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Respeto a la institucionalidad

Respeto a la institucionalidad

Carlos E. Gálvez Pinillos
Expresidente de la SNMPE
Para Lampadia

Para que una nación pueda desarrollarse adecuadamente, es fundamental que todos sus ciudadanos (y las autoridades no son de una especie diferente) respetemos la institucionalidad.

Nuestra Constitución establece que contamos con tres Poderes del Estado; el Legislativo, el Ejecutivo y el Judicial. Adicionalmente contamos con organismos con rango constitucional y funciones específicas. Si bien las instituciones a que nos queremos referir no son sólo las mencionadas, es importante este ejercicio descriptivo para que todos podamos comprender que cada quien tiene sus fueros, funciones establecidas, responsabilidades y forma de interrelacionarse.

Nuestra estructura de poderes se asemeja mucho, en el fondo, a las establecidas alrededor del mundo y el respeto a tal estructura y a las relaciones que debe darse entre ellas, se le denomina institucionalidad.

En cualquier institución es fundamental tener claro qué debe hacer, pero lo más importante es que sus miembros tengan más claro; qué NO debe hacer y así concentrar sus esfuerzos para el logro de sus objetivos.

Por ejemplo, el Poder Judicial tiene sus responsabilidades con una mirada enfocada en el pasado. A partir del trabajo, seriedad y probidad con la que sus miembros, jueces y fiscales se conduzcan, generarán no sólo un efecto punitivo y correctivo a los ciudadanos que hayan delinquido, sino que sus investigaciones, acusaciones y sentencias, generarán un impacto educativo en la ciudadanía y conciencia colectiva de la Nación. Por eso es tan importante que sus miembros sean de la mejor calidad moral y preparación profesional. Es universal el concepto que, a los fiscales se les conoce por la calidad de sus investigaciones, la solidez de sus acusaciones y, a consecuencia de estas, por el número de sentencias logradas. Del mismo modo, a los jueces se les conoce por la debida y equilibrada evaluación de las pruebas y la justa aplicación de la ley. De ahí que se repite que; ¡un Juez habla a través de sus sentencias!

Lo inadecuado es que fiscales y jueces se expongan mediáticamente, filtren información, discutan los casos a su cargo con los periodistas y pretendan jugar un rol político. Lo peor es que lo dicho anteriormente ha dado pie a “periodistas”, con apoyo de dueños de medios, a influir con sus comentarios en la opinión pública, para luego hacer pequeñas encuestas que, oh cosa curiosa, van en la dirección de lo reiterado por los comentaristas, para finalmente presionar a los tribunales en uno u otro sentido en sus sentencias. Más criticable aún, si los miembros del Ejecutivo y del Legislativo hacen de su comidilla con los “periodistas”, una inadecuada generación de corriente de opinión política sobre un caso judicial. Claro ejemplo de lo que NO se debe hacer. No es casualidad que en países desarrollados esté ABSOLUTAMENTE PROHIBIDO grabar, tomar fotos y menos filmar los juicios, cosa que en el Perú es práctica común y parece cosa de gracia.

El poder Legislativo cuyas funciones son; representar, legislar y fiscalizar, tiene la obligación de respetar y hacer respetar sus fueros. Los legisladores deben, entre otras cosas, estudiar seria y profundamente las oportunidades de mejora de la Nación en su conjunto y de los distintos grupos de interés de la sociedad. Plantear iniciativas legislativas que promuevan el crecimiento de nuestro país y la posibilidad de mejora de los ciudadanos con menores oportunidades; cerrando brechas de infraestructura para mejorar la salud, educación, seguridad e impartir justicia.

El poder Legislativo debe también fiscalizar al Ejecutivo en el manejo de los recursos; económicos, humanos y logro de resultados. Los legisladores deben actuar como un Directorio que verifique una adecuada ejecución de los planes y logro de los objetivos planteados, aplicación correcta y oportuna de los recursos económicos bajo estrictas normas legales, morales y éticas. Pero lo que NO debe hacer, es dedicarse a investigaciones que pretendieran competir con las atribuciones propias del sistema judicial. La fiscalización que les corresponde es la de la conducción del país y no la fiscal-policial, pero claro, eso no da cámaras ni notas periodísticas.

Mención especial merece la situación anómala que vive el Perú desde que se disolvió el Congreso y quedó en funciones la Comisión Permanente del Congreso. De un lado por el ATREVIMIENTO del Ejecutivo de “ningunear” a la Comisión Permanente, como si nosotros los ciudadanos y nuestros representantes hubiéramos dejado de existir y no tuviésemos nada que opinar respecto de los actos del Ejecutivo. Pero, no menos grave es la posición asumida por los miembros de la Comisión Permanente, de no analizar los “Decretos de Urgencia” aprobados por el Ejecutivo y discutirlos y ventilarlos ante la opinión pública, para que todos seamos conscientes de lo que este Ejecutivo está haciendo.

Si además incluimos el mamarracho de reforma política que se trata de introducir, después de una campaña de destrucción de la imagen de la clase política (como si los del ejecutivo no fueran parte) y del Congreso durante un año y medio, hasta su disolución. No nos sorprendamos hoy del absoluto desinterés de la ciudadanía por estas tontas elecciones congresales.

El poder Ejecutivo por su parte, tiene fundamentalmente la responsabilidad de fijar los objetivos nacionales y planes de ejecución para el periodo de su mandato y llevar a cabo tal ejecución, con reporte periódico del avance del plan. Ya se ha dicho que, “un objetivo sin un plan es sólo una ilusión” y debe ser medible para poder controlar su avance. Sin lo anterior es imposible premiar o sancionar a los responsables.

¡Aquí tenemos otro vacío de institucionalidad! El presidente se ha paseado por meses pechando al Legislativo, mientras lo tuvo al frente, y está tratando de construir, vía elecciones convocadas, un Congreso más débil, pusilánime y obsecuente que el anterior. Tiene embobada a la población, que aún no se da cuenta que la han utilizado como a un niño cuando le muestran y ocultan las figuritas. El presidente no ha fijado objetivos de su gobierno, no ha diseñado un plan para ejecutarlo y menos ha fijado un cronograma de ejecución para rendir cuentas…, al punto que, al final del año 2019 ha reducido el Presupuesto Institucional Modificado (PIM), para reducir la meta de inversión pública y no quedar tan en ridículo por su incapacidad para ejecutar los proyectos públicos (su tarea principal) que tanta falta hacen a los más pobres del Perú. Hasta la fecha lo único que ha hecho es criticar al Legislativo y al Judicial; a los primeros por “obstruccionistas”, como si, por ejemplo, la no reconstrucción con cambios del norte, tras casi tres años del evento les fuera atribuible, o al Judicial politizando la labor de jueces y fiscales.

Más lamentable aún es que no hayamos sido capaces de avanzar en estos años, ni siquiera con la fijación de objetivos para un progreso económico que permita asegurar que seguiremos reduciendo pobreza a nuestro ritmo potencial. No hemos sido capaces de generar confianza en los agentes económicos, para atraerlos al Perú, aprovechando la debilidad de los demás países del continente. El mensaje auto-complaciente ha sido, en cambio, el denominador común desde el inicio del gobierno de Humala, seguido de una increíble incapacidad de gobernantes y legisladores desde el año 2016 hasta la fecha, para construir un Perú más próspero para nuestros hijos y nietos. A estas alturas ya no sé quiénes fueron más incapaces desde el año 2011 a la fecha, pero son responsables tanto Ejecutivo, como Legislativo y Judicial.

A falta de ideas claras, no se les ocurre mejor cosa que tontear con la mala e inconclusa reforma política mencionada y una (quisiera equivocarme) peor reforma judicial, que, tras un año y medio y dos procesos fallidos, no logra seleccionar siete miembros aceptables para la Junta Nacional de Justicia. Nuevamente, el Ejecutivo no ha actuado en lo que debía, sino que ha intervenido y mal, en lo que no debía.

Peor aún, no sólo este gobierno sino los de un par de décadas atrás, no han sido capaces de plantear una visión al 2050, consensuada con los actores relevantes del país, no tenemos definida una estrategia de largo plazo y no hemos sido capaces de convocar y promover inversión conducente a ella, para continuar reduciendo la pobreza, dar oportunidades de educación, salud y trabajo y además brindar seguridad y justicia.

En el ejecutivo no hay vocación de gobierno y el presidente y sus ministros no saben para qué ocupan los puestos que ocupan y no comprenden siquiera sus roles. Pero, en fin, creo que es tiempo de seguir a Sócrates y aplicar su mensaje; “El secreto para el cambio es concentrar toda tu energía, no en la lucha contra lo viejo, sino en la construcción de lo nuevo”.

Creo que, a menos que el presidente haga un claro; examen de conciencia, dolor de corazón, propósito de enmienda, confesión de boca y satisfacción de obra (cosa de la que dudo tenga capacidad), todo lo que estamos soñando no tiene sentido. De ser así, a la ciudadanía del Perú no le queda otra que aplicar lo de Sócrates, ¡olvidarnos de lo viejo (léase este gobierno por inútil e incapaz) y construir algo nuevo! Lampadia




El artículo sesenta y dos

El artículo sesenta y dos

Rafael Rey Rey
Ex congresista y ministro
Para Lampadia

Agosto de 1993. Habíamos terminado de aprobar el capítulo del régimen económico de la Constitución. Los debates habían sido especialmente intensos tanto en la Comisión Constitución como en el pleno.

Quienes defendían las ideas socialistas de las que estaba impregnada la Constitución del 79, sea por razones ideológicas sea por razones sentimentales, se habían opuesto a casi todos los artículos del capítulo.

Quienes queríamos, en cambio, que se le diera al país la oportunidad de experimentar los beneficios de una economía de mercado estábamos satisfechos. Habíamos conseguido introducir en el texto constitucional varios “candados” que impedirían que los futuros gobiernos cometieran los errores del pasado, que llevaron al Perú a la ruina económica y a la miseria social.

En el articulado aprobado estaban garantizadas expresamente, por ejemplo,

  • la libre competencia,
  • la libertad de empresa,
  • la libertad de precios,
  • la libertad de cambio,
  • tenencia y disposición de moneda extranjera
  • y la libertad de contratar.

Igualmente estaba garantizada la igualdad de tratamiento legal y tributario al capital nacional y extranjero, así como a la actividad empresarial privada y estatal. Esta última, además, solo posible de ejercerse de manera subsidiaria, autorizada por ley expresa y por razón de alto interés público o de manifiesta conveniencia nacional.

Así mismo estaba garantizado el derecho inviolable de propiedad y ésta sujeta a expropiación sólo por causa de seguridad nacional o necesidad pública declarada por ley y previo pago en efectivo de indemnización justipreciada.

Finalmente, habíamos asegurado la independencia y autonomía del Banco Central de Reserva, responsable de la estabilidad monetaria.

A los constituyentes de Renovación Nacional, nos parecía particularmente importante el texto del artículo que consagraba no solo la libertad de contratación sino el carácter sagrado de los contratos cuyos términos podían ser modificados exclusivamente por acuerdo de las partes y en cuya redacción habíamos participado en forma muy activa. El artículo sexagésimo segundo del texto constitucional que a la letra dice:

“Artículo 62.- La libertad de contratar garantiza que las partes pueden pactar válidamente según las normas vigentes al tiempo del contrato. Los términos contractuales no pueden ser modificados por leyes u otras disposiciones de cualquier clase. Los conflictos derivados de la relación contractual solo se solucionan en la vía arbitral o en la judicial, según los mecanismos previstos en el contrato o contemplados en la ley.

Mediante contratos-ley, el Estado puede establecer garantías y otorgar seguridades. No pueden ser modificados legislativamente, sin perjuicio de la protección a que se refiere el párrafo precedente.”

De pronto el doctor Manuel de la Puente y Lavalle, publicó un artículo en El Comercio en el que venía a insinuar o afirmar que se nos había pasado la mano. Que no podíamos negar la posibilidad de que, en circunstancias especiales, se pudieran expedir leyes u otras disposiciones que modificaran los contratos entre el Estado y privados y entre privados.

Pocos días después Carlos Torres y Torres Lara, presidente de la Comisión de Constitución y Reglamento, nos citó a Lourdes Flores Nano y al suscrito a la oficina del presidente del Congreso Jaime Yoshiyama. Nos explicó que, por las “razones” esgrimidas por el doctor de la Puente y compartidas por otros, querían modificar la redacción del mencionado artículo. Pero como éste ya había sido aprobado en el pleno del Congreso, en realidad se trataba de una reconsideración que para ser aprobada necesitaban los votos de dos tercios del número legal de congresistas. Es decir 54 votos. La mayoría Fujimorista requería pues del voto de las bancadas de Renovación Nacional (RN) y del Partido Popular Cristiano (PPC).

Discutimos unos minutos. Lourdes Flores terminó por ofrecerle los votos del PPC para la reconsideración. Yo me negué. Sostuve entonces lo mismo que luego sostuvimos en el pleno. Que, con esa modificación, eliminábamos la santidad de los contratos y afectábamos gravemente la seguridad jurídica que queríamos transmitir con la nueva Constitución. Que, tal como estaba aprobado, ese artículo era uno de los más importantes y probablemente uno de los que mejor hablaría de la seriedad que el Perú quería transmitir a los inversionistas. Y que para la modificación que pensaban proponer no contarían con los votos de RN.

Poco después, el fujimorismo presentó ante el pleno la nueva redacción que proponían. Se originó un nuevo debate. Los de RN nos opusimos. En resumen, dejamos constancia de que la redacción que se proponía no solo era una modificación del artículo originalmente aprobado, sino que era su contrario. La seguridad contractual afirmada en las primeras líneas quedaba eliminada por completo en las siguientes. Se pretendía establecer que ‘por razones comprobadas de utilidad moral, de calamidad pública, de seguridad y orden interno -es decir, por cualquier razón- se podían expedir leyes u otras disposiciones que modificaran los términos contractuales.’ Así había sucedido en el Perú, “por ejemplo, con la bautizada como ‘ley del inquilinato’. La ley congeló los alquileres y se paralizó la construcción de viviendas.” [1]

La reconsideración fracasó al faltarle a la mayoría los votos de la bancada de Renovación Nacional. Y el artículo quedó tal como estaba y como continúa estando en el texto constitucional. Lampadia

[1] Enrique Chirinos (Constituyente de Renovación Nacional) en el referido debate.




¿Cómo hubiese sido el Perú hoy sin las reformas estructurales de la Constitución de 1993?

¿Cómo hubiese sido el Perú hoy sin las reformas estructurales de la Constitución de 1993?

La reducción de la pobreza monetaria sin el cambio constitucional de 1993 habría sido más lenta. Se requiere avanzar en reformas para continuar creciendo.

Si bien se llevaron a cabo reformas estructurales desde el inicio de la década de los noventa, la Constitución de 1993 sentó las bases para el nuevo sistema económico. (Foto: Archivo GEC)

El Comercio, 05 de enero de 2020
(Informe El Comercio / IPE)

Las reformas económicas que inició el Perú en la década de 1990 –algunas de ellas consignadas en la Constitución de 1993– han sido seguidas de un crecimiento económico extraordinario basado en la estabilidad macroeconómica, la limitación de la actividad empresarial del Estado, la promoción de la inversión privada y de la competencia, y el desarrollo de las exportaciones.

Mientras que el crecimiento promedio anual del Perú entre 1975 y 1993 fue de apenas 0,7%, el más bajo de Sudamérica, desde 1994 hasta el 2018 el país lideró la región con un crecimiento promedio de 4,9%.

Sin embargo, la convulsión política y social que se vive en otros países latinoamericanos –en particular en Chile– ha abierto nuevamente el debate sobre la naturaleza del régimen económico peruano y sus resultados. A tres semanas de las elecciones legislativas extraordinarias 2020, vale la pena revisar algunos de sus alcances.

En este contexto, el Instituto Peruano de Economía (IPE) ha estimado un escenario alternativo, teórico, de crecimiento para el Perú en el cual las reformas estructurales de los noventa no se hubieran implementado. Los resultados apuntan a que el marco económico moderno ha permitido un mayor avance en términos de riqueza promedio de los peruanos y reducción de la pobreza monetaria del que se hubiera logrado si continuaba con el modelo económico previo.

¿QUÉ MODIFICACIONES SE HICIERON EN 1993?

Si bien se llevaron a cabo reformas estructurales desde el inicio de la década de los noventa –la eliminación de controles de precios y simplificación tributaria y arancelaria, por ejemplo–, la Constitución de 1993 sentó las bases para el nuevo sistema económico.

Los principios generales del régimen económico actual respaldan la libertad empresarial, la libre competencia y la libertad de contratación como pilares del funcionamiento de la economía. Además, el artículo 60 establece que el Estado solo puede realizar subsidiariamente actividad empresarial, a diferencia de la Constitución de 1979 que permitía con más holgura la actividad empresarial del Estado.

Para promover la estabilidad macroeconómica, el artículo 84 estableció la autonomía del Banco Central de Reserva del Perú (BCRP), lo que se tradujo en la prohibición de que la autoridad monetaria sea fuente de financiamiento del Gobierno, como lo había sido durante los años ochenta. Así, se definió que el propósito principal del BCRP es preservar la estabilidad monetaria y controlar la inflación. Otras reformas clave siguieron a partir de 1998.

UN PERÚ SIN REFORMAS

Para evaluar el impacto de estos cambios, el modelo genera un escenario alternativo sin reformas sobre el cual comparar. Un procedimiento para lograrlo es el método de control sintético (MCS), el cual construye este escenario –un “Perú sintético”– sobre la base de un promedio ponderado de países similares al Perú en sus características económicas antes de la Constitución de 1993. Por lo tanto, el impacto estimado será la diferencia entre los resultados del Perú real y el “Perú sintético”.

En este ejercicio, la medida de bienestar analizada es el PBI real per cápita. Entre 1975 y 1993, el nivel de riqueza promedio del Perú real y del control sintético fue muy similar, lo que apunta a que la comparación es adecuada.

Los resultados de la estimación muestran que el crecimiento promedio del PBI per cápita peruano luego del cambio constitucional (3,8%) fue casi 2 puntos porcentuales superior a lo que hubiera sido sin el cambio de modelo. Asimismo, entre 1994 y el 2016, el nivel de riqueza promedio por año de los peruanos fue casi 17% mayor al del Perú alternativo sin reformas.

Como una extensión a este impacto, se pueden inferir también los efectos que el régimen ha tenido sobre la reducción de la pobreza monetaria. Para ello, se estima una medida de elasticidad entre el crecimiento del PBI per cápita y la pobreza durante 1991 y 2016. Es decir, se calcula la relación entre la expansión de la economía y la caída de la pobreza. El ejercicio muestra que, si el PBI per cápita hubiese crecido al ritmo del Perú sintético, la reducción de la pobreza hubiese sido más lenta y se encontraría alrededor del 35%, cerca de 14 puntos porcentuales por encima de la cifra observada en los últimos años. La pobreza en el 2018 alcanzó al 20,5% de la población nacional.

AGENDA PENDIENTE

Continuar con la senda de crecimiento requiere un nuevo impulso de reformas, principalmente aquellas destinadas a incrementar la productividad. Según el BCRP, entre el 2016 y el 2020, la productividad del trabajo y capital tan solo contribuirá 0,2 puntos porcentuales al crecimiento promedio anual del período (3,6%), muy por detrás de la contribución de 2,4 puntos porcentuales entre el 2001 y el 2010. La agenda pendiente pasa por mejorar la calidad del sistema laboral, de la infraestructura, de la educación, de la gestión pública, y de la regulación estatal en general. Todo ello, sin embargo, se debe lograr cuidando lo ya avanzado.

Lampadia




¿Puede el TC cambiar la constitución?

¿Puede el TC cambiar la constitución?

Jorge Campana
Magíster en Derecho Constitucional, abogado del Congreso
Para Lampadia

El proyecto de sentencia propuesto por el magistrado Ramos para resolver el proceso competencial -iniciado por el Congreso contra la decisión del Gobierno de disolverlo- omite en su extenso marco de antecedentes y en la motivación, uno de los aspectos centrales de la demanda competencial, que es analizar si el Ejecutivo estaba facultado para exigir  la paralización inmediata del procedimiento de elección de los magistrados, como lo hizo el Presidente del Consejo de Ministros, con la consiguiente alteración de la agenda parlamentaria. En la ponencia no se hace razonamiento alguno en torno al respeto por el debido proceso parlamentario, por las normas del Reglamento del Congreso, o por la facultad exclusiva y excluyente que le otorgan al Congreso la Constitución y la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional para decidir tanto el procedimiento por el que se deben elegir a los Magistrados de dicho organismo jurisdiccional, como la oportunidad para realizar esa elección, dándose por sentada la preeminencia de supuestas facultades del Gobierno para excluir o anteponerse a las del Poder Legislativo.

Si bien el ponente admite que la cuestión de confianza tenía dos pretensiones: 1) la aprobación de un proyecto de reforma de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional; y 2) la paralización del procedimiento de elección de los magistrados; sólo analiza ampliamente la constitucionalidad del pedido de aprobación del proyecto de reforma de la citada Ley Orgánica, que es un tema pacífico, sobre el cual no existe controversia; pero no analiza la constitucionalidad de la segunda pretensión, que es el pedido de paralización inmediata del procedimiento de elección de los magistrados, el cual es un aspecto medular de la demanda competencial; limitándose a recordar la preocupación de algunas entidades que alegaban falta de transparencia en el procedimiento.

En ese sentido, la ponencia no efectúa el indispensable análisis sobre la constitucionalidad de que se utilice la cuestión de confianza para exigir la paralización del procedimiento parlamentario de elección de los magistrados del Tribunal Constitucional; por  el contrario deja abierta la posibilidad de que el Ejecutivo, haga uso de ella en forma indiscriminada y que aduciendo que existe algún “asunto de un marcado interés nacional”, plantee cuestión de confianza para la paralización de cualquier procedimiento parlamentario que se le ocurra.

No hay un solo fundamento con el cual se refuten o desestimen los argumentos con los que el demandante defiende las atribuciones parlamentarias menoscabadas y que son el núcleo de lo que se demanda en el proceso competencial. Dichos argumentos son totalmente ignorados para recoger en forma exclusiva la tesis con la cual el Poder Ejecutivo sustenta la inconstitucional disolución del Congreso, reproduciendo textualmente argumentos del Gobierno demandado -en la parte de la sentencia “ANÁLISIS DEL CASO CONCRETO” B) Determinación de los hechos”- sin siquiera darse el trabajo de verificar si lo que cita contiene información falsa  [como cuando cita el discurso del Presidente del Consejo de Ministros con el que se plantea la cuestión de confianza, en el que se afirma que mientras “(…) en el 2014 pasaron tres meses, entre la instalación de la Comisión Especial y la presentación al Pleno, y en el 2017 pasaron apenas 6 días para el mismo lapso, para elegir a un integrante, este año han pasado solo 5 días.”]. Esta afirmación del entonces Presidente del Consejo de Ministros, Salvador Del Solar, es falsa y preocupa la ligereza y poca rigurosidad del magistrado Ramos al hacer suya dicha versión, pues la conformación de la Comisión Especial se aprobó por el Pleno del Congreso el 22 de noviembre del 2018 (más de 9 meses antes de la fecha de elección de candidatos a magistrados del TC por el Pleno del Congreso) y la relación de candidatos a magistrados y sus currículos se difundió el 18 de setiembre de 2019 (12 días antes de la fecha de elección por el Pleno).

¿Todo vale con tal de darle la razón al Gobierno?

Si bien la ponencia dedica más de 50 de páginas -de las 79 que tiene- a antecedentes y a un marco teórico, éstos no están orientados a realizar un análisis objetivo del caso para determinar si existió interferencia del gobierno en funciones que son exclusivas del Congreso; sino a demostrar como sea -con poco éxito- que la disolución del Congreso fue constitucional.

De otro lado, la ponencia propone hacer del Presidente de la República el intérprete final de cada uno de los actos y decisiones del Congreso, desde que se formula la cuestión de confianza, porque será él quien decida si se aprobó una cuestión de confianza o si fue denegada; y lo decidirá sin importar lo que determine el Congreso. Ahí donde éste diga que la cuestión de confianza ha sido concedida, el Presidente podría interpretar que no lo fue. De este modo, se convierte la facultad de disolver el Congreso en una atribución discrecional del Presidente de la República, porque ya no estará condicionada a la negación objetiva de la confianza a dos gabinetes por parte del parlamento, a través de votaciones como es en el resto del mundo donde existe esta institución; sino que estará sujeta a lo que el mandatario interprete sobre las decisiones y actos del Poder Legislativo relacionados a las cuestiones de confianza planteadas. En otras palabras –de aprobarse la ponencia del Magistrado Ramos- el TC estaría introduciendo por la vía interpretativa un cambio importante en la Constitución.

Lo más alarmante es que el único argumento para fundamentar una modificación constitucional tan trascendente es que si esta nueva facultad se ejerce “de manera reiterada, [interpretando] que las cuestiones de confianza que han sido votadas a favor del Presidente del Consejo de Ministros se asuman como denegadas -con el propósito de poder disolver el Congreso de la República- ello solo generará un serio desgaste para el mismo gobierno, así como el eventual cuestionamiento del respeto al equilibrio de poderes”. Por lo tanto, el ponente supone con candor enternecedor que “[e]s bastante improbable que un gobierno que demuestre, de manera recurrente, que le es sumamente dificultoso adoptar medidas de coordinación con el Congreso de la República pueda gozar de un importante nivel de lealtad popular”. O sea, que la sanción ante el abuso reiterado de esta nueva facultad exorbitante que se le conferiría al Presidente es que pueda caer un poco en las encuestas. En todo caso, el ponente afirma que el parlamento disuelto siempre podrá -como premio consuelo- recurrir al TC y litigar ante éste durante meses, permitiendo en ese lapso la usurpación de su función legislativa y que se le impida ejercer las demás, así como la concentración de poderes en el Ejecutivo y que el país se vea sumido en la inestabilidad política. Lampadia




La ponencia de Ramos

La ponencia de Ramos

[1]

Natale Amprimo Plá
Abogado
Para Lampadia

La ponencia que ha presentado el Magistrado Carlos Ramos Núñez, respecto de la demanda competencial contra la disolución del Congreso de la República (en adelante: la Ponencia) es, con todo respeto, una suerte de matasellos para la inconstitucionalidad: justifica la arbitrariedad y el incumplimiento de la formalidad exigida; es contradictoria en si misma y con lo propios precedentes del Tribunal Constitucional; y, por último, abdica de aquello que en sus partes iniciales ofrece. En buena cuenta, una hojarasca para sustentar, a como dé lugar, lo que el Presidente hizo, dejando peligrosamente el futuro al libre albedrío de quien ocupe dicho cargo.

Respecto de esto último, basta leer sus Fundamentos 206 y 214, que son una verdadera abdicación al control del abuso del poder:

  • “206. La Constitución de 1993, al regular la facultad del Presidente de la República de disolver el Congreso de la República, ha introducido una herramienta que, a consideración del Tribunal, debe ser de ultima ratio y de uso excepcional. Ciertamente, y a diferencia de su antecesora, la Constitución de 1979, la carta actual no dispone de algún limite en cuanto al número de ocasiones en las que el Jefe de Estado pueda acudir a ella, por lo que, al menos en las circunstancias actuales, el que su uso sea moderado dependerá́, en buena medida, del mismo Presidente de la República(resaltado mío).
  • “214. (…) En el caso que (…) la mayoría de la ciudadanía considerara que dicho proceder fue arbitrario [esto es, la disolución del Congreso], ciertamente nuestra Constitución no prevé́, a diferencia de otros modelos, la obligación de que el Presidente de la República asuma algún nivel de responsabilidad”.

En resumen: el poder corrector del Tribunal Constitucional reducido a una simple invocación, sujeta a la voluntad de quien está en el poder y puede abusar de él, sin ninguna consecuencia; eliminándose así, la figura de la infracción constitucional.

Si vamos al detalle de la Ponencia, ésta se sustenta en un recuento histórico, muy personal, por cierto, de nuestro devenir como república; y, sobre la base de nuestro poco respeto a la institucionalidad, se justifican los actos de gobierno sujetos a evaluación.  Es decir, si la conclusión es que históricamente no mostramos como sociedad apego institucional, tenemos que relajar la evaluación de los actos de gobierno, en función a la coyuntura. Así, poco importa que la Constitución establezca formalidades o restricciones, pues todo puede habilitarse por la “coyuntura política”, el “interés nacional” y la “voluntad popular”.  La máxima expresión de este pensamiento, se encuentra en los Fundamentos 214 y 215:

“214. Evidentemente, si la mayoría se decanta por aprobar el acto de la disolución, ello tendría que verse materializado en la composición del siguiente Congreso de la República. (…)

215.   En efecto, no es negativo para este Tribunal que, frente a una tensión política recurrente e insubsanable, se convoque al titular de la soberanía para que brinde una suerte de veredicto respecto del futuro del país, lo cual se ha materializado en el Decreto Supremo 165-2019-PCM. De hecho, es saludable que, en una democracia, se llame a las urnas a la población para renovar (o rechazar) la confianza depositada en las autoridades políticas (…)”.

De otro lado, la Ponencia plantea una flagrante contradicción para justificar la llamada “denegación fáctica”; pues, por una lado, indica que no se deben desarrollar reglas perennes e inmutables y, a la par, formaliza una excepción no prevista en la Constitución, ni en el Reglamento del Congreso, a la que se le da nacimiento en el Fundamento 137: “De hecho, este amplio abanico de supuestos hace recomendable que este Tribunal no establezca reglas perennes e inmutables en torno a las formas en las que se deniega o aprueba la confianza. En efecto, no queda ninguna duda que el acto de votación es un signo considerable respecto de la decisión del Congreso de la República, pero ello no puede impedir que, en supuestos excepcionales ―como el presentado en este caso―, sea posible asumir que incluso una votación favorable puede disfrazar una intención de no brindar la confianza solicitada(resaltado propio).   Como vemos, asume que no se deben fijar reglas (lo que sería muy necesario para el futuro, a efectos de precisar materias de aplicación de la cuestión de confianza, como ocurre en el Derecho Comparado y como el propio Tribunal ya lo hizo en el Fundamento 75 de la sentencia del Expediente Nº 0006-2018-PI/TC, en la que precisó que la cuestión de confianza era para llevar a cabo las políticas que la gestión del gobierno requiere), pero fija excepciones para justificar lo ocurrido.  En vez de colocar al Tribunal Constitucional como un ente que ejerce su competencia de intérprete y gran guardián de la constitucionalidad, lo convierte en un actor de la coyuntura, con funciones más cercanas a la de un médico forense.

Sin embargo, la mayor extrañeza de la Ponencia la encuentro en el desarrollo de los actos presidenciales, pues, si bien se reconoce el mandato constitucional de que todo acto presidencial será nulo si carece del respectivo refrendo ministerial (Fundamento 202, en el que se cita el artículo 202 de la Constitución), se crea la figura de la convalidación posterior, justificada, una vez más, en la “especial coyuntura” y en una “imposibilidad fáctica” (la supuesta ausencia de gabinete).  El sustento que se utiliza para esta argumentación es falso, toda vez que, aún en el supuesto que se hubiese producido una denegatoria de confianza que pudiera dar lugar a una válida disolución del Congreso, no es cierto que el gabinete desaparece de un plumazo, en forma automática. 

La Ponencia, pese a que desarrolla por separado la cuestión de confianza obligatoria y la voluntaria, olvida adrede que nuestra Constitución, si bien dispone para ambos casos, la obligación de renuncia del Consejo de Ministros si la posición que adopta el Congreso es denegatoria, establece una diferencia muy notoria que trae abajo su propia argumentación.  En efecto, mientras que, en el caso de la cuestión de confianza obligatoria, una vez que el resultado de la votación le es comunicado al Presidente de la República, éste debe aceptar de inmediato la renuncia del Presidente del Consejo de Ministros y de los demás ministros; en el caso de la cuestión de confianza voluntaria, el Consejo de Ministros debe renunciar, teniendo el Presidente de la República setenta y dos horas para aceptar la dimisión.  Así, es falso que, al momento de anunciarse la disolución del Congreso, se estuviera ante una situación de ausencia de gabinete ministerial; más bien, lo que trascendió es que el gabinete en su mayoría no aceptó acompañar al Presidente de la República en su controvertida decisión.

Por último, la Ponencia, en varias partes menciona al gran estudioso alemán Karl Loewenstein; sin embargo, obvia la principal reflexión que éste desarrolla respecto a la cuestión de confianza: “El derecho de disolución del Parlamento y el voto de no confianza están juntos como el pistón y el cilindro en una máquina” (Teoría de la Constitución; página 107). No hay pues “denegatoria fáctica”. Lampadia

[1] El título del presente artículo surge de la lectura del artículo de Juan Paredes Castro (Frivolidad y arrogancia del Poder. El Comercio, 9 de enero de 2020), en el que concluye que “Los poderes constitucionales se han vuelto vergonzosamente influenciables y manipulables por fuerzas externas, interesadas en buscar los ‘matasellos’ adecuados a sus intereses”.




El restablecimiento del equilibrio político en la república

El restablecimiento del equilibrio político en la república

César Delgado-Guembes
8 de enero de 2020
Para Lampadia

Una de las tareas más notables en la afirmación de hábitos propios de una república es el reconocimiento de los límites para el uso del poder. La axiología de nuestra Constitución antepone el criterio de que el origen del poder proviene de la voluntad popular. Y afirma que el gobierno del Perú se ejerce a través de quienes el voto popular elige como sus representantes. En los regímenes republicanos la monarquía es una modalidad antitética de gobierno. Es su contrario lógico, político y ético.

En el proceso de contienda competencial que el Congreso inicia contra el Poder Ejecutivo el objetivo es que cumpla con restablecer el equilibrio en el uso del poder, de forma que se respeten y afirmen las competencias que la Constitución le reserva a la asamblea. El Congreso inicia la acción competencial porque le increpa al gobierno el menoscabo de sus facultades. Si el Tribunal Constitucional pasa por alto la gravedad de las infracciones que el gobierno ha cometido la consecuencia será que el nuestro se convertirá en un régimen poco representativo y menos aún republicano. Si el Tribunal Constitucional no encuadra correctamente los límites de las potestades que la Constitución marca en su texto, la asamblea y por lo tanto la voluntad popular quedará mellada en su función representativa y se cederá ante la tentación de que el Poder Ejecutivo se apodere de los espacios de pluralidad inherentes al parlamento.

El Poder Ejecutivo calificó, unilateralmente, y a su sólo albedrío, como denegada una cuestión de confianza el 30 de setiembre último. El Poder Ejecutivo seleccionó un hecho dentro del desarrollo de la sesión de esa fecha, y le imputó significados y sentidos que no fueron materia de consideración, consulta, deliberación ni voto por la asamblea. El Poder Ejecutivo afirmó que el rechazo de una cuestión previa para que se interrumpa el proceso de designación de los magistrados del Tribunal Constitucional configuró y constituyó el rechazo de la cuestión de confianza que planteó el gabinete Del Solar.

Lo que le toca al Tribunal Constitucional, en circunstancias en que debe empezar la deliberación sobre los sucesos que tuvieron lugar el 30 de Setiembre, es reconocer y declarar que el Poder Ejecutivo no puede, a su discreción, modificar la agenda de una sesión programada y convocada con la anticipación legal y reglamentaria. El Poder Ejecutivo no puede irrumpir en el recinto parlamentario según su criterio y gana se lo dictan. El Poder Ejecutivo no dispone de las instalaciones del parlamento como si estuviera en sede del gobierno. El Poder Ejecutivo tiene la obligación de respetar el orden que rige en el desarrollo de las sesiones que el parlamento agenda y programa, y se sujeta, con mayor razón que la sujeción que le corresponde mantener a los grupos parlamentarios en general y a todos los congresistas en particular, al orden del debate que acuerdan las instancias que tienen la facultad reglamentaria de definir qué se debate y en qué orden.

El Poder Ejecutivo, además, debe mantener el espacio constitucional que asegura su ejercicio y desempeño de acuerdo al marco en el que quedan distribuidas sus funciones. De ahí que no pueda obviarse que quien posee la confianza política que se cede o que se retiene es el parlamento. No es el gobierno. El gobierno pide la confianza y el parlamento es el que decide si la otorga o si la rehúsa. El gobierno no decide por el Congreso ni interpreta qué es lo que opta por declarar como acordado la asamblea. La asamblea es dueña de sus procesos y también de las decisiones que prefiere comunicar y transmitir al Poder Ejecutivo. El Poder Ejecutivo no suplanta ni se subroga a la asamblea en las competencias que le son propias a esta.

Sin embargo, en el caso sujeto a la acción competencial ante el Tribunal Constitucional, el Presidente de la República tomó para sí la facultad de decidir que el rechazo de una cuestión previa significaba el rechazo de la cuestión de confianza. Y el gobierno, que preside el Presidente de la República, quiso hacer cuestión de confianza sobre un proceso constitucionalmente privativo y reservado al Congreso. El gobierno no puede hacer cuestión de confianza sobre una materia que le compete resolver solamente al Congreso. Sobre materia de competencia del Congreso no tiene injerencia ninguna el Poder Ejecutivo.

No es una ni son dos las fallas en que incurre el Poder Ejecutivo en su afán de anular la capacidad de acción de su rival político. El gobierno actuó con violencia al irrumpir en el salón de sesiones sin haber sido convocado. El gobierno actuó displicentemente y sin respeto alguno por los espacios propios del Congreso y lo hizo, además, con alevosía, porque alegó como derecho lo que constituía una infracción y el desconocimiento de atribución ajena.

La “denegación fáctica” que invoca el Presidente de la República no es más que una falacia. Le atribuye causalidad a un suceso que carecía del contenido volitivo que él mismo le imputa. La voluntad del Congreso es la que se consulta y que se declara de conformidad con los procesos regulares que prevén la Constitución y el Reglamento del Congreso. La confianza se concede o se rechaza sólo cuando el Congreso la discute y la vota, según las reglas de debate y votación propias del sistema de toma de decisión en el parlamento.

Porque el Poder Ejecutivo ha incurrido en excesos contrarios a las atribuciones que la Constitución le reserva y le asigna al Congreso el Presidente de la República ha transgredido el principio de separación de poderes. Ha violado, también, el necesario balance que debe existir al desconocer la legitimidad del Congreso como único titular de la confianza que se presta o que se rehúsa, y la ha manipulado a partir del propio interés en deshacerse del adversario político.

Corresponde que el Tribunal Constitucional revise estos extremos y restituya los desequilibrios de modo que se mantenga el carácter republicano de nuestro régimen político. El Poder Ejecutivo no es el dueño de los espacios que la Constitución le reconoce y asigna al Congreso. Obviarlo, desconocerlo y otorgárselo importaría un grave acto de usurpación del poder que habilitaría al gobierno para concentrar cuotas de poder de las que está expresamente privado.

Sólo el Congreso resuelve sobre la confianza que se le pide. El Presidente de la República no puede condicionarla ni limitarla. Tampoco imputarla en su favor con el ánimo de prescindir de su rival político ni adversario. Lampadia




Principios liberales de una Constitución

Principios liberales de una Constitución

El nuevo calendario constitucional de Chile está ya generando aportes y debates sobre las posibles líneas de desarrollo de su nueva Constitución.

El ensayo de la Fundación para el Progreso de Chile, que compartimos líneas abajo, es particularmente interesante, pues comprende un conjunto de principios coherentes de lo que puede ser una Constitución de orientación liberal.

Si bien el Perú no está en ese tránsito, estos principios ayudan a entender la naturaleza de una Constitución y nos ayuda a visualizar posibles líneas de eventuales reformas.

Principios liberales para una nueva Constitución

Fundación para el Progreso
José Luis Trevia
Noviembre 2019
Glosado por Lampadia

Toda Constitución, al ser la roca madre o la ley fundamental de una sociedad, posee determinados principios que orientan a esta última y es una de las funciones de la Carta Magna. Recordemos que es “la Constitución la que fija los principios rectores con arreglo a los cuales se debe formar la unidad política y se deben asumir las tareas del Estado”. Por otro lado, viviendo en democracia y entendida esta como “un conjunto de reglas (primarias o fundamentales) que establecen quién está autorizado para tomar las decisiones colectivas y bajo qué procedimientos. Resulta imprescindible que la organización constitucional encuentre principios que se acoplen a la democracia como régimen político.

Los principios constitucionales son un lugar en el cual refugiarnos, orientar e interpretar nuestra sociedad. De esta forma “los principios son por lo tanto la base del sistema constitucional, poseen aplicabilidad amplia, aunque indirecta, irradiando efectos por todo el ordenamiento jurídico otorgándoles lógica y validez”. De esta forma se configuran las bases de nuestras instituciones y que el profesor de derecho constitucional Cea Egaña reseña correctamente “las Bases de la Institucionalidad que son los valores, principios y preceptos reunidos que tienen la cualidad de ser cimiento o sustento sobre el que se levanta todo el sistema institucional como punto de partida de la convivencia civilizada de las personas, las familias, los grupos intermedios y el Estado”

Así las cosas, analicemos principios que desde el liberalismo se conecten con una democracia en aras de una nueva Constitución.

Las personas nacen libres e iguales en dignidad y derechos

Tal principio que oriente nuestra nueva Carta Magna no es más que una réplica del inicio de la declaración de DDHH de Naciones Unidas, el cual señala “Artículo 1: Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros.” El cual demuestra un profundo igualitarismo moral, todos somos iguales desde el nacimiento en nuestra dignidad humana, libertad e igualdad.

El Estado está al servicio de la persona

Con ello se busca orientar la actuación del Estado para con la persona que lo financia y entrega a él el monopolio del uso de la fuerza. El Estado está al servicio de esta y no la persona al servicio del Estado. Nuestro Tribunal Constitucional ha sido claro en este aspecto: “en virtud del principio de servicialidad, la Administración del Estado existe para atender las necesidades públicas en forma continua y permanente, para lo cual actúa a través de servicios públicos”.

La finalidad del Estado es promover el bien común

En este sentido el Estado tiene como deber el hecho de propiciar condiciones para la plena realización de los individuos en el interior de la sociedad en que este existe con el límite a derechos de terceros y lo que nuestras propias leyes establecen. En síntesis “el Estado existe por y para el cumplimiento del fin temporal consistente en la creación de las condiciones sociales que permitan a todos y a cada uno de los integrantes de la comunidad nacional su mayor realización espiritual y material posible, con pleno respeto a los derechos y garantías que la Constitución establece”

Los límites al poder del Estado y el carácter democrático del Gobierno

Es decir, que la franja o línea que es imposible que el Estado, y por más democrático que sea un gobierno, no puede ser cruzada es el individuo en sus derechos, dignidad y libertad. Esta es la finalidad principal de la Constitución como tal, limitar al poder del gobernante debido a que este se corrompa y dañe a las personas.

La probidad y la transparencia como principios del buen gobierno

La transparencia y probidad pública son una garantía respecto del buen funcionamiento de un gobierno electo en democracia, de lo que hace y no hace. En consecuencia, los ciudadanos pueden controlar de mejor forma al gobierno que financian y escogen en sus actuaciones. Por ello, “constituye un principio que debe orientar el funcionamiento de la Administración, haciendo prevalecer el interés público por sobre aquel del funcionario. Este principio se expresa fundamentalmente en la importancia de las Declaraciones de intereses y patrimonios, y en los llamados Deberes de abstención”

El respeto al Estado de Derecho

El Estado de Derecho es el pilar en donde descansa el fin a la arbitrariedad, la separación de poderes y los límites de mayor envergadura a un Estado. La separación e independencia de poderes, el apego irrestricto a la ley y la igualdad ante esta última configuran un escudo para defenderse de dictadores y populistas. Una revisión más completa agrega algunos elementos más según Naciones Unidas “un principio de gobernanza en el que todas las personas, instituciones y entidades, públicas y privadas, incluido el propio Estado, están sometidas a leyes que se promulgan públicamente, se hacen cumplir por igual y se aplican con independencia, además de ser compatibles con las normas y los principios internacionales de derechos humanos. Asimismo, exige que se adopten medidas para garantizar el respeto de los principios de primacía de la ley, igualdad ante la ley, separación de poderes, participación en la adopción de decisiones, legalidad, no arbitrariedad, y transparencia procesal y legal”

La descentralización como forma de acercar la decisión gubernamental a las personas

El poder siempre tiende a concentrarse y de tal forma es más complejo de controlar. Abogar por una descentralización efectiva del poder y defender la teoría de los equilibrios, balances y contrapesos, urge más que nunca para seguir sosteniendo los pilares de una sociedad democrática, abierta, pluralista y apegada al Estado de Derecho.

La libertad del individuo de perseguir su propio proyecto de vida

La consagración de la libertad como un derecho inalienable al ser humano, es la base de cualquier democracia, y corresponde al Estado protegerla y garantizarla. Se entiende por ella el respeto por la libertad de expresión, consciencia, tránsito, enseñanza, asociación, y toda aquella que permita al ser humano obrar según su propia voluntad, siempre y cuando aquella autodeterminación no implique una lesión a derechos de terceros.

El respeto a la vida y la integridad de la persona

Garantizar la vida como un derecho intransable e irrevocable y reforzar el compromiso con en el diálogo de buena fe para la resolución de conflictos es el sello de una sociedad civilizada. La Declaración Universal de Derechos Humanos resguarda en su Artículo 3. que “todo individuo tiene derecho a la vida, a la libertad y a la seguridad de su persona”. Por tanto, la Constitución de la República debe contemplar su defensa y asegurar su protección indiscriminada.

La protección de la propiedad

Garantizar la protección del derecho de propiedad, tanto en materia de posesión como de uso y transferencia, resulta indispensable al momento de procurar estabilidad y crecimiento en la economía de un país. Nuestra Constitución debe ser clara en proteger la libre transacción y el respeto por los acuerdos voluntarios, respaldado por un sistema judicial autónomo y eficiente.

Igualdad ante la ley

Una sociedad democrática requiere de una profunda igualdad entre sus ciudadanos en la vara que los mide y refleja las reglas que estos pretender darse, la ley. El profesor de filosofía del derecho, Agustín Squella, vuelve sobre el punto: “esto quiere decir que las leyes se aplican sin consideración a las personas y que ningún individuo debe ser ni privilegiado (favorecido) ni discriminado (perjudicado) con dicha aplicación. A eso se llama igualdad ante la ley, y consiste en que las normas del derecho deben ser aplicadas de manera idéntica a casos o situaciones similares”.

Conclusión

La Constitución de la República de Chile debe ser en todo momento un mecanismo de regulación del poder político, con reglas claras sobre la delimitación de las atribuciones del Estado y la especificación de los principios fundamentales bajo los cuales se rige una sociedad. No debe ser utilizada para fines coercitivos que propugnen falsos ideales de bienestar, aquello puede resultar carísimo e incluso terminar dirigiendo esa anhelada búsqueda de prosperidad en el sentido opuesto y generar una amplia frustración por derechos garantizados en un papel que poco se condicen con una realidad en la que se han vuelto inaplicables. Por ello, recobrar la tesis de una constitución minimalista resulta trascendental para configurar en la práctica estos principios liberales que orienten nuestra nueva Carta Fundamental.

Así las cosas, sostiene el profesor de derecho constitucional José Francisco García en defensa de una Constitución minimalista el sentido de esta es “aquel que rescata la modestia de la empresa constitucional:

(1) la Constitución no zanja las controversias sociales fundamentales;

(2) la Constitución no es un proyecto acabado, un estado o etapa final, sino una actividad; y

(3) una Constitución solo debe contener reglas básicas, tanto en lo orgánico como desde la perspectiva del catálogo de derechos.” De lo contrario, la Carta Magna “hace más compleja su comprensión y más difícil su aplicación. Una Constitución que pretenda abarcar la mayor cantidad de materias e incorporar la mayor cantidad soluciones, corre el riesgo de transformarse en una Constitución inaplicable.”

Resolver los problemas sociales es imperativo y urgente, sin embargo, aquello debe resolverse en el terreno de la política y nuestra Constitución debe actuar solo como un faro que guíe dicha tarea.

 




¿Una nueva constitución en Chile?

¿Una nueva constitución en Chile?

Tras haber sido víctima de una de las peores revueltas violentistas en su historia tras su retorno a la democracia, Chile emerge con un gobierno débil que ha terminado por ceder en las presunciones de los grupos del ala más radical de las izquierdas en dicho país.

Más allá de las victorias sociales logradas en el plazo inmediato y reflejadas en las medidas a ser implementadas por el presidente Piñera, como la creación de un ingreso mínimo garantizado, la reducción de las tarifas eléctricas y topes a los medicamentos, incremento en las pensiones, entre otras, conviene detenernos en el referéndum a convocarse en abril del próximo año que legitimaría la creación de una nueva constitución.

Un reciente artículo escrito por The Economist, y que compartimos líneas abajo, incide en el contexto político y económico que precedió este hecho, pero sobretodo hace una reflexión acerca de las posibles transformaciones por las que podría pasar el modelo chileno, de inclinación liberal, con esta nueva constitución. Así indica que podría inclinarse la balanza hacia la socialdemocracia o en el peor de los casos, hacia un intervencionismo al puro estilo venezolano. Ambas alternativas que supondrían traer la tan ansiada justicia social que desean alcanzar las protestas.

En este respecto, queremos rescatar lo que ha referido acertadamente en diversas ocasiones en los últimos días la Fundación para el Progreso (FPP), importante think tank chileno (ver Lampadia: La constitución del subdesarrollo, La madre de todas las batallas) acerca de la creencia errónea, y hasta absurda, de que una nueva constitución constituirá la solución de todos los males del país chileno y siquiera de cualquier otro país.

Como ha mostrado la evidencia internacional, los países de altos ingresos como EEUU, Dinamarca, Suiza, Australia, entre otros, solo han tenido una constitución de su historia. Justamente por esa idea nefasta de creer que con una nueva constitución que otorga mayor poder al Estado, se podrá refundar una sociedad desde sus cimientos, es que los países de nuestra región han fracasados en sus intentos denodados por establecer un modelo al cual consideran como utópico e ideal. Toda constitución puede ser perfectible siempre y cuando se mueva dentro de los marcos institucionales que dan vida a las reglas de juego que rigen los mercados libres. Estas reglas de juego que caracterizan al modelo chileno, le han permitido a dicho país alcanzar los mejores índices de desarrollo humano en la región (ver Lampadia: Chile en la mira), aun cuando la narrativa proveniente de la izquierda haya penetrado en la percepción de los jóvenes reaccionarios, haciéndoles parecer todo lo contrario.

Siendo esta nuestra reflexión final, consideramos que debería sopesarse la idea de convocar una asamblea constituyente para la escritura de una nueva carta magna ya que, como lo ha demostrado hasta el cansancio la historia de la región, iniciativas parecidas han contribuido a bifurcar todos los progresos generados por constituciones que promueven un Estado subsidiario y la libre competencia de los mercados. Lampadia

Chile se tambalea hacia una nueva constitución
El doloroso nacimiento de un país diferente

The Economist
23 de noviembre, 2019
Traducido y comentado por Lampadia

En 2014, Michelle Bachelet, socialista, ingresó a la presidencia de Chile por segunda vez en un programa de reforma radical de impuestos, educación y pensiones. También aspiraba a promulgar una nueva constitución que garantizara “más equilibrio entre el estado, el sector privado y la sociedad”, como le dijo a su columnista mientras tomaba el té en el palacio presidencial de Moneda. Argumentó que su “lucha contra la desigualdad” era una última oportunidad para lidiar con los descontentos que, si se descuidan, podrían empujar a Chile hacia el populismo.

En ese momento eso parecía alarmista. Y varias de las reformas de Bachelet fueron mal diseñadas. Se enfrentaron a una oposición implacable de los negocios y la derecha. Su posición pública se vio afectada por un escándalo relacionado con un préstamo bancario garantizado por su hijo. Pero en retrospectiva, Bachelet estaba en lo correcto. Durante el último mes, debido a los descontentos que identificó, Chile se ha visto afectado por una conflagración social. Esto ha visto grandes protestas pacíficas, desorden salvajemente violento y vigilancia policial dura.

Un país diferente está listo para emerger. Chile heredó de la dictadura de Augusto Pinochet tanto una economía de mercado de rápido crecimiento como una “sociedad de mercado” de pensiones de pago, atención médica y educación. Bajo los gobiernos democráticos en los últimos 30 años, la provisión social se ha reformado gradualmente. Los chilenos son mucho menos pobres y sus ingresos son menos desiguales. Pero no es así como muchos de ellos lo ven. Las protestas son un grito por más redistribución y mejores servicios públicos.

El sucesor de Bachelet, Sebastián Piñera, un hombre de negocios multimillonario convertido en político de centro derecha, fue elegido con la promesa de impulsar el crecimiento económico al corregir sus reformas. Al carecer de una mayoría en el Congreso, hizo pocos progresos. Su manejo de las protestas ha sido errático. Después de que el metro de Santiago sufriera ataques incendiarios coordinados el mes pasado, declaró que Chile estaba “en guerra” y envió al ejército a las calles. Para muchos chilenos, eso le quitó credibilidad a su posterior crítica de la policía que dejó seis muertos y unos 2,400 heridos, más de 200 con lesiones en los ojos. Casi 2,000 policías también resultaron heridos, pero no pudieron evitar la quema de iglesias, supermercados y edificios públicos.

Piñera prometió un aumento inmediato en la pensión mínima (pero a solo US$ 165 por mes), un pequeño aumento en el salario mínimo y medidas para reducir el costo de los medicamentos y la electricidad. Se resistió a otros cambios: un cambio de gabinete fue más pequeño de lo esperado y esquivó las demandas de más impuestos y una nueva constitución. “Era muy poco, demasiado tarde”, dice Heraldo Muñoz, quien fue ministro de Relaciones Exteriores de Bachelet.

El presidente ahora ha perdido el control de los acontecimientos. Su nuevo ministro de finanzas, Ignacio Briones, acordó con la oposición aumentar los impuestos, financiar pensiones más altas y una mejor atención médica. Después de una huelga general y protestas violentas el 12 de noviembre, se habló del presidente para que no volviera a imponer un estado de emergencia. En cambio, Gonzalo Blumel, su nuevo ministro del Interior, negoció un acuerdo nacional para un referéndum en abril sobre si se debe tener una nueva constitución y qué tipo de organismo debería redactarla. Todas las partes, excepto algunas en la extrema izquierda y la extrema derecha, lo han firmado. El acuerdo cuenta con un 67% de apoyo popular, según una encuesta de esta semana.

Las protestas comienzan a disminuir. El acuerdo ofrece a Chile un posible camino de regreso a la paz y la reforma consensuada. Hay salvaguardas contra una asamblea constituyente que sigue el camino de la Venezuela de Hugo Chávez. Su trabajo será únicamente redactar una constitución, y dos tercios de sus miembros deben estar de acuerdo con el texto. “La gran mayoría de los chilenos son sensibles”, dice Patricio Navia, un politólogo. “Quieren compartir mejor el pastel, no quieren volar el pastel”.

Otros son más pesimistas. “El experimento neoliberal está completamente muerto”, según Sebastián Edwards, un economista chileno. ¿Qué lo reemplazará? Algunos temen un descenso al populismo fiscal. La economía ya se ha visto afectada, y es poco probable que la inversión se recupere hasta que el esquema del nuevo modelo sea claro. Chile ha descubierto algunas verdades duras sobre sí mismo. Su fuerza de policía, alguna vez admirada, los Carabineros, han demostrado ser incompetentes y brutales. Se ha demostrado que el servicio de inteligencia es inútil.

Muchos en el centro moderado esperan que de esta catarsis surja un modelo político que conserve una economía de mercado competitiva mientras crea un estado de bienestar al estilo europeo. Eso sería un gran avance para América Latina. Llegar allí no será sencillo. Lampadia




La madre de todas las batallas

La madre de todas las batallas

Fundación para el Progreso – Chile
Rafael Rincón-Urdaneta Z.
Publicado en El Líbero, 20.11.2019

Quizás pensamos que, de aquí en adelante, la madre de todas las batallas políticas será la constitucional.

La constitución de un país es tremendamente importante porque tiene consecuencias prácticas. Es fundamental, sí, pero no será necesariamente el gran factor decisivo de nuestro futuro como sociedad. Además, aún podemos hacer de ella algo bueno o permitir que algunos la diseñen a su medida. Podemos lograr que tenga un espíritu minimalista y que se parezca a los marcos institucionales de los países serios y avanzados o caer en los errores de algunas naciones latinoamericanas, y atribuirle más y más poderes al Estado. Y con eso, claro, a los políticos y burócratas, incluidos a los ineptos o corruptos. Podemos hacer que sea más ciudadana e inteligente —de libertades y limitación del poder— o dejarnos llevar por la ilusión ideológica, creada por los demagogos, de que se nos da más poder cuando en realidad se nos arrebata, todo adornado con palabras dulces que apuntan al corazón y neutralizan la cabeza.

Podemos, en suma, hacer aún muchas cosas buenas… o seguir «ejerciendo nuestro derecho a ser estúpidos», como dijo el historiador Niall Ferguson en su visita de 2014 a Chile.

Pero el tiempo pasará y un día, cuando entendamos que tenemos una visión absurdamente legalista e ideológica de las cosas, con tantos mitos, nos daremos cuenta de que nuestro real problema nunca fue la Constitución.

Comprenderemos, ojalá no demasiado tarde, que nuestro peor defecto ha estado en nuestra maltrecha cultura política, muy latinoamericana, que reduce la democracia a eso que llaman «el clamor popular», la mejor forma en que unos pocos ideólogos y manipuladores pueden aplastar a las minorías usando a las mayorías. Veremos cómo permitimos que se nos secuestrara por casi 30 días antes de lograr un acuerdo. No lo hicieron las personas que manifestaron sus descontentos civilizada y racionalmente, sino los que nos capturaron —los vándalos y terroristas organizados— mientras sus voceros, voluntarios o no, nos comunicaban las condiciones para no matarnos.

Lo peor es que seremos conscientes de cómo algunos llegamos a justificar y validar la violencia, el chantaje y el uso de vías no institucionales como forma de hacer política. Y recordaremos frases lindas que contrastaban, casi como insultos, con la catástrofe en las calles; cuando decían que «las movilizaciones sociales corrieron el cerco de lo posible», parecía más bien que fue nuestra situación de rehenes lo que hizo ceder. Y ya que lo hicimos esta vez, pues no nos quejemos si mañana nos pisotean o nos vuelven a amenazar. O si entre todos pisoteamos la nueva Constitución y salimos a la calle a desatar el infierno cuando no nos guste un resultado, una elección o una medida. Porque ni mil cartas magnas podrán curar la horrorosa incivilidad que estamos haciendo parte de nuestro ADN político. Ninguna constitución nos satisfará si nuestra voluntad es imponernos sobre los demás cueste lo que cueste, a sangre y fuego si es preciso.

El monstruo autoritario que llevamos dentro lo lucimos en cada colegio destruido, incluso por niños y adolescentes. En cada estación de metro arrasada, en cada iglesia quemada, en cada persona golpeada o muerta. En bandas armadas en las calles, azuzadas desde las tribunas públicas por personas irresponsables. Y, claro, protegidas por nuestras voces acusando a Carabineros y a las Fuerzas Armadas —cuando salieron, bastante atados de manos— de «esbirros del dictador», en nuestra ridícula ficción de un Chile setentero. También vimos al bicho oprobioso en cada peaje fascista que bautizamos como «El que baila pasa» y en cada vida arruinada cuando destruimos comercios y dejamos a personas desempleadas. En la celebración del golpe a la economía y a la imagen de Chile como «victorias populares», convencidos de que estábamos hiriendo al gobierno y a los ricos.

También descubriremos —y nos quedaremos cortos— la aterradora falta de buenos líderes e intelectuales visionarios, especialmente cuando veamos que esta discusión nos llevó al pasado, con políticos disfrazados de próceres (re)fundando la Patria —o resistiendo— mientras el siglo XXI, con sus desafíos colosales, corría afuera sin esperarnos. Pasamos de Greta Thunberg, que al menos era una conversación de estos tiempos, al Joker enloquecido en las calles y a delirios nostálgicos de luchas caducas. Hasta cayeron las estatuas de Valdivia y Arturo Prat, como afirmando que la cosa era «histórica», mientras otros animaban la pelea entre los espectros de Pinochet y Allende. Nos fascina darle épica a nuestros arranques y sentir que estamos reescribiendo la historia o vengándonos. Pero el futuro nos espera con la sonrisa de quien ve venir a un idiota golpeado por sí mismo. Y si no superamos los efectos de esa sobredosis, llegaremos a él ridículamente pobres y con nuestra mente atrofiada, sin una neurona sana, por la droga del subdesarrollo y la ideología del fracaso. Los estragos por las caídas de la APEC y la COP25 en Chile, así como nuestra desconexión de la globalización productiva por semanas, son aún reparables, pero imperdonables.

Y los intelectuales… ¡ah!… algunos se sentían tumbando al Zar Nicolás II. Y es que le habían advertido, años atrás, que la cosa —lo de la Constitución— sería «por las buenas o por las malas». Eso y figuras públicas, periodistas, actores y actrices, ingenua o deliberadamente, relativizando la violencia o directamente celebrándola. Si supieran —¿lo saben? — el daño que hacen y lo mal que se ven. Si tan solo amaran al país y a sí mismos más de lo que odian a sus adversarios.

El gran desafío de Chile es, pues, desarmar esta bomba de tiempo. Cortar el cable correcto. Y promover una nueva narrativa que renueve y revitalice la democracia, saneándola, liquidando el virus que podría llevarnos a enfrentarnos de nuevo. Esta es la madre de todas las batallas. ¡Y se puede ganar! Lampadia




La constitución del subdesarrollo

La constitución del subdesarrollo

Fundación para el Progreso
Axel Kaiser
Publicado en El Mercurio, 5.11.2019

En sus ‘Reflexiones sobre la revolución francesa’ publicadas en 1790, el intelectual y político irlandés Edmund Burke, advirtió que el afán refundacional de los jacobinos terminaría en una tragedia colosal que no solo fracasaría en conseguir la añorada igualdad que proclamaban, sino que daría pie al caos, el terror y la tiranía.

‘Es con infinita precaución que cualquier hombre debería aventurarse a derribar un edificio que ha respondido en cualquier grado tolerable a los propósitos comunes de la sociedad’, afirmó Burke, cuyas predicciones en poco tiempo se cumplieron consagrándolo como uno de los observadores más agudos y visionarios de su época. Desde sus orígenes, la filosofía liberal ha sido escéptica de las grandes narrativas refundacionales y de sus profetas, prefiriendo un tedioso, predecible y aburrido gradualismo cuando se trata de modificar aquellas instituciones que han permitido el florecimiento de la libertad y del progreso económico y social. Las sociedades maduras y avanzadas usualmente prefieren la precaución liberal recomendada por Burke antes que el entusiasmo rousseauniano que embriagó a los revolucionarios franceses y que, sin duda, ha constituido un aspecto central del subdesarrollo latinoamericano por más de un siglo.

Basta un breve repaso comparativo de historia constitucional para advertirlo. Así, por ejemplo, Estados Unidos ha tenido una sola Constitución en toda su historia a pesar de haber atravesado por una horrible guerra civil, dos guerras mundiales y la guerra fría, entre muchos eventos traumáticos. Dinamarca, Holanda, Noruega, Singapur, Bélgica y Australia también cuentan con una sola Constitución en su historia. Suiza ha tenido tres Constituciones desde 1291, Canadá dos desde 1867, al igual que Finlandia y Austria, ambas con dos Cartas fundamentales desde principios del siglo 20. Alemania, Italia, Japón y Francia han mantenido la misma Constitución en los últimos 60-70 años y países como Reino Unido, Israel, Nueva Zelandia y Hong Kong jamás han tenido siquiera una sola Constitución escrita. En América Latina, en cambio, la historia es muy diferente. Argentina ha tenido seis Constituciones; Brasil, Uruguay y México, siete. El Salvador, Honduras y Nicaragua han tenido 14 Constituciones cada uno, Colombia 10, Perú 12, Bolivia 16, Ecuador 20, Haití 24, Venezuela 26, y República Dominicana 32. Ninguna región del mundo, incluyendo África, ha tenido más Constituciones que América Latina. (Cordeiro, 2008).

Existe en nuestra cultura el curioso hábito de hacer de las Constituciones un chivo expiatorio sobre el que proyectamos todos nuestros defectos —mediocridad económica, corrupción, miseria social, deshonestidad, abusos, etc.—, para luego sacrificarlo en un acto de liberación colectiva que nos permite desentendernos de nuestra propia responsabilidad por los males que sufrimos. Ello, sumado al utopismo irresponsable tan propio de nuestros intelectuales, que no dudan un segundo cuando se trata de encontrar en la teoría la solución definitiva para nuestros padecimientos, pero que al mismo tiempo suelen ser ignorantes en casi todas las cuestiones prácticas de la vida social, es lo que impide la creación de instituciones estables en el tiempo, haciendo imposible el progreso acumulativo que se observa en los países desarrollados.

El hecho de que nuestras Constituciones desechables, a diferencia de las de naciones avanzadas, sirvan más bien para incrementar que para controlar el poder del Estado, horada aún más las bases liberales necesarias para la prosperidad. En ese contexto, los esfuerzos que apuntan a desbancar la Constitución actualmente vigente en Chile, bajo la cual se ha producido el período de mayor éxito en la historia nacional, son una manifestación clásica de la inmadurez política, intoxicación ideológica y evasión de la propia responsabilidad que históricamente ha sumido a América Latina en el subdesarrollo. Si Chile opta por seguir el camino refundacional desechando su Constitución, demostrará definitivamente que, a fin de cuentas, carece del mínimo necesario para pertenecer a la liga de los países serios. Lampadia




A propósito de la intervención del Magistrado Carlos Ramos Núñez

Fausto Salinas Lovón
Exclusivo para Lampadia

En Política y Constitución (Lampadia 06 de setiembre de 2019), afirmé que en la sociedad contemporánea, donde el imperio es del derecho y no de la fuerza, la tensión histórica entre política y Constitución debe ceder en favor de esta última. En la sociedad libre, abierta y plural, se celebra el triunfo del texto sobre la masa, de la ley sobre el caudillo, de la Constitución sobre el autócrata. Nada bueno le espera a una sociedad que celebre lo contrario. Nada bueno le espera a una sociedad en la cual la política, como lo planteaba Macchiavello, este desprovista de reglas y de ética. Nada bueno le espera a una sociedad que desata a la política del yugo que le impone la Constitución y que se queda a merced de la voluntad de una persona”.

Se esbozaron allí un par de ideas que resultan capitales en el escenario jurídico constitucional peruano de estos días: la política debe estar subordinada a la Constitución y esta no puede ser ajena a la ética. Dicho de otro modo, el encausamiento de la política por parte del derecho es una condición necesaria, pero no suficiente. Hace falta un contenido ético en este cometido. Quiere decir que el actuar del operador jurídico encargado de encausar la actuación política debe estar ajustado no solamente a la Constitución, sino también a la ética.

¿Y donde están las reglas éticas a partir de las cuales se juzga la actuación de un Juez?

En los principios de la ética profesional y por supuesto, en los Códigos de Ética.

La Cumbre Judicial Iberoamericana, por ejemplo, a través del CIEJ, su Comisión Iberoamericana de Ética Judicial, tiene establecido un Código Iberoamericano de Ética Judicial que consagra un conjunto de deberes éticos para los jueces. Aquí dos de ellos:

ART. 11.- El juez está obligado a abstenerse de intervenir en aquellas causas en las que se vea comprometida su imparcialidad o en las que un observador razonable pueda entender que hay motivo para pensar así.

ART. 12.- El juez debe procurar evitar las situaciones que directa o indirectamente justifiquen apartarse de la causa.

El Perú como Estado es uno de los 23 países miembros de esta Cumbre Judicial Iberoamericana a la cual está dirigido este Código de Ética Judicial, por lo que resulta un parámetro supranacional válido de exigencia para nuestros magistrados, los cuales además acuden con frecuencia a los instrumentos y organismos internacionales para sus decisiones y para la conservación de sus cargos.

De estos deberes éticos fluye el deber de abstención del magistrado cuya imparcialidad se vea comprometida, por ejemplo, por un adelanto de opinión. Surge lo que Martínez López afirma:

“La ética debe impulsar, sostener, inspirar y complementar al Derecho, aunque lo exigible al poder público, bajo el Estado social y democrático de Derecho, es su plena sumisión a este. El deber de abstención de los servidores públicos cuando se encuentran en las situaciones que la ley determine por comportar riesgo de parcialidad o de servicio a algún interés particular y no a los fines públicos es solo una medida precautoria, que busca la mejor garantía de la efectiva sumisión de toda actuación del poder público al Derecho, así como también favorecer la confianza del ciudadano en las autoridades y en los empleados públicos”[i]

¿A que viene todo esto?

El magistrado Carlos Ramos Núñez, miembro del Tribunal Constitucional, ha adelantado opinión acerca del fondo de la cuestión planteada en la demanda Competencial promovida por el Presidente del Congreso contra el Poder Ejecutivo por la disolución del Congreso. En entrevista con el Diario El Comercio, el 04 de octubre, cuando ya se había producido la disolución, señaló:

Es un mecanismo de salvación de la democracia. No es un golpe de Estado, como sería, por ejemplo, el 5 de abril de 1992.

— ¿No se parece esto a un golpe de Estado?

No, no es un golpe de Estado. Es un mecanismo constitucional previsto en la Constitución y que forma parte de algo muy típico de la Constitución del 93, que es reforzar el poder del presidente de la República.

Es cierto que Ramos no adelantó opinión acerca de la admisibilidad o no de la cuestión competencial, que todavía no se había planteado y seguramente por eso, ha participado como ponente de su admisión a trámite. Sin embargo, sobre el fondo de la cuestión, ya adelantó su opinión y, salvo que la ética le importe muy poco y su futuro académico menos que eso, tiene el deber de abstenerse y dejar que los otros 6 magistrados voten el fondo de la demanda.

Don Carlos Ramos Núñez se encuentra entonces ante el imperativo de la ética de la abstención. Lampadia

[i] Martínez López-Muñiz, J. (2011). Ética pública y deber de abstención en la actuación administrativa. Derecho PUCP, 2(67), 329-357. Recuperado a partir de http://revistas.pucp.edu.pe/index.php/derechopucp/article/view/2995




Constitución y Democracia

Daron Acemoglu y James A. Robinson, los afamados autores de Why Nations Fail: The Origins of Power, Prosperity, and Poverty (¿Por qué fracasan los países?), acaban de publicar un nuevo libro, The Narrow Corridor: States, Societies, and the Fate of Liberty (El pasillo estrecho: estados, sociedades y cómo alcanzar la libertad), donde afirman que las instituciones y libertades de la democracia “surgen de la movilización de la sociedad, su asertividad y su voluntad de usar las urnas cuando puede y las calles cuando no puede”.

Su análisis, publicado en un artículo de Project Syndicate, que compartimos líneas abajo, se desarrolla alrededor del comportamiento extremo de Donald Trump y la movilización política para su ‘Impeachment’ (vacancia), promovida por el partido demócrata.

Más allá del caso estadounidense, el artículo es de especial interés para el Perú, a la luz de las disputas constitucionales que nos ocupan estos días.

Una cita muy interesante de los autores es sobre lo que Madison (uno de los padres fundadores de EEUU) recalcó con elocuencia: “primero hay que dar al gobierno capacidad de controlar a los gobernados; y luego forzarlo a controlarse a sí mismo”. Algo que establece un balance de poder entre la calle y el gobierno.

En esencia, los autores plantean que cuando se producen situaciones extremas en la política, es muy importante contar con la movilización de las élites y de la sociedad. En un trance como el actual en el Perú, donde el presidente ha cruzado el Rubicón y se ha alejado de lo establecido por la Constitución, llama la atención que acá, a diferencia de los ejemplos que mencionan los autores, nuestras élites y la sociedad parecen adormiladas y desorientadas, sin capacidad de reacción.

Recomendamos seriamente la lectura del siguiente artículo:

La Constitución no salvará a la democracia estadounidense

Project Syndicate
Setiembre 24, 2019
DARON ACEMOGLU
, JAMES A. ROBINSON

CAMBRIDGE – La revelación de una denuncia anónima en la comunidad de inteligencia estadounidense que acusa al presidente Donald Trump de hacer ofertas inadecuadas a un líder extranjero reactivó las esperanzas que hace poco pendían del informe del fiscal especial Robert Mueller. Muchos que no soportan la presidencia transgresora, mentirosa y polarizadora de Trump creyeron que el sistema hallaría el modo de disciplinarlo, contenerlo o destituirlo. Pero esas esperanzas eran erradas entonces, y son erradas ahora.

La mayoría de votantes que están hartos de Trump y del Partido Republicano que lealmente se encolumnó a sus espaldas no deben esperar que el freno a Trump se lo pongan figuras salvadoras o iniciados del poder en Washington. Cumplir esa tarea es responsabilidad de la sociedad, primero que nada, votando en las urnas, y de ser necesario protestando en las calles.

La fantasía de que a Estados Unidos puedan salvarlo figuras de Washington y la Constitución es parte de una narrativa compartida en relación con los orígenes de las instituciones estadounidenses, según la cual, los habitantes del país deben la democracia y las libertades a los padres fundadores y al modo brillante y visionario con que diseñaron un sistema con la provisión correcta de controles y contrapesos, separación de poderes y otras salvaguardas.

Pero como explicamos en nuestro nuevo libro The Narrow Corridor: States, Societies, and the Fate of Liberty (hay traducción al español: El pasillo estrecho: estados, sociedades y cómo alcanzar la libertad), no es así como surgen las instituciones y libertades de la democracia; más bien, las hacen surgir y las protegen la movilización de la sociedad, su asertividad y su voluntad de usar las urnas cuando puede y las calles cuando no puede. Y Estados Unidos no es excepción.

Los padres fundadores de los Estados Unidos, como las élites económicas e intelectuales británicas en aquel tiempo, procuraron elaborar leyes e instituciones que sostuvieran un Estado fuerte y capaz, bajo el control de gobernantes con ideas similares a las suyas. Algunos consideraron que la mejor solución era alguna especie de monarquía.

La Constitución de los Estados Unidos, redactada en 1787, es reflejo de esos preconceptos. No incluía una carta de derechos, y consagró muchos elementos no democráticos. No fue un descuido. El objetivo principal de los padres fundadores era aplacar el creciente fervor democrático de la gente común y someter a las legislaturas de los estados, que habían sido empoderadas por el documento que antecedió a la Constitución: los Artículos de la Confederación.

En los días que siguieron a la Guerra de la Independencia, muchos, entusiasmados por las nuevas libertades que se les habían prometido, estaban decididos a participar activamente en la formulación de políticas. En respuesta a la presión popular, los estados perdonaban deudas, imprimían dinero y cobraban impuestos. Esa prodigalidad y autonomía pareció subversiva a muchos de los padres fundadores, en particular James Madison, Alexander Hamilton y George Washington. El propósito de la Constitución que redactaron no era sólo el manejo de la política económica y la defensa de la nación, sino también volver a encerrar al genio de la democracia en la botella.

Madison lo recalcó con elocuencia: “primero hay que dar al gobierno capacidad de controlar a los gobernados; y luego forzarlo a controlarse a sí mismo”. De hecho, los padres fundadores no creían que fuera buena idea que la gente protestara, eligiera a sus representantes en forma directa o tuviera demasiada participación en política.

A Madison también le preocupaba que “un aumento de la población necesariamente aumentará la proporción de los que sufren las penurias de la vida y secretamente anhelan una distribución más igualitaria de los beneficios. Con el tiempo, estos pueden superar en número a los no alcanzados por la sensación de indigencia”. La Constitución buscaba prevenir que ese deseo de “una distribución más igualitaria de los beneficios” se trasladara a las políticas en la práctica.

Uno de los catalizadores de la Constitución fue la Rebelión de Shays en Massachusetts occidental (1786‑87), cuando unas 4000 personas tomaron las armas y se unieron a una protesta liderada por un veterano de la Guerra Revolucionaria, Daniel Shays, contra las penurias económicas, los altos impuestos y la corrupción política. La incapacidad del gobierno federal para financiar y desplegar un ejército que suprimiera la rebelión fue un llamado de atención: se necesitaba un Estado más fuerte, capaz de contener y aplacar la movilización popular. El objetivo de la Constitución era hacerlo posible.

Pero el plan no se desarrolló según lo previsto. Los intentos de los padres fundadores de construir un Estado generaron sospechas. Muchos temían las consecuencias de un Estado poderoso, especialmente en cuanto el impulso democrático se revirtiera; se multiplicaron los pedidos de que se incluyera una declaración explícita de los derechos de los ciudadanos, algo que Madison mismo empezó a promover, para persuadir a su propio estado (Virginia) de ratificar la Constitución. Luego se presentó a la presidencia con una plataforma favorable a la Carta de Derechos, con el argumento de que era necesaria para “apaciguar las mentes del pueblo”.

La Constitución incluyó los controles y contrapesos y la separación de poderes en parte para “forzar [al gobierno] a controlarse a sí mismo”. Pero su objetivo principal no era hacer a Estados Unidos más democrático y proteger mejor los derechos del pueblo. En la visión de los padres fundadores, estos arreglos institucionales, incluido un Senado elitista de elección indirecta, eran necesarios no para proteger al pueblo del gobierno federal, sino para proteger a ese gobierno de un fervor democrático excesivo.

No es extraño entonces que, en coyunturas críticas de la historia estadounidense, no hayan sido tanto las salvaguardas del sistema contra el exceso democrático o el diseño brillante de la Constitución los que promovieron los derechos y libertades de la democracia, sino la movilización popular.

Por ejemplo, en la segunda mitad del siglo XIX, cuando poderosos magnates (los “barones ladrones”) se hicieron con el dominio de la economía y la política de Estados Unidos, no les pusieron freno los tribunales o el Congreso (ya que por el contrario, controlaban estas ramas del Estado). Esos magnates y las instituciones que les daban poder tuvieron que rendir cuentas cuando la gente se movilizó, se organizó y consiguió elegir a políticos que prometieron imponerles regulaciones, nivelar el campo de juego económico y aumentar la participación democrática, por ejemplo, mediante la elección directa de los senadores.

Asimismo, en los años cincuenta y sesenta, no fue la separación de poderes lo que finalmente derrotó al sistema legalizado de racismo y represión en el sur de los Estados Unidos, sino la acción de manifestantes que se organizaron, protestaron y construyeron un movimiento de masas que obligó a las instituciones federales a actuar. Lo que finalmente convenció al presidente John F. Kennedy de intervenir (y promulgar la Ley de Derechos Civiles) fue la “cruzada de los niños” del 2 de mayo de 1963, cuando cientos de niños fueron arrestados en Birmingham (Alabama) por participar en las protestas. Como expresó Kennedy: “Los hechos sucedidos en Birmingham y otros lugares han intensificado de tal modo las demandas de igualdad que no sería prudente que ninguna ciudad, estado u órgano legislativo decida ignorarlas”.

Hoy también, lo único que puede salvar a Estados Unidos en esta hora de agitación política y crisis es la movilización de la sociedad. No se puede esperar que lo hagan figuras salvadoras o los controles y contrapesos. E incluso si pudieran, cualquier cosa que no sea una derrota contundente en las urnas dejará a los partidarios de Trump con la sensación de haber sido agraviados y engañados, y la polarización se profundizará. Peor aún, sentará un precedente en el sentido de que las élites deben controlar a las élites, y aumentará la pasividad de la sociedad. ¿Qué pasará la próxima vez que un líder inescrupuloso haga cosas peores que Trump y las élites no acudan al rescate?

Visto en esta perspectiva, el mayor regalo de Mueller a la democracia estadounidense fue un informe que se abstuvo de iniciar el proceso de juicio político, pero expuso la mendacidad, la corrupción y los delitos del presidente, para que los votantes puedan movilizarse y ejercer el poder y la responsabilidad que les competen de reemplazar a los malos dirigentes.

La Constitución no salvará a la democracia estadounidense. Jamás lo ha hecho. Sólo la sociedad estadounidense puede hacerlo.

Traducción: Esteban Flamini

Daron Acemoglu is Professor of Economics at MIT and co-author (with James A. Robinson) of Why Nations Fail: The Origins of Power, Prosperity and Poverty and The Narrow Corridor: States, Societies, and the Fate of Liberty. 

James A. Robinson is Professor of Global Conflict at the University of Chicago and co-author (with Daron Acemoglu) of Why Nations Fail: The Origins of Power, Prosperity, and Poverty and The Narrow Corridor: States, Societies, and the Fate of Liberty.