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¿Política económica o punción hepática?

¿Política económica o punción hepática?

Fernando Cillóniz B.
CILLONIZ.PE
Ica, 29 de octubre de 2021
Para Lampadia

Lo de punción hepática se debe a que al Ministro de Economía – Pedro Francke – le hinca el hígado cuando ve un carro de lujo ajeno. Incluso, le pica el ojo, según declaró hace poco en una entrevista radial. O sea, Francke es una persona que padece de trastornos psicosomáticos.

Como se sabe, se califica como psicosomático al trastorno psicológico que genera un efecto en el organismo. Una afección psicosomática se origina en la mente y después ejerce una cierta influencia en el cuerpo.

En el caso de Francke, la envidia por no tener lo que otras personas tienen, ejerce influencia en dos órganos vitales de su organismo: en el ojo y en el hígado.

Aquí, el problema no es tanto la salud del Ministro, sino las implicancias económicas de su afección psicosomática: aumentar los impuestos a los que tienen vehículos de lujo… y a todo el que se le cruce por delante.

La política fiscal es la disciplina – dentro de la ciencia económica – que gestiona los recursos del Estado. Está en manos del Ministerio de Economía y Finanzas, quien controla los niveles de ingresos y egresos del Estado mediante variables como los impuestos y el gasto público, para propiciar el crecimiento de la economía, manteniendo un nivel adecuado de estabilidad en los precios.

Dependiendo del ciclo económico en que se encuentre el país, la política fiscal debe ser expansiva, restrictiva o neutral. Cuando existe una situación recesiva y carente de empleo formal – como la actual – se requiere de una política fiscal expansiva.

A ese respecto, una política fiscal expansiva debe reducir impuestos para propiciar el incremento de las inversiones y el consumo. O sea, al revés de lo que propone Francke. Además, a mayor inversión, mayor empleo formal… eso lo sabe cualquiera.

En buena cuenta, la política fiscal del momento debe procurar que el dinero de los peruanos esté más en el mercado, y menos en el Estado. Pero no… la picazón del ojo – más la punción hepática revelada por el propio Francke – le impide ver lo que la economía de nuestro país requiere para salir de su entrampamiento. Tan es así que, en vez de bajar impuestos, los sube; con lo cual habrá menos inversión, menos empleo formal, menos consumo, más recesión y más pobreza. O sea, todo lo contrario, a lo que requiere nuestro país.

Insisto… en circunstancias como la actual, donde mejor puede estar el dinero de los peruanos es en el bolsillo de los ciudadanos. Así tendremos incentivos para trabajar más y mejor. Y no en el del Estado, donde la tendencia adictiva hacia el despilfarro, la falta de eficiencia y la corrupción es harta conocida.

Por otro lado – por si fuera poco – el orden público está fuera de control. Bloqueos de carreteras, destrucción y quema de instalaciones mineras… la minería peruana viene siendo agredida a mansalva, y el Gobierno no se da por aludido.

Los astros del mal se han alineado: alza de impuestos, vandalismo impune, populismo irresponsable y demagogia política… ¿acaso hay un ambiente propicio para atraer nuevas inversiones? ¡Nada qué ver!

El Gobierno del Presidente Castillo es incapaz de poner orden en el país. Entre nos, él fue el principal azuzador del vandalismo magisterial en el 2017. Con ese prontuario sobre sus espaldas ¿con qué cara podría reprimir el vandalismo anti minero en esta ocasión? Ciertamente, el Presidente no tiene autoridad moral para gobernar.

Y en el ámbito económico, el problema es parecido. ¿Con qué autoridad moral un Ministro envidioso y psicosomático – como Francke – puede gestionar la economía de nuestro país, si cada vez que ve un carro de lujo ajeno, le pica el ojo, y le hinca el hígado?

CONCLUSIÓN: con Francke y con Castillo – y todos los demás – vamos de mal en peor. Por eso – y por muchas cosas más – las censuras ministeriales y la vacancia presidencial están más que justificadas. Lampadia




La macroeconomía en tiempos del covid

La macroeconomía en tiempos del covid

La profunda recesión que asola nuestro mundo producto de la pandemia está generando una disrupción en la manera de hacer política macroeconómica, un hecho que ya había empezado con las políticas monetarias no convencionales emprendidas para paliar la crisis financiera del 2008, pero que ahora se ha complementado con el nuevo protagonismo que tiene la política fiscal. De hecho, ahora que los bancos centrales se encuentran trabajando muy de cerca con los tesoros de los países, se ha perdido hasta cierto punto la distinción entre política monetaria y fiscal.

Un reciente y extenso artículo de The Economist que compartimos líneas abajo incide en las tres principales líneas de pensamiento que discuten sobre cuál debiera ser el enfoque más adecuado para reducir la volatilidad  del ciclo económico, ahora que queda más claro el panorama de que únicamente manipulando las tasas de interés de referencia en un contexto de tasa negativas, resulta insuficiente.

Evaluar este bagaje de políticas y analizar las implicancias de cada una de ellas en el mediano plazo resulta fundamental para las autoridades monetarias y fiscales tanto para países desarrollados como en vías de desarrollo como el nuestro. La eficacia de algunas, como la persistente compra de deuda y provisión de recursos por parte de los bancos centrales para seguir financiando los déficits fiscales de los gobiernos, descansa sobre supuestos altamente sensibles en los que ligeros cambios en el entorno financiero internacional puede desembocar en una terrible crisis si no se toman en cuenta.

Al respecto, reafirmamos nuestra idea de que no se puede relegar a los bancos centrales a ser simples fuentes de financiamiento permanentes de los gobiernos de turno porque sabemos de las tentaciones populistas que subyacen a ellos, lo cual puede llevar a sobreendeudar las economías fuera del equilibrio deseable. Al fin y al cabo, cuando las economías retomen progresivamente a su crecimiento potencial con la masificación de las vacunas, debe ser un imperativo reducir estos planes expansivos desde el lado estatal y permitir que el sector privado impulse la reactivación, brindando mayores exenciones fiscales y liberalizando los mercados laborales a través de la flexibilidad de la contratación y el despido.

Que la coyuntura actual no tuerza la finalidad de las autoridades monetarias de cuidar el valor de la moneda, pues ha sido gracias a esta independencia – que ha trascendido los ciclos politicos – que se ha generado estabilidad macroeconómica en los países. Veamos el análisis de The Economist que aborda estas discusiones a detalle. Lampadia

Empezar de nuevo
La pandemia del covid-19 está obligando a repensar la macroeconomía

Todavía no está claro a dónde conducirá

The Economist
25 de julio, 2020
Traducida y comentada por Lampadia

En la forma en que se conoce hoy, la macroeconomía comenzó en 1936 con la publicación de “La teoría general del empleo, el interés y el dinero” de John Maynard Keynes. Su historia posterior se puede dividir en tres eras. La era de la política guiada por las ideas de Keynes comenzó en la década de 1940. En la década de 1970 había encontrado problemas que no podía resolver y, por lo tanto, en la década de 1980, comenzó la era monetarista, más comúnmente asociada con el trabajo de Milton Friedman. En las décadas de 1990 y 2000, los economistas combinaron ideas de ambos enfoques. Pero ahora, en los restos dejados por la pandemia de coronavirus, está comenzando una nueva era. ¿Qué contiene?

La idea central de la economía de Keynes es la gestión del ciclo económico: cómo luchar contra las recesiones y garantizar que la mayor cantidad de personas que quieren trabajo puedan obtenerlo. Por extensión, esta idea clave se convirtió en el objetivo final de la política económica. A diferencia de otras formas de teoría económica a principios del siglo XX, el keynesianismo preveía un papel importante para el Estado en el logro de ese fin. La experiencia de la Gran Depresión había convencido a los protokeynesianos de que la economía no era un organismo de corrección natural. Se suponía que los gobiernos debían tener grandes déficits (es decir, gastar más de lo que recibían en impuestos) durante las recesiones para apuntalar la economía, con la expectativa de que pagarían la deuda acumulada durante los buenos tiempos.

El paradigma keynesiano se derrumbó en la década de 1970. La persistentemente alta inflación y el alto desempleo de esa década (“estanflación”) desconcertaron a los economistas convencionales, quienes pensaron que las dos variables casi siempre se movían en direcciones opuestas. Esto a su vez convenció a los formuladores de políticas de que ya no era posible “salir de una recesión”, como admitió James Callaghan, entonces primer ministro de Gran Bretaña, en 1976. Una idea central de la crítica de Friedman al keynesianismo era que si los formuladores de políticas trataban de estimular sin abordar las deficiencias estructurales subyacentes, aumentarían la inflación sin reducir el desempleo. Y la alta inflación podría persistir, simplemente porque era lo que la gente esperaba.

Los formuladores de políticas buscaron algo nuevo. Las ideas monetaristas de la década de 1980 inspiraron a Paul Volcker, entonces presidente de la Reserva Federal, a aplastar la inflación al restringir la oferta monetaria, a pesar de que hacerlo también produjo una recesión que disparó el desempleo. El hecho de que Volcker hubiera sabido que esto probablemente sucedería reveló que algo más había cambiado. Muchos monetaristas argumentaron que los formuladores de políticas antes que ellos se habían centrado demasiado en la igualdad de ingresos y riqueza en detrimento de la eficiencia económica. En su lugar, debían centrarse en lo básico, como una inflación baja y estable, que a largo plazo crearía las condiciones en las que aumentaría el nivel de vida.

Suena como un susurro

En los años 1990 y 2000 surgió una síntesis del Keynesianismo y el Friedmanismo. Con el tiempo, recomendó un régimen político poco conocido como “metas flexibles de inflación”. El objetivo central de la política era lograr una inflación baja y estable, aunque hubo espacio, durante las recesiones, para poner el empleo primero, incluso si la inflación era incómodamente alta. La herramienta principal de la gestión económica era la subida y bajada de las tasas de interés a corto plazo, que, según se descubrió, eran determinantes más confiables del consumo y la inversión que la oferta monetaria. La independencia de los bancos centrales de los gobiernos aseguró que no caerían en las trampas inflacionarias de las que advirtió Friedman. La política fiscal, como una forma de gestionar el ciclo económico, se dejó de lado, en parte porque se consideró que estaba demasiado sujeta a la influencia política. El trabajo de la política fiscal era mantener bajas las deudas públicas y redistribuir los ingresos en la medida y en la forma en que los políticos lo consideraran conveniente.

Ahora parece que este paradigma económico dominante ha alcanzado su límite. Primero comenzó a tambalearse después de la crisis financiera mundial de 2007-09, ya que los formuladores de políticas se enfrentaron a dos grandes problemas. La primera fue que el nivel de demanda en la economía, en general, el deseo agregado de gastar en relación con el deseo agregado de ahorrar, parecía haberse reducido permanentemente por la crisis. Para combatir la recesión, los bancos centrales redujeron las tasas de interés y lanzaron una flexibilización cuantitativa (QE, o imprimir dinero para comprar bonos). Pero incluso con una política monetaria extraordinaria, la recuperación de la crisis fue lenta y prolongada. El crecimiento del PBI fue débil. Eventualmente, los mercados laborales se dispararon, pero la inflación permaneció apagada (ver gráfico 1). A fines de la década de 2010 fueron simultáneamente las nuevas décadas de 1970 y anti-1970: una vez más, la inflación y el desempleo no se comportaron como se esperaba, aunque esta vez ambos fueron sorprendentemente bajos.

Esto puso en duda la sabiduría recibida sobre cómo gestionar la economía. Los bancos centrales enfrentaron una situación en la que la tasa de interés necesaria para generar suficiente demanda estaba por debajo de cero. Ese era un punto que no podían alcanzar fácilmente, ya que si los bancos intentaran cobrar tasas de interés negativas, sus clientes podrían simplemente retirar su efectivo y guardarlo debajo del colchón. QE era un instrumento político alternativo, pero se discutió su eficacia. Tales disputas provocaron un replanteamiento. Según un documento de trabajo publicado en julio por Michael Woodford y Yinxi Xie, de la Universidad de Columbia, “los acontecimientos del período transcurrido desde la crisis financiera de 2008 han requerido una reevaluación significativa de la sabiduría convencional previa, según la cual la política de tasas de interés sola debería ser suficiente para mantener la estabilidad macroeconómica “.

El segundo problema posterior a la crisis financiera relacionado con la distribución. Si bien las preocupaciones sobre los costos de la globalización y la automatización ayudaron a impulsar la política populista, los economistas preguntaron en qué intereses había estado trabajando últimamente el capitalismo. Un aparente aumento en la desigualdad estadounidense después de 1980 se convirtió en el centro de mucha investigación económica. A algunos les preocupaba que las grandes empresas se hubieran vuelto demasiado poderosas; otros, que una sociedad globalizada era demasiado aguda o que la movilidad social estaba disminuyendo.

Algunos argumentaron que el crecimiento económico estructuralmente débil y la mala distribución del botín de la actividad económica estaban relacionados. Los ricos tienen una mayor tendencia a ahorrar en lugar de gastar, por lo que si su participación en el ingreso aumenta, entonces el ahorro general aumenta. Mientras tanto, en la prensa, los bancos centrales enfrentaron acusaciones de que las bajas tasas de interés y el QE aumentaban la desigualdad al aumentar los precios de la vivienda y la renta variable.

Sin embargo, también estaba quedando claro cuánto estímulo económico podría beneficiar a los pobres, si provocaba que el desempleo bajara lo suficiente como para que aumenten los salarios de las personas de bajos ingresos. Justo antes de la pandemia, una proporción cada vez mayor del PBI en todo el mundo rico se estaba acumulando para los trabajadores en forma de sueldos y salarios. Los beneficios fueron mayores para los trabajadores con salarios bajos. “Estamos escuchando fuerte y claro que esta larga recuperación ahora está beneficiando a las comunidades de ingresos bajos y moderados en mayor medida de lo que se ha sentido durante décadas”, dijo Jerome Powell, presidente de la FED, en julio de 2019. La creciente creencia en el poder redistributivo de una economía en auge se sumó a la importancia de encontrar nuevas herramientas para reemplazar las tasas de interés para administrar el ciclo económico.

Tablas que comienzan a girar

Entonces el coronavirus golpeó. Las cadenas de suministro y la producción se han interrumpido, y todo lo demás igual debería haber causado que los precios subieran, ya que las materias primas y los productos terminados eran más difíciles de conseguir. Pero el mayor impacto de la pandemia ha sido en el lado de la demanda, causando que las expectativas de inflación y tasas de interés futuras caigan aún más. El deseo de invertir se ha desplomado, mientras que las personas de todo el mundo rico ahora ahorran gran parte de sus ingresos.

La pandemia también ha expuesto y acentuado las desigualdades en el sistema económico. Las personas con empleos de cuello blanco pueden trabajar desde casa, pero los trabajadores “esenciales” (los conductores de reparto, los limpiadores de basura) deben seguir trabajando y, por lo tanto, corren un mayor riesgo de contraer covid-19, todo el tiempo por un salario bajo. Aquellos en industrias como la hostelería (desproporcionadamente joven, femenina y de piel negra o marrón) han soportado la peor parte de la pérdida de empleos.

Incluso antes de covid-19, los encargados de formular políticas comenzaban a concentrarse una vez más en el mayor efecto de la caída y el auge del ciclo económico en los pobres. Pero dado que la economía se ha visto afectada por una crisis que afecta más a los más pobres, ha surgido un nuevo sentido de urgencia. Eso está detrás del cambio en la macroeconomía. Diseñar nuevas formas de volver al pleno empleo es, una vez más, la máxima prioridad para los economistas.

¿Pero cómo hacerlo? Algunos argumentan que el covid-19 ha demostrado temores erróneos de que los responsables políticos no pueden luchar contra las recesiones. En lo que va de año, los países ricos han anunciado un estímulo fiscal por valor de unos $ 4.2 trillones, suficiente para llevar sus déficits a casi el 17% del PBI, mientras que los balances de los bancos centrales han crecido en un 10% del PBI. Este enorme estímulo ha calmado los mercados, impedido el colapso de las empresas y protegido los ingresos de los hogares. La acción política reciente “ofrece una reprimenda de la idea de que los responsables políticos pueden quedarse sin munición”, argumenta Erik Nielsen, de Unicredit, un banco.

Sin embargo, aunque nadie duda de que los encargados de formular políticas hayan encontrado un montón de palancas, sigue habiendo desacuerdo sobre cuál debería continuar tirando, quién debería tirar y cuáles serán los efectos. Los economistas y los encargados de formular políticas se pueden dividir en tres escuelas de pensamiento, de menos a más radicales: una que requiere meramente mayor coraje; uno que mira a la política fiscal; y una que dice que la solución son las tasas de interés negativas.

No hace mucho, los banqueros centrales siguieron este credo e insistieron en que todavía tenían las herramientas para hacer su trabajo. En 2013, Japón, que tiene más experiencia que cualquier otro país con condiciones de bajo crecimiento y inflación ultrabaja, nombró a un banquero central “whatever-it-takes”, Kuroda Haruhiko, para dirigir el Banco de Japón (BOJ). Logró avivar un auge del empleo, pero aumentó la inflación en menos de lo prometido. Justo antes de la pandemia, Ben Bernanke, ex presidente de la Reserva Federal, argumentó en un discurso ante la Asociación Económica Americana que el potencial para la compra de activos significaba que la política monetaria por sí sola probablemente sería suficiente para combatir una recesión.

Pero en los últimos años, la mayoría de los banqueros centrales se han inclinado a exhortar a los gobiernos a usar sus presupuestos para impulsar el crecimiento. Christine Lagarde abrió su mandato como presidenta del Banco Central Europeo con un llamado al estímulo fiscal. Powell advirtió recientemente al Congreso que no retire prematuramente su respuesta fiscal a la pandemia. En mayo, Philip Lowe, gobernador del Banco de la Reserva de Australia (RBA), dijo al parlamento australiano que “la política fiscal tendrá que desempeñar un papel más importante en la gestión del ciclo económico que en el pasado”.

Parado en las líneas de bienestar

Eso coloca a la mayoría de los banqueros centrales en la segunda escuela de pensamiento, que se basa en la política fiscal. Los adherentes dudan de que las compras de activos del banco central puedan ofrecer un estímulo ilimitado, o ven esas compras como peligrosas o injustas, tal vez, por ejemplo, porque comprar deuda corporativa mantiene vivas a las empresas que deberían fracasar. Es mejor que el gobierno aumente el gasto o reduzca los impuestos, con déficits presupuestarios que absorben el exceso de ahorro creado por el sector privado. Puede significar tener grandes déficits durante un período prolongado, algo que ha sugerido Larry Summers, de la Universidad de Harvard.

Esta visión no elimina el papel de los bancos centrales, pero los relega. Se convierten en facilitadores del estímulo fiscal, cuyo trabajo principal es mantener baratos los préstamos públicos a largo plazo a medida que aumentan los déficits presupuestarios. Pueden hacerlo comprando bonos directamente o fijando tasas de interés a largo plazo cercanas a cero, como lo hacen actualmente el BOJ y el RBA. Como resultado del covid-19 “la línea fina entre la política monetaria y la gestión de la deuda pública se ha vuelto borrosa”, según un informe del Banco de Pagos Internacionales (BIS), un club de bancos centrales.

No todos están contentos con esto. En junio, Paul Tucker, ex vicegobernador del Banco de Inglaterra, dijo que, en respuesta a las vastas compras de bonos gubernamentales del banco, la pregunta era si el banco “ahora ha vuelto a ser el brazo operativo del Tesoro”. Pero aquellos influenciados por la escuela keynesiana, como Adair Turner, un ex regulador financiero británico, quieren que el financiamiento monetario del estímulo fiscal se convierta en una política establecida, una idea conocida como el “helicóptero monetario”.

Los enormes programas de estímulo fiscal significan que las proporciones de deuda pública en relación del PBI están aumentando (ver gráfico 2). Sin embargo, estos ya no alarman de manera confiable a los economistas. Esto se debe a que las bajas tasas de interés actuales permiten a los gobiernos pagar deudas públicas mucho más altas (ver gráfico 3). Si las tasas de interés permanecen más bajas que el crecimiento económico nominal, es decir, antes de ajustarse a la inflación, entonces una economía puede salir de la deuda sin necesidad de tener un superávit presupuestario, un punto enfatizado por Olivier Blanchard del Instituto Peterson de Economía Internacional, un think tank. Otra forma de argumentar es decir que los bancos centrales pueden continuar financiando a los gobiernos siempre y cuando la inflación siga siendo baja, porque es en última instancia la perspectiva de la inflación lo que obliga a los encargados de formular políticas a elevar las tasas a niveles que encarecen la deuda.

Para algunos, la idea de dar el golpe fiscal al máximo y de cooptar al banco central para ese fin, se asemeja a la “teoría monetaria moderna” (MMT). Esta es una teoría económica heterodoxa que exige que los países que pueden imprimir su propia moneda (como EEUU y Gran Bretaña) ignoren las relaciones deuda / PBI , confíen en el banco central para respaldar la deuda pública y continúen ejecutando el gasto deficitario a menos y hasta que el desempleo y la inflación vuelvan a la normalidad.

Y de hecho hay una semejanza entre esta escuela de pensamiento y el MMT. Cuando las tasas de interés son cero, no hay distinción entre la emisión de deuda, que de otro modo incurriría en costos de intereses, y la impresión de dinero, que los libros de texto suponen que no incurre en costos de intereses. A una tasa de interés cero, “no importa si financia con dinero o con deuda”, dijo Blanchard en un seminario web reciente.

Pero la comparación termina ahí. Mientras que quienes abogan por la MMT quieren que el banco central fije las tasas de interés en cero permanentemente, otros economistas convencionales abogan por una política fiscal expansiva precisamente porque quieren que las tasas de interés suban. Esto, a su vez, permite que la política monetaria recupere la tracción.

La tercera escuela de pensamiento, que se centra en las tasas de interés negativas, es la más radical. Le preocupa cómo las tasas de interés se mantendrán por debajo de las tasas de crecimiento económico, como estipuló Blanchard. Sus defensores ven el estímulo fiscal, ya sea financiado por deuda o por la creación de dinero del banco central, con cierta sospecha, ya que ambos dejan facturas para el futuro.

Un efecto secundario del QE es que deja al banco central incapaz de aumentar las tasas de interés sin pagar intereses sobre la enorme cantidad de dinero electrónico que los bancos han estacionado con él. Cuanto más dinero imprima para comprar bonos del gobierno, más dinero se depositará en él. Si las tasas a corto plazo aumentan, también lo hará la factura del “interés sobre las reservas” del banco central. En otras palabras, un banco central que crea dinero para financiar el estímulo está, en términos económicos, haciendo algo sorprendentemente similar a un gobierno que emite deuda a tasa flotante. Y los bancos centrales son, en última instancia, parte del gobierno.

Entonces no hay almuerzos gratis. “Cuanto mayor sea el QE pendiente como parte de la deuda total del gobierno, más expuesto estará el gobierno a las fluctuaciones en las tasas de interés a corto plazo”, explicó Gertjan Vlieghe, del Banco de Inglaterra, en un discurso reciente. Otra preocupación es que en las próximas décadas los gobiernos enfrentarán aún más presión sobre sus presupuestos por el gasto en pensiones y salud asociado con el envejecimiento de la población, las inversiones para combatir el cambio climático y cualquier otra catástrofe en el molde de covid-19. La mejor manera de estimular las economías de manera continua no es, por lo tanto, crear facturas interminables que pagar cuando las tasas vuelvan a subir. Es tomar tasas de interés negativas.

Esperando una promoción

Algunas tasas de interés ya son marginalmente negativas. La tasa de política del Banco Nacional Suizo es de -0.75%, mientras que algunas tasas en la zona euro, Japón y Suecia también están en números rojos. Pero los gustos de Kenneth Rogoff de la Universidad de Harvard y Willem Buiter, el ex economista jefe de Citigroup, un banco, prevén tasas de interés de -3% o menos, una propuesta mucho más radical. Para estimular el gasto y el endeudamiento, estas tasas tendrían que extenderse por toda la economía: a los mercados financieros, a los cargos por intereses sobre los préstamos bancarios, y también a los depósitos en los bancos, que tendrían que reducirse con el tiempo. Esto desalentaría el ahorro (en una economía deprimida, después de todo, el ahorro fundamental es el problema fundamental), aunque es fácil imaginar que las tasas de interés negativas provoquen una reacción populista.

Muchas personas también desearían sacar su dinero de los bancos y meterlo debajo del colchón. Hacer efectivas estas propuestas, por lo tanto, requeriría una reforma radical. Existen varias ideas sobre cómo hacer esto, pero el método de fuerza bruta consiste en abolir al menos los billetes de alta denominación, lo que hace que mantener grandes cantidades de efectivo físico sea costoso y poco práctico. Rogoff sugiere que eventualmente el efectivo podría existir solo como “monedas pesadas”.

Las tasas negativas también plantean problemas para los bancos y el sistema financiero. En un artículo publicado en 2018, Markus Brunnermeier y Yann Koby, de la Universidad de Princeton, sostienen que existe una “tasa de interés de reversión” por debajo de la cual los recortes de tasas de interés en realidad disuaden a los préstamos bancarios, perjudicando la economía en lugar de impulsarla. Por debajo de una cierta tasa de interés, que según la experiencia debe ser negativa, los bancos podrían no estar dispuestos a pasar recortes de las tasas de interés a sus depositantes, por temor a incitar a los clientes molestos a trasladar sus depósitos a un banco rival. Las tasas de interés profundamente negativas podrían aplastar las ganancias de los bancos, incluso en una economía sin efectivo.

Toma lo que es de ellas

Sin embargo, varios factores podrían hacer que la economía sea más hospitalaria a tasas negativas. El efectivo está en declive, otra tendencia que la pandemia ha acelerado. Los bancos se están volviendo menos importantes para las finanzas, con cada vez más intermediación en los mercados de capitales. Los mercados de capitales, señala Buiter, no se ven afectados por el argumento de la “tasa de inversión”. Mientras tanto, los banqueros centrales están jugando con la idea de crear sus propias monedas digitales que podrían actuar como cuentas de depósito para el público, permitiendo que el banco central pague o cobre intereses sobre depósitos directamente, en lugar de hacerlo a través del sistema bancario. La campaña de Joe Biden para la Casa Blanca incluye ideas similares, lo que permitiría a la FED servir directamente a aquellos que no tienen una cuenta bancaria privada.

Los encargados de la formulación de políticas ahora tienen que sopesar los riesgos para elegir en el mundo poscovid: intervención generalizada del banco central en los mercados de activos, aumentos continuos en la deuda pública o una sacudida del sistema financiero. Sin embargo, un número creciente de economistas teme que incluso estos cambios radicales no sean suficientes. Sostienen que existen problemas más profundos que solo pueden resolverse mediante una reforma estructural.

Un nuevo paper de Atif Mian de la Universidad de Princeton, Ludwig Straub de la Universidad de Harvard y Amir Sufi de la Universidad de Chicago amplía la idea de que la desigualdad socava la demanda de la economía. De la misma manera que la desigualdad crea una necesidad de estímulo, argumentan, el estímulo eventualmente crea más desigualdad. Esto se debe a que deja a las economías más endeudadas, ya sea porque las bajas tasas de interés alientan a los hogares o las empresas a endeudarse, o porque el gobierno ha tenido déficit. Tanto el endeudamiento público como el privado transfieren ingresos a los inversores ricos que poseen la deuda, lo que deprime aún más la demanda y las tasas de interés.

Las tendencias seculares de las últimas décadas, de mayor desigualdad, mayores ratios de deuda a PBI y menores tasas de interés, se refuerzan mutuamente. Los autores sostienen que escapar de la trampa “requiere la consideración de políticas macroeconómicas menos estándar, como las que se centran en la redistribución o las que reducen las fuentes estructurales de alta desigualdad”. Una de estas “fuentes estructurales de alta desigualdad” podría ser la falta de competitividad. Las grandes empresas con mercados cautivos no necesitan invertir tanto como lo harían si se enfrentaran a una mayor competencia.

Todas estas nuevas ideas ahora competirán por el espacio en un entorno político en el que el cambio de repente parece mucho más posible. ¿Quién podría haber imaginado, hace solo seis meses, que decenas de millones de trabajadores en toda Europa recibirían sus salarios pagados por esquemas de licencia financiados por el gobierno, o que siete de cada diez perdedores de empleo estadounidenses en la recesión ganarían más con el seguro de desempleo pagos de lo que habían hecho en el trabajo? Debido a los rescates masivos, “el papel del estado en la economía probablemente será considerablemente mayor”, dice el BIS.

Hablando sobre una revolución

Muchos economistas quieren precisamente esta intervención estatal, pero presenta riesgos claros. Los gobiernos que ya tienen grandes deudas podrían decidir que preocuparse por los déficits es para los débiles y que la independencia del banco central no importa. Eso podría desencadenar una alta inflación y proporcionar un doloroso recordatorio de los beneficios del antiguo régimen. Las reformas del sector financiero podrían ser contraproducentes. Una mayor redistribución podría sacar a la economía de un caos de la manera en que lo describen Sufi, Stansbury y sus respectivos colegas, pero los altos impuestos podrían desalentar igualmente el empleo, la empresa y la innovación.

El replanteamiento de la economía es una oportunidad. Ahora existe un consenso creciente de que los mercados laborales ajustados podrían dar a los trabajadores más poder de negociación sin la necesidad de una gran expansión de la redistribución. Una reevaluación equilibrada de la deuda pública podría conducir a la inversión pública ecológica necesaria para combatir el cambio climático. Y los gobiernos podrían desencadenar una nueva era de finanzas, que implique más innovación, una intermediación financiera más barata y, tal vez, una política monetaria que no esté limitada por la presencia de efectivo físico. Lo que está claro es que el viejo paradigma económico parece cansado. De una forma u otra, el cambio está llegando. Lampadia




Aprendamos de la gran crisis del 2008-2009

En este análisis presentamos la cuarta publicación de The Economist sobre las más importantes teorías económicas explicadas de una manera menos ‘matematizada’ y con énfasis en cómo estas teorías se aplican en la actualidad. Este artículo se refiere al gran debate sobre la adecuación de políticas públicas expansivas o contractivas para guiar las fluctuaciones del ciclo económico, especialmente en situación de crisis, como se hizo en el 2008/09.

Por un lado tenemos la austeridad. Los beneficios, en el campo de la gestión del presupuesto público, es que elimina gastos superfluos, mejora la eficiencia recaudatoria, devuelve la confianza a los mercados financieros internacionales, reduce el coste de la deuda y posibilita alcanzar un equilibrio entre ingresos y gastos que culmina con un relanzamiento de la economía del país después de un periodo (en teoría relativamente corto) de ajuste, en que se ha reducido el crecimiento y el empleo.

Sin embargo, como afirma The Economist, los efectos contractivos pueden provocar un debilitamiento en la capacidad productiva del país y una reducción significativa de la recaudación impositiva por efecto de la caída de rentas y del estímulo al fraude fiscal. Bajo estas condiciones pueden realimentarse los temores de impago de la deuda soberana en los mercados financieros internacionales, elevación del costo de una deuda pública creciente y entrar así en un círculo vicioso de austeridad y reducción del crecimiento y del empleo.

Por otro lado tenemos el estímulo fiscal, una de las propuestas innovadoras de John Maynard Keynes, quien afirmaba que cuando la economía está trabajando por debajo del pleno empleo, es la demanda más que la oferta quien determina la inversión y la renta. En estas situaciones, el dinero adicional gastado por el gobierno añadiría directamente producción, trabajo y rentas a través de los contratistas de obras, funcionarios o receptores de las políticas de bienestar social. Además, el nuevo gasto tendría efectos en cadena que podrían multiplicarse en el tiempo.

El debate económico en términos de la necesidad del estímulo fiscal o austeridad fiscal llegó a los gobiernos durante la última crisis económica internacional, donde Europa y Estados Unidos actuaron de manera completamente opuesta. Durante esta crisis ha quedado claro que los planes de estímulo propuestos por EEUU han triunfado en detrimento de las políticas de austeridad de Angela Merkel.

El estímulo económico de Barack Obama ha contribuido a terminar con la caída en picado de la economía; ha creado o conservado millones de puestos de trabajo; ha dejado un importante legado de inversión pública y privada. Y es que EEUU supo minimizar los efectos de la crisis mediante un plan agresivo de inyección de efectivo en la economía. Desde el año 2009 cuando se produjo un frenazo en la producción estadounidense, EEUU ha crecido a una media de más del 2.5% del PBI rebajando la tasa de desempleo hasta el 5.3%.

Por otro lado, en Europa se llevó a cabo la política contraria, la de los recortes y austeridad, que lo único que ha hecho es enfriar la economía.

Como afirmó José Luis Sardón, cuando era decano de la UPC, “el Perú debe recoger las lecciones aprendidas por las economías más desarrolladas, cuidando de no utilizar estímulos económicos similares, frente al eventual enfriamiento de la economía. Desde que la clave del éxito de una economía es la asignación de los recursos productivos a sus usos más valiosos, la única manera sana de estimular la economía es devolviendo la decisión sobre la asignación de los recursos productivos a quienes los generan con su creatividad y laboriosidad.”

Es importante que analicemos cuidadosamente las consecuencias de lo que sucedió en la crisis para que estemos preparados para los nuevos “períodos de vacas flacas” y que estos no afecten negativamente las perspectivas de desarrollo del Perú. Lampadia

Estímulo versus austeridad

Dudas soberanas

El cuarto en nuestra serie de artículos sobre la crisis financiera ve en el aumento de la deuda pública y el debate sobre la rapidez con que los gobiernos deben hacer recortes.

The Economist

18 de Agosto de 2016

Traducido y glosado por Lampadia

Los economistas son argumentativos. Sin embargo, antes de la crisis, la mayoría estaba de acuerdo en que el estímulo fiscal era una reliquia obsoleta. La política monetaria parecía totalmente capaz de domar el ciclo económico. Los esfuerzos del gobierno para aumentar el gasto o reducir los impuestos para luchar contra el desempleo solamente ensuciarían las cosas. Sin embargo, cuando la crisis golpeó en 2008, se evaporó el consenso.

La aterradora velocidad del colapso económico obligó a los gobiernos a tomar acción, a pesar de las dudas doctrinales de los economistas. En 2009, muchos países implementaron grandes medidas de recortes de impuestos y mayor gasto con la esperanza de activar el crecimiento. Este estímulo fue de 2% del PBI en promedio entre los miembros del club del G-20. Entre las primeras medidas de Barack Obama como presidente estaba firmar la Ley de Recuperación y Reinversión, un plan de estímulo valorizado en US$ 831 mil millones, o casi el 6% del PBI de ese año, de la cual la mayor parte se gastaría durante los próximos tres años.

Los partidarios del estímulo seguían las ideas de John Maynard Keynes, economista británico. Sus acólitos razonaron que la depresión se produce cuando hay demasiado ahorro. Cuando demasiadas personas quieren ahorrar y muy pocos quieren invertir, entonces los recursos (incluidos los trabajadores) se estancan. Las empresas y las familias pueden ahorrar demasiado debido a la incertidumbre financiera o porque están trabajando para “reducir el apalancamiento”.

En tiempos normales, los bancos centrales tratan de estimular el crecimiento mediante el ajuste de las tasas de interés para desalentar el ahorro y fomentar el endeudamiento. Sin embargo, a principios de 2009, los bancos centrales habían reducido sus principales tipos de interés casi a cero, sin conseguir el resultado deseado. El sobreendeudamiento, conjeturaron algunos, podría haber impedido que las personas pidan todos los préstamos que quisieran, sea cual sea el tipo de interés. Los keynesianos afirman que los gobiernos necesitan compensar por la falta de préstamos de las empresas y familias, pidiendo prestado y gastando más (o gravando menos) para fomentar el consumo del exceso de ahorro.

Cuando la economía está débil, los estímulos fiscales pueden ser especialmente potentes gracias a un efecto “multiplicador”. Un dólar gastado en la construcción de un ferrocarril, por ejemplo, podría ir a los salarios de un trabajador de construcción. A continuación, el trabajador puede utilizar el ingreso extra en comestibles, enriqueciendo al dueño de la tienda, que a su vez va de compras y así sucesivamente. Cada dólar de estímulo podría ser el resultado de dos dólares de output con un multiplicador de dos. (Los multiplicadores también se aplican a los recortes gubernamentales, amplificando la reducción del PBI.) Eso permite a los gobiernos entregar una explosión económica considerable con un costo fiscal moderado.

Sin embargo, el estímulo fiscal es más necesario cuando los gobiernos ya tienen costos adicionales que solventar. De 2007 a 2010, los países ricos vieron la proporción de su deuda soberana bruta con respecto al PBI subir de 74% a 101% en promedio. La deuda pública británica subió de tan sólo el 44% del PBI a 79%, mientras que el alza de Estados Unidos fue de 66% del PBI a 98%. Grecia se elevó en 40 puntos porcentuales, hasta el 148% del PBI (véase el gráfico 1). El déficit de Grecia era tan alto que cuando el gobierno lo anunció, la admisión desencadenó una crisis de confianza en las finanzas públicas en el sur de Europa, y por lo tanto en la viabilidad del propio euro.  

El estímulo no fue la razón principal de la acumulación de la deuda: el mayor lastre para las finanzas públicas provino de los ingresos fiscales más bajos, gracias a las ganancias débiles y el alto desempleo. Los rescates financieros añadieron a la cifra fiscal, al igual que los “estabilizadores automáticos”, medidas como las prestaciones por desempleo que elevan el gasto de forma automática y apoyan la demanda cuando se produce una recesión. El Fondo Monetario Internacional (FMI) estima que casi el 60% del aumento de la deuda pública desde 2008 se debe al colapso de los ingresos, más del doble que el costo del estímulo y los rescates combinados.

Dado que el crecimiento volvió en 2010, algunos líderes argumentaron que era el momento de recortar el gasto público. Otros temían que la recuperación era demasiado frágil para permitir cualquier indicio de austeridad. No había duda de que “la consolidación fiscal” podría ser eventualmente necesaria, pero había mucha controversia acerca de cuándo se debía comenzar.

Gran Bretaña se movió rápidamente hacia la ‘sobriedad’, poniendo fin a su estímulo en 2010 y planificando futuros recortes. De 2010 a 2011, el gobierno redujo su déficit “estructural” del presupuesto (es decir, ajustado para tener en cuenta los costos cíclicos tales como estabilizadores automáticos) en dos puntos porcentuales, con caídas adicionales de un punto porcentual en 2012 y 2013. Varios países del sur de Europa tuvieron que hacer recortes aún más profundos ante la propagación de la crisis. Pero Estados Unidos mantuvo el gasto, agregando nuevas rebajas de impuestos al estímulo anterior. Como resultado, el déficit estructural disminuyó más lentamente.

El debate sobre estas políticas giraba en torno a dos cruciales incertidumbres. Una de ellas era el tamaño del multiplicador. Los escépticos estimaban que sería bajo, y que ni el estímulo ni la austeridad tendrían mucho efecto en la producción o el empleo. El estímulo simplemente absorbería recursos que de otro modo habrían sido utilizados por empresas privadas, argumentaron. Por otra parte, las empresas y los hogares probablemente guardan su parte de las ganancias, en lugar de impulsar la economía con el gasto, ya que se asume que la generosidad del gobierno era sólo temporal y que las contribución pronto iban a subir.

Los de una inclinación keynesiana le restan importancia a estas preocupaciones. Con un alto desempleo y una baja demanda privada de préstamos, había poco riesgo de que el gobierno “desplace” la actividad privada. De hecho, en una “recesión de balance”, con las familias endeudadas, forzadas pagar los préstamos rápidamente por la caída de precios de los activos, impulsando los ingresos de un estímulo fiscal que aceleraría el ajuste financiero, y generaría así una recuperación más rápida.

La otra pregunta era la cantidad de deuda que los gobiernos ricos podrían asumir sin dañar la economía. Por lo general, a medida las deudas públicas crecen, los prestamistas exigirán a los derrochadores gobiernos tasas de interés cada vez más altas. Eso conduce a tasas más altas para todos los demás, que reduce el crecimiento económico. Pero los partidarios del estímulo argumentan que una economía en crisis, con bajísimas tasas de interés, no tiene ninguna razón para temer de los ‘vigilantes’ del mercado de bonos. 

La evidencia académica, inevitablemente, también ha sido disputada. Carmen Reinhart y Kenneth Rogoff, de la Universidad de Harvard, publicaron un artículo muy citado afirmando que las tasas de crecimiento económico bajan bruscamente cuando la deuda pública supera el 90% del PBI. Los estudios complementarios también presentaron una relación negativa entre el crecimiento y la deuda, aunque no siempre en el mismo umbral. La investigación realizada por Alberto Alesina, de Harvard, y Silvia Ardagna de Goldman Sachs, mostró que la rectitud fiscal, sobre todo en forma de recortes de gastos en lugar de aumentos de impuestos, en realidad podría impulsar el crecimiento.

Los keynesianos cuestionaron las conclusiones de Reinhart y Rogoff, señalando que el crecimiento lento podría ser una causa de la elevada deuda en lugar de un síntoma de la misma. También pensaban que la “austeridad expansiva” de Alesina era una quimera. En el pasado, se observó que se había producido sólo bajo condiciones muy diferentes. Si el endeudamiento público hubiera estado tomando el  escaso crédito, empujando hacia arriba las tasas de interés para las empresas privadas, entonces los menores déficit podrían reducir las tasas y desencadenar un auge de la inversión. Pero  la mayoría de tipos de interés del mundo rico ya eran bajos; el problema era el ahorro excesivo.

Lo que es más, los keynesianos sustentan que los multiplicadores son mucho más altos durante las crisis más fuertes que en otras épocas. La investigación realizada por Lawrence Christiano, Eichenbaum Martin y Sergio Rebelo de la Universidad Northwestern sugiere que cuando las tasas de interés están cerca de cero, el multiplicador podría ser mayor que dos, ya que las personas tienen un incentivo mayor de lo habitual a gastar que a ahorrar. Una crisis financiera también eleva los multiplicadores, encontró otro estudio. El trabajo de Larry Summers, el arquitecto del estímulo de Obama, y ​​Brad DeLong de la Universidad de Berkeley en California, argumenta que dado el costo del desempleo prolongado, el estímulo podría pagarse por sí mismo durante una larga recesión. 

El tiempo ya está dejando veredictos. A principios del año pasado, un estudio de McKinsey señaló que el des-apalancamiento financiero en EEUU funcionó más rápidamente que en el Reino Unido y Europa. También el año pasado, el FMI publicó un análisis de sus previsiones económicas, y encontró que la austeridad engarza crecimiento mucho más de lo que se había esperado. Mientras mayores fueron los recortes previstos, más cayó la previsión de crecimiento, concluyó el FMI. El multiplicador sobre los recortes de gastos fue tal vez el doble de lo que los investigadores habían previsto en un principio. La austeridad española redujo el déficit estructural del gobierno en más de dos puntos porcentuales entre 2011 y 2012. Pero los recortes ayudaron a impulsar la economía en recesión. En realidad, el endeudamiento neto del gobierno aumentó.

En abril de este año, una investigación de la Universidad de Massachusetts socavó la conclusión de Reinhart-Rogoff que afirmaba que el crecimiento se desacelera bruscamente cuando la deuda supera el 90% del PBI. Resulta que un error en el análisis y datos cuestionables habían sustentado el resultado. No hay consenso entre los economistas en cuanto a qué nivel de la deuda daña el crecimiento, o si incluso si es posible establecer una regla de ese tipo.

Eso no quiere decir que el aumento del endeudamiento público no es nada de qué preocuparse, sin embargo. Una nueva investigación sugiere que los gobiernos menos endeudados son mucho más propensos a recurrir a los estímulos para fomentar el crecimiento económico, presumiblemente debido a que sienten que pueden permitirse el lujo de hacerlo. Puede tomar un buen tiempo en llegar (la deuda pública de Japón asciende actualmente a 245% del PBI), pero en algún momento demasiada tinta roja dará lugar a una crisis de la deuda. Las preocupaciones sobre la solvencia de un país conducirán a los acreedores a exigir mayores tasas de interés, que a su vez agravarán sus problemas fiscales.

Saber justo cuando cambiará el mercado de bonos depende de una serie de factores. Economías vistas como refugios, como Estados Unidos y Suiza, tienen más libertad: la agitación económica tiende a reducir sus costos de endeudamiento en lugar de aumentarlos. Ayuda si la mayoría de los acreedores son locales, como en Japón, ya que los pagos ayudan a impulsar la economía doméstica.

El pánico es más probable cuando la deuda se da en una moneda que el gobierno no controla, ya que el banco central no puede actuar como prestamista de última instancia. La incertidumbre sobre si el Banco Central Europeo va a desempeñar este rol ha avivado la crisis de la zona euro, por ejemplo. Si se lleva al extremo, la compra de deuda pública puede alimentar temores sobre la inflación, que a su vez puede dar lugar a mayores costos por intereses, mientras que los acreedores exigen una prima de riesgo de inflación. Sin embargo, durante la crisis, las economías eran tan débiles que las compras de los bancos centrales de bonos del gobierno, demostraron ser más tranquilizadores que preocupantes para los inversores, en parte debido a la reducción del riesgo de pánico y de default.

La hora de la verdad, sin embargo, puede estar más cerca de lo que parece. Bancos en quiebra pueden transformar rápidamente las cargas de deuda de moderada a galopante. Antes de la crisis, los activos de los bancos comerciales de Irlanda aumentaron a más del 600% del PBI. Las deudas de Irlanda explotaron de 25% del PBI en 2007 a 117% en 2012, sobre todo gracias a la suposición del gobierno sobre las deudas de los bancos después de la crisis.

Cada corte tiene su día

La austeridad, en conclusión, todavía tiene su lugar. Pero ¿qué tipo? Mientras que algunos economistas recomiendan recortes de gastos, otras investigaciones indican que los impuestos más altos también pueden funcionar. Ambos enfoques tienen sus costos. Gravar pagos puede distorsionar los mercados de trabajo; los impuestos al consumo pueden conducir a la inflación, provocando una política monetaria contractiva. Sin embargo, la reducción del gasto es más impopular y puede exacerbar la desigualdad.

La experiencia de los últimos años ha respondido la pregunta del cuándo. El momento de tomar el camino de la austeridad es, idealmente, cuando la economía puede soportarlo. No todos los gobiernos pueden darse ese lujo, por supuesto: el de Grecia, por ejemplo, no podría retrasar los feroces recortes puesto que ya no podría pedir prestamos suficientes para financiar sus déficits. Los que tienen más espacio para respirar deberían tratar de estabilizar sus deudas en el largo plazo, indica el FMI, mediante el establecimiento de planes para reducir sus déficits. Mientras más creíble sean sus planes, tendrán mayor margen de maniobra para apartarse de ellas si las condiciones lo justifican. Como insistía Keynes, el tiempo para la austeridad es el boom no la crisis.

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La minería: generó un ciclo virtuoso de crecimiento

La minería: generó un ciclo virtuoso de crecimiento

Últimamente diversos economistas y académicos han comparado el ciclo económico actual, y su alza a partir de los precios de los minerales, con el boom del guano y el  caucho. Se cita estas experiencias para desmerecer nuestro actual crecimiento y sostener, falazmente, que somos primario-exportadores, que estaríamos sufriendo de la ‘enfermedad holandesa’ o de la maldición de los recursos naturales. La comparación entre dichos momentos y el actual es inaceptable, dado que la presente situación  es completamente diferente al pasado. Este es uno de los mitos con los que se ha venido combatiendo a la minería, que esperamos desvanecer. 

Descripción física de los procesos “productivos” del guano y el caucho:

La explotación del guano y caucho fue completamente diferente a la especializada y  avanzada tecnología de la minería moderna.

La exportación de guano solo requería que se recogiera con palas en las islas y se acumulara en bolsas de yute. Para el caucho bastaba con recogerlo en baldes colgados de los árboles de cuyas incisiones fluía la savia, que luego se pasaba a recipientes adecuados para su exportación.

Ambos procesos eran efectivamente primario-exportadores, sin ningún valor agregado, sin encadenamientos a otros sectores y basados en la explotación abusiva de la mano de obra.

Físicamente podrían equivaler a lo que en la minería artesanal antigua se llamó el “pallaqueo”, que consistía en recoger rocas mineralizadas de la superficie del terreno, acumularlas en bolsas y sin proceso alguno, despacharlas a los procesadores.

Ninguna de estas actividades puede asociarse a la minería moderna. Hacerlo es confundir procesos totalmente diferentes, llevando a conclusiones inaceptables en el mundo académico, o a una manipulación tendenciosa de la política tradicional.

El boom del guano

Entre los años 1840 y 1870, el Perú exportó alrededor de 12 millones de toneladas de guano, valorizadas en US$ 500 millones de entonces.

No tuvo ningún impacto favorable en nuestro aparato productivo, ni generó ninguna externalidad positiva. El aumento en las exportaciones de guano fue acompañado de un estancamiento en casi todos los demás sectores económicos, constituyendo un tipo de enfermedad holandesa. El aumento de riqueza no fue acompañado por una reinversión efectiva en otros sectores de la  economía.

El boom del caucho

El apogeo del caucho (1880 – 1912) utilizó mano de obra nativa, explotada y maltratada al someterla a condiciones de semiesclavitud. El nivel de mortalidad fue altísimo.

No tuvo un impacto positivo en el sector tecnológico dado su arcaico proceso de explotación. No generó ningún tipo de actividad colateral, ni impulsó un encadenamiento que dinamice la economía nacional.

El boom minero actual

El Perú ha crecido a un ritmo sostenido, impulsado principalmente por la minería, volviéndose en uno de los principales productores mundiales de oro, plata, cobre, plomo, zinc, hierro, estaño, molibdeno, teluro, entre otros. Esto es reflejo no sólo de la abundancia de recursos y la capacidad de producción de la actividad minera, sino de la estabilidad de las políticas económicas que lo alentaron.

La importancia de la minería es crucial para el crecimiento económico, ya que por cada dólar de exportación minera, el PBI tiene un incremento adicional de 0.56 dólares. (Ver en Lampadia: El impacto macroeconómico de la minería).

La minería no ha impedido el desarrollo de otros sectores, por lo contrario, no solo a crecido la economía, sino que se ha diversificado al galope (como dice Richard Webb, ver en Lampadia “Las tres golondrinas”).

A diferencia de los booms primario-exportadores del guano y del caucho, la inversión minera ha traído consigo un impacto altamente positivo. La minería moderna usa tecnología de punta, se integra adecuadamente con sus espacios sociales y ambientales. La recuperación del sector minero ha traído consigo el desarrollo de un sector industrial que puede calificarse ahora como el más grande, más sólido, competitivo y exportador de nuestra historia. Además, han construido carreteras y aumentando la cobertura eléctrica y de telecomunicaciones, mejorando la calidad de vida de los pueblos aledaños.

La minería ha creado puestos de trabajo bien remunerados e importantes ingresos fiscales. Ver en Lampadia: Informe de Efecto de la minería sobre el empleo, el producto y recaudación en el Perú elaborado por el IPE. El mismo IPE muestran que por cada empleo generado por la minería, se crean nueve empleos indirectos en otros sectores (el sector agrícola solo crea 1/6 de empleo indirecto por cada empleo directo del sector). Por cada US$ 1,000 millones de exportaciones mineras se genera un incremento en el PBI de US$ 1,470 millones. En sus mejores años ha aportado hasta el 40% del impuesto a la renta, y ha permitido la generación de recursos fiscales en proporciones nunca vistos en el Perú. El canon minero, bien utilizado, ha transformado las regiones más responsables y capaces.

Al contrario de los mitos anti-mineros, este sector si tiene un alto valor agregado. Por ejemplo, si en vez de los concentrados de cobre exportados el año pasado, hubiéramos exportado cobre refinado, el valor de las exportaciones hubiera crecido solo en un 5.1%, y si hubiéramos exportado alambrón de cobre, el valor se habría incrementado en un 14.5% sobre el de los concentrados. Esto comprueba que la minería, en su modalidad de concentrados, tiene un altísimo valor agregado. (Ver en Lampadia: La minería tiene un alto valor agregado).

El Perú ha mejorado a pasos agigantados. La inversión privada, liderada por la minería, ha permitido un crecimiento sostenido del PBI, multiplicando por 4 el PBI per cápita, reduciendo la pobreza, la desigualdad, la desnutrición y mortalidad infantil. Además de la estabilidad macroeconómica, la inversión, el empleo y el incremento de los ingresos fue superior fuera de Lima, ver en Lampadia: Descentralización y Regionalización – Cara y Sello del nuevo Perú y LAS CIFRAS DE LA PROSPERIDAD.

El gran reto del Perú es poner en valor nuestros proyectos  y situarnos como uno de los principales exportadores mineros del mundo. Así podríamos cerrar nuestras deficiencias económicas y sociales. No olvidemos que Noruega y Australia lideran el Índice de Desarrollo Humano, ver nuestro artículo: El reto de los economistas peruanos ante el bicentenario.

Esperamos que en el mundo académico no se insista en este mito falaz y sin sustento que desprestigia a las instituciones que los acogen. Lampadia