reconocieron. La India fue durante tres mil años un refugio para los perseguidos de todas las naciones y creencias. Hoy rechaza a los refugiados musulmanes rohinyás de Myanmar y publicó un Registro Nacional de Ciudadanos que excluye a millones de personas (mayoritariamente musulmanas) que tuvieron que refugiarse en la India después de 1971, y con ellas a sus hijos nacidos en la India. También hay rumores de un nuevo intento de eliminar las leyes que permiten a las comunidades minoritarias mantener sus prácticas en lo referido a cuestiones de familia, y de sancionar otras con el objetivo de limitar las actividades de proselitismo religioso.

Ante nuestros ojos, un gobierno al que no le interesan las instituciones, las convenciones y las prácticas mantenidas desde la independencia está transformando el carácter mismo de la India. Parece que la “audacia” lo justifica todo.

Lo que preocupa cada vez más a demócratas liberales como yo es que esto pueda ser lo que la población india (medianamente educada y confundida por la habilidosa propaganda del BJP) realmente quiera. Como se pregunta Mehta: “¿Será que de algún modo esta exaltación del poder, del control y del nacionalismo es la satisfacción de nuestros propios deseos más profundos?”.

En cualquier caso, si estos primeros cien días del segundo quinquenio de gobierno de Modi sirven de indicación, es muy posible que pronto la India deje de ser el país por cuya libertad luchó Mahatma Gandhi. Lampadia

Traducción: Esteban Flamini

Shashi Tharoor, ex subsecretario general de las Naciones Unidas y ex ministro de Estado de Asuntos Exteriores de la India y ministro de Estado para el Desarrollo de Recursos Humanos, es miembro parlamentario del Congreso Nacional de India. Es autor de Pax Indica: India and the World of the 21st Century.