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¿Puede la democracia ser tiránica?

Francisco Tudela
Para Lampadia

Los acontecimientos dramáticos por los que transita la política venezolana de hoy en día me han llevado a rememorar una interesante conversación, en 1998, con John Coatsworth, el primer director del Centro David Rockefeller para Estudios Latinoamericanos de la Universidad de Harvard.

A escasos seis años del autogolpe del presidente Fujimori, el 5 de abril de 1992, conversábamos en el jardín de dicho centro de estudios sobre el aguante de los peruanos a la crisis sistémica de los 80, el desarreglo general del Estado, el descalabro de sus finanzas y la expansión homicida del terrorismo. Yo le pregunté si él consideraba que la ruptura democrática fue una alternativa válida para salir de una crisis semejante y Coatsworth me dijo que no, que no había más alternativa que las elecciones.

¿Y si las elecciones no resolvían la crisis? Coatsworth me dijo entonces que había que esperar otros cinco años e ir nuevamente a elecciones; y si eso no funcionaba, había que esperar otro mandato más y así sucesivamente, “ad infinitum”, hasta que finalmente llegue el gobierno correcto.

Sus respuestas me hicieron recordar a Jacobo I de Inglaterra, quién fue el sucesor de Isabel I de Inglaterra. Fue un mecenas de las artes y las letras, patrocinando a Shakespeare, John Donne y Francis Bacon, entre otros. Tradujo la Biblia y escribió panfletos contra la brujería y el tabaco, además de plantar, por su irresponsabilidad política y financiera, la semilla de la guerra civil inglesa.

Jacobo I escribió “La Verdadera Ley de las Monarquías Libres”, donde sostenía, en defensa de la legitimidad monárquica, que, si Inglaterra tuviera un Rey malvado, este sería enviado por Dios como una maldición y una plaga para que el pueblo purgue sus pecados. ¿Podía el pueblo rebelarse? ¡De ninguna manera!, afirmaba Jacobo I. El pueblo, sugería el Monarca, solo tenía como alternativa la paciencia, las oraciones fervientes a Dios y el enmendar sus vidas, hasta que el malvado Rey cambiara su conducta o muriese, siendo relevado por su sucesor.

El paralelismo entre soportar pacientemente malos gobiernos elegidos democráticamente y sufrir, orando fervientemente, a malos monarcas, resulta chocante. La generación jesuita contemporánea de Jacobo I, especialmente el Padre Juan de Mariana, desarrollaron la tesis del tiranicidio para librarse de los reyes malvados.

Los católicos ingleses, trataron de volar a Jacobo I con todo el Parlamento en la “Conspiración de la Pólvora”, en 1605, pero fallaron. Los Estuardo y los Borbones hicieron quemar estos textos regicidas en las plazas públicas, pero lo esencial quedó: la insurgencia contra los gobiernos malvados era legítima. No sé si el puritano Cromwell leyó al papista Mariana, pero envió al Rey depuesto Carlos I, el hijo del buen Jacobo I, al cadalso, después de una parodia de juicio.

Coatsworth tiene razón, pero solamente en la medida de que aún en medio de la peor crisis se conserve el gobierno de las leyes. Esa es la característica esencial de la democracia republicana: el gobierno de las leyes a las cuales se supeditan todos los gobernantes. Pero no tiene razón cuando un gobierno electo usurpa el poder desde el interior del régimen, sin golpe militar ni nada por el estilo, cambiando la Constitución, acomodándola para quedarse en el poder. Allí los gobernantes están sobre las leyes y sólo la insurgencia puede desalojarlos, pues al no haber estado de derecho, ya hay tiranía, como en la Venezuela de hoy. Lampadia