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Ucrania no puede convertirse en Siria

Ucrania no puede convertirse en Siria

El camino para alcanzar un acuerdo de paz y desbloquear la situación puede resumirse en 14 palabras: Putin debe retirar sus fuerzas, y Kiev recuperar el control de su frontera oriental.

Por Timothy Garton Ash. Catedrático de Estudios Europeos en la Universidad de Oxford, donde dirige en la actualidad el proyecto freespeechdebate.com, e investigador titular de la Hoover Institution en la Universidad de Stanford

(El País, 17 de Febrero del 2015)

“¡Nunca más!”, gritaron los europeos tras la Primera Guerra Mundial. Y volvió a suceder. “¡Nunca más!”, gritaron los europeos en 1945; y volvió a ocurrir. “¡Nunca más!”, gritaron los europeos después de Bosnia, en 1995; y ahora ha vuelto a pasar. Espero y dudo, en igual medida, que el acuerdo de alto el fuego de Minsk, logrado gracias a los heroicos esfuerzos de Angela Merkel, permita alcanzar la paz. Pero, aun en el improbable caso de que así sea, vean lo que ya hemos permitido que ocurra.

Otro país europeo desgarrado por la fuerza. Según los cálculos de la ONU, han muerto al menos 5.400 personas, alrededor de 13.000 han resultado heridas y 1,6 millones han tenido que abandonar sus hogares. Rusia se ha anexionado oficialmente Crimea, que formaba parte de un Estado soberano vecino. El acuerdo de alto el fuego de la semana pasada, Minsk 2, establece que Ucrania no recuperará el pleno control de su frontera oriental con Rusia hasta finales de este año, y solo si celebra elecciones en las regiones de Donetsk y Lugansk y les concede un estatus especial constitucional. También dice que el Gobierno de Kiev debe seguir pagando las pensiones, los salarios y los servicios de esas regiones. Imagínense que solo tienen permiso para cerrar la puerta posterior de su casa si ceden el cuarto de estar a una persona que les está apuntando con una pistola a la cabeza, y además deben seguir pagando sus facturas.

Las personas razonables podrán discrepar sobre la mejor forma de defenderse contra una agresión tan descarada, pero, por lo menos, no debemos hacernos ilusiones sobre lo que está sucediendo delante de nuestras narices. Vladímir Putin está retando deliberadamente a la Unión Europea con una manera de hacer política diferente, antigua y peor. La fuerza impone su razón. Lo negro es blanco. La guerra vuelve a mandar, y el derecho se arrastra como puede hasta una zanja, como un refugiado herido.

Todo ello, en un país cuya integridad territorial juraron solemnemente proteger Rusia, Estados Unidos y Gran Bretaña —claro que, ¿a quién le importa lo que diga hoy Gran Bretaña?— de acuerdo con el memorándum de Budapest de 1994, a cambio de que Ucrania, recién independizada, aceptara entregar uno de los mayores arsenales de armas nucleares del mundo. Cito: “La Federación Rusa, el Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte y Estados Unidos reafirman su compromiso… de respetar la independencia y la soberanía y las fronteras actuales de Ucrania”. Firmado por Borís Yeltsin, Bill Clinton y John Major. Imaginen la lección que este quebrantamiento de promesa enviará a otras potencias nucleares o que pretenden serlo: hagas lo que hagas, no te creas una palabra de lo que te garanticen y no renuncies a tus armas nucleares.

La ley de la jungla de Moscú contra la jungla de leyes de Bruselas. ¿Quién está ganando? “Rusia”, responde el conocido realista estadounidense John Mearsheimer. ¿Y qué podemos hacer? “Occidente debe intentar que Ucrania sea un Estado neutral que sirva de tapón entre Rusia y la OTAN. Que sea como Austria durante la Guerra Fría. Para ello, Occidente debería abandonar de forma explícita la ampliación de la Unión Europea y la OTAN”. Vale, gracias, profesor realista. ¿Quizá le gustaría encargarse usted de hacerlo? Tenemos el sitio perfecto para que celebre su cumbre de realpolitik: Yalta, donde, en 1945, Franklin D. Roosevelt y Winston Churchill dieron una ambigua legitimidad a la ocupación soviética del este de Europa. Yalta, en la anexionada Crimea.

¿Qué derecho tenemos a ordenar a unos países independientes y soberanos que sean Estados tapones neutrales? Gary Kaspárov, que conoce Rusia un poco mejor que Mearsheimer, tuiteó recientemente: “Los realistas parecen tan contentos de condenar a millones de ucranios a vivir como prisioneros en un territorio ocupado. En Europa, en pleno siglo XXI”. El otro día hablé con Kaspárov sobre Ucrania. Me dijo que había estado en Kiev para conmemorar el 20º aniversario del memorándum de 1994; su opinión sobre la tragedia es audaz y original, como su forma de jugar al ajedrez. Insiste en que no se trata de un conflicto entre Ucrania y Rusia, sino entre dos Rusias, que equipara, con licencia poética, con el Rus de Kiev y la Horda Dorada.

Aunque las encuestas que muestran la increíble popularidad actual de Putin en Rusia son creíbles, no debemos cometer el error de identificar al político con el país. También Adolf Hitler gozó de enorme popularidad durante un tiempo, igual que Slobodan Milosevic. Los pueblos pueden dejarse llevar por rumbos desastrosos, sobre todo cuando una hábil propaganda sabe explotar los mitos y los agravios nacionales más arraigados. Entonces, unos años después, la gente se despierta y empieza a pagar el precio. Estar en contra de Putin no es estar en contra de Rusia. Es defender el futuro de Rusia a largo plazo y apoyar a los ciudadanos más acosados, que representan la otra Rusia.

Putin está infringiendo precisamente el principio que siempre ha dicho que debía constituir la base de las relaciones internacionales: la soberanía incondicional de los Estados. ¡Pero qué desfachatez —exclamarán—, que unos países que invadieron Irak critiquen a otros por violar la soberanía de un Estado! A lo cual respondo que tienen razón, que la invasión angloamericana de Irak estuvo mal, desde el punto de vista legal, moral y estratégico, pero que eso no es excusa para volver a hacer lo mismo en este caso.

En Siria, dirán quizá otros, tenemos unos campos de exterminio que hacen que Ucrania parezca casi un país pacífico, y la ONU habla nada menos que de 3,8 millones de refugiados. ¿Qué está haciendo Occidente al respecto? ¿Es que las vidas de los árabes valen menos que las de los europeos, las de los musulmanes, menos que las de los cristianos? Cada 15 días me despierto pensando: “¿No debería escribir sobre Siria?”. Pero, aparte de que sé mucho menos sobre Oriente Próximo que sobre Europa, lo que he aprendido de los expertos no indica ninguna forma clara de avanzar. Da la impresión de que hay demasiados grupos sobre el terreno, envueltos en el conflicto, y que cuentan con el respaldo de demasiadas potencias extranjeras (entre ellas Rusia, que apoya a Bachar el Asad).

Aquí, en cambio, a pesar de la complejidad de Ucrania, existe una manera de desbloquear la situación, que se puede resumir en 14 palabras: Putin debe retirar sus fuerzas y Ucrania recuperar el control de su frontera oriental. De modo que, a diferencia de Siria, la clave está en que un actor político cambie de comportamiento. Por supuesto, eso no detendría de la noche a la mañana a los airados separatistas que luchan en nombre de la República Popular de Donetsk. En el este de Ucrania, como en Bosnia y en Siria, la radicalización provocada por la brutalidad de la guerra ha transformado a los vecinos en enemigos. Kiev tendría que demostrar un enorme sentido político y mucha imaginación para reconstruir un Estado verdaderamente federal, en el que los que se identifican como rusos puedan volver a sentirse razonablemente a gusto. Pero el camino para alcanzar cualquier acuerdo de paz comienza con esas 14 palabras.




El día de la ira y la ilusión

El día de la ira y la ilusión

Por Carlos Alberto Montaner

(El Comercio, 09 de Noviembre del 2014)

Hace 25 años ocurrió el entierro simbólico del comunismo. Una esperanzada muchedumbre de alemanes corrió hacia el Muro de Berlín y lo demolió a martillazos. Era como si golpearan las cabezas de Marx, Lenin, Stalin, Honecker, Ceaucescu y el resto de los teóricos y tiranos responsables de la peor y más larga dictadura de cuantas ha padecido el género humano. Por aquellos años un libro riguroso pasó balance del experimento. Se tituló “El libro negro del comunismo”. Nuestra especie abonó los paraísos del proletariado con unos cien millones de cadáveres.

Era predecible. En la URSS, en 1989, fracasaban todos los esfuerzos de Gorbachov por rescatar el modelo marxista-leninista. En Hungría, un partido comunista, dirigido por Imre Pozsgay, un reformista decidido a liquidar el sistema, abría sus fronteras para que los alemanes de la RDA pasaran a Austria y de ahí a la fulgurante Alemania Federal, la libre. En Checoslovaquia, Vaclav Havel y un puñado de intelectuales valientes animaban el Foro Cívico como respuesta a la barbarie monocorde de Gustáv Husák. En junio, cinco meses antes del derribo del muro, los polacos habían participado en unas elecciones maquiavélicamente concebidas para arrinconar a Solidaridad, pero, liderados por Lech Walesa, la oposición democrática ganó 99 de los 100 escaños del Senado. El dictador Jaruzelski les tendió una trampa y acabó cayendo en ella.

¿Qué había pasado? El sistema comunista, finalmente, había sido derrotado. Los países que primero lo implementaron, y que primero lo cancelaron, eran empobrecidas dictaduras, crueles e ineficaces, que se retrasaban ostensiblemente con relación a Occidente en todos los órdenes de la convivencia. Ese dato era inocultable. Bastaba comparar las dos Alemanias, o a Austria con Hungría y Checoslovaquia, los restantes segmentos del Imperio Austrohúngaro, para confirmar la inmensa superioridad del modelo occidental basado en la libertad, el mercado, la existencia de propiedad privada y el respeto por los derechos humanos. El día y la noche.

El comunismo era un horror del que escapaba todo el que podía, mientras los que se quedaban ya no creían en la teoría marxista-leninista, aunque aplaudieran automáticamente las consignas impuestas por la jefatura. Por eso Boris Yeltsin pudo disolver el Partido Comunista de la Unión Soviética en 1991, con sus veinte millones de miembros, sin que se registrara una simple protesta. La realidad, no la CIA ni la OTAN, había derrotado esa bárbara y contraproducente manera de organizar la sociedad. Me lo dijo con cierta melancolía Alexander Yakovlev, el teórico de la perestroika, en su enorme despacho de Moscú, cuando le pregunté por qué se había hundido el comunismo: “Porque no se adaptaba a la naturaleza humana”. Exacto.

¿Y los chinos? Los chinos, más pragmáticos, se habían dado cuenta antes. Les bastó observar el ejemplo impetuoso y triunfador de Taiwán, Hong Kong y Singapur. Eran los mismos chinos con diferente collar. Mao había muerto en 1976 y la estructura de poder inmediatamente habilitó a Deng Xiaoping para que comenzara la evasión general del manicomio colectivista instaurado por el Gran Timonel, un psicópata cruel dispuesto a sacrificar millones de compatriotas para poner en práctica sus más delirantes caprichos. Cuando el muro berlinés fue derribado, los chinos llevaban una década cavando silenciosamente en busca de la puerta de escape hacia una incompleta prosperidad sin libertades.

¿Por qué no cayeron o se transformaron las dictaduras comunistas de Cuba y Corea del Norte? Porque estaban basadas en dinastías militares centralizadas que no permitían la menor desviación de la voz y la voluntad del caudillo. El Jefe controlaba totalmente el partido, el Parlamento, los jueces, militares y policías, más el 95% del miserable tejido económico, mientras mantenía firmemente las riendas de los medios de comunicación. El que se movía no salía en la foto. O salía preso, muerto o condenado al silencio. El aparato de poder era solo la correa de transmisión de los deseos del amado líder. No cabían las discrepancias y mucho menos las disidencias. Eran coros afinados dedicados a ahogar los gritos de la población.

Esta terquedad antihistórica ha tenido un altísimo costo. Cubanos y norcoreanos han perdido inútilmente un cuarto de siglo. Si las dos últimas tiranías comunistas hubieran iniciado a tiempo sus transiciones hacia la democracia, ya Cuba estaría en el pelotón de avanzada de América Latina, sin balseros, damas de blanco o presos políticos, y Corea del Norte sería otro de los tigres asiáticos. Lamentablemente, las familias de los Castro y la de los Kim optaron por mantenerse en el poder a cualquier costo. Los muros continuaban impasibles desafiando la razón y el signo de los tiempos.