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Empresarios brindan la Otra Mejilla a los Anti-mineros II

Empresarios brindan la Otra Mejilla a los Anti-mineros II

(Artículo 2 de una serie de 3)
Camilo Ferreira
Centro Wiñaq
Para Lampadia

La legitimidad de toda actividad económica se juega a lo largo del tiempo, en una lucha que se da todos los días del año y durante muchos años. Esta depende de las opiniones que se van construyendo por líderes de opinión, sociedad civil, medios de comunicación, y público en general. Los pos-extractivistas (grupos contrarios a la actividad minera y al crecimiento productivo en general) y sus aliados están en una lucha de largo plazo para inviabilizar o restringir la mayor parte de la inversión minera en grandes proyectos.

Muchas empresas confiadas en su poder económico y en sus contactos con el Estado y con las elites políticas, creen que estos activistas no serán capaces de afectar sus actividades. El efecto individual de las diversas iniciativas de las organizaciones anti-mineras en el corto plazo puede ser débil pero su dedicación y esfuerzo sostenido terminan teniendo un gran efecto en el largo plazo.

El efecto acumulado del activismo anti-minero termina afectándoles, ya sea por la paralización directa de proyectos mineros o por el incremento del riesgo social que enfrentan sus proyectos. Ese riesgo implica que dichos proyectos se posterguen por muchos años y que requieran de mayores tasas de rentabilidad para tener acceso para financiamiento. El resultado de esas postergaciones o paralizaciones es el freno al desarrollo del país.

Hemos identificado tres iniciativas que los anti-mineros están desplegando en estos momentos. Todas buscan erosionar la legitimidad del sector minero. Esas iniciativas son:

  • “La vida no vale un cobre”
  • “Criminalización de Defensores”
  • “Devoluciones Mineras”

Cada una de estas iniciativas se articula alrededor de una herramienta central (estudio o documental), para posteriormente generar derivados comunicacionales que llegan a los líderes de opinión, canalizando sus ideas a la prensa, para terminar impactando sobre la opinión pública y sobre los políticos.

Con esas campañas los grupos hostiles a la minería van creando paulatinamente una opinión negativa respecto al sector minero en el periodismo, en el Estado, en la juventud y en la población en general. Esta opinión negativa termina afectando a la industria de diversas maneras: predispone a periodistas en contra la industria, fomenta que políticos hagan leyes hostiles y promueve que funcionarios públicos hagan regulaciones adversas a la minería. Esas campañas, además, sirven de estrategias para la captación de fondos y para capturar cuadros entre la juventud peruana.

En un artículo anterior hablamos de la campaña “La Vida no Vale un Cobre”. La segunda iniciativa identificada consiste en la campaña “Criminalización de Defensores” que tiene por efecto, de ser exitosa, generar condiciones de un mayor nivel de impunidad a los activistas anti-mineros frente a potenciales acciones violentas o de uso de fondos públicos.

“Criminalización de Defensores”:

Parte del accionar de los anti-mineros consiste en la realización de acciones ilegales, muchas veces violentas, como bloqueo de carreteras, uso de fondos públicos para financiar sus actividades, intimidación física de la población, destrucción de propiedad privada, usurpación de terrenos y detenciones arbitrarias. Los casos en los que se ha manifestado esta clase de acciones han sido numerosos.[1]

Las acciones ilegales descritas son útiles a los anti-mineros en múltiples aspectos. Les permiten obtener recursos, generar ocasiones de violencia que favorecen su victimización, generar imágenes de caos que derivan en costos políticos que doblegan la voluntad política del gobierno central y hacer uso de la fuerza para consolidar su hegemonía política local. Si los anti-mineros tuvieran que enfrentar el imperio de la ley, en el grado que se da en otras latitudes, su capacidad para ejercer presión política y obtener recursos se vería severamente disminuida. Por ello, la impunidad para sus actos ilegales es sumamente importante.

Por supuesto, los anti-mineros no lo ven así. Ellos se imaginan enfrentando un orden legal injusto y un aparato represivo del Estado, que se encuentra al servicio de las empresas mineras y contrarios a los derechos de la población. Por ello, las medidas del Estado contra dirigentes anti-mineros responsables de acciones violentas e ilegales son consideradas por ellos y sus aliados como la “criminalización de la protesta social”.

En el caso de esta campaña, el producto que aglomera sus argumentos discursivos es el documento: “Una receta para criminalizar: personas defensoras del ambiente, el territorio y la tierra en Perú y Paraguay”[2]

La propuesta principal del texto, de acuerdo a la sumilla de presentación, es:

“Las personas defensoras de derechos humanos que ejercen su trabajo en relación con el acceso a la tierra y los derechos al territorio y al medio ambiente en Perú y Paraguay realizan sus actividades en contextos hostiles. En ambos países, los individuos y las comunidades que luchan por proteger el agua y acceder a la tierra son estigmatizados y su labor es desacreditada a través de declaraciones públicas y rumores. Sus comunidades son desalojadas a la fuerza de donde viven o enfrentan el riesgo de ser desalojadas sin las debidas garantías. Finalmente, las personas defensoras enfrentan procesos penales injustos e infundados. Son procesadas y juzgadas sin pruebas por delitos relacionados únicamente con su trabajo de defensa de los derechos humanos. Estos son los ingredientes de la receta para socavar su trabajo e impedirles seguir con la defensa de los derechos humanos.”

Es de resaltar que entre los supuestos abusos sufren estos defensores se encuentran la “estigmatización” que parecería ser la expresión pública de opiniones que entren en severa contradicción con la imagen que el activismo anti-minero plantea dar de estos personajes.

Un ejemplo de lo que se considera como estigmatización es el siguiente fragmento del texto de Amnistía.

A entender de Amnistía, caracterizar a Máxima Acuña de ser una ocupante ilegal, cuando ocupa terrenos que en Registros Públicos están a nombre de Minera Yanacocha, se trata de un acto de agresión a un defensor de los derechos humanos. Esta definición de “estigmatización” se encuentra muy extendida entre algunas organizaciones de derechos humanos para quienes ciertos personajes y actores sociales tienen un valor totémico, son intrínsecamente incapaces de acciones inmorales mas allá de las pruebas, y sus actos deben ser vistos más allá de la ley.

En su segmento de Recomendaciones se hacen un conjunto de peticiones a las autoridades para bridar un status especial a las personas consideradas por ellos y algunas organizaciones ideologizadas, como defensores ambientales. Bajo ese status especial, muchas de sus acciones ilegales en el marco legal de los países, como bloquear una carretera, paralizar actividades económicas de terceros y generar millonarias pérdidas a empresas mineras, serian considerados como parte del ejercicio legítimo de las funciones sociales de un defensor ambiental. Con ese status especial, esas personas son puestas por encima de las otras personas, de las leyes y de las instituciones del país.

Las personas consideradas como “defensores criminalizados” en esta campaña consisten en personajes difusores de la narrativa antiminera ya sea como activistas antimineros o como iconos funcionales para sus fines comunicacionales. Entre los “defensores” cuyos casos son visibilizados se encuentran Oscar Mollohuanca quien fuera protagonista principal de la conflictividad social antiminera en Espinar Cuzco, Cesar Estrada activista antiminero acusado por extorsión y secuestro, y Máxima Acuña, cuyo ícono es funcional a una estrategia de desprestigio generalizado del sector minero.

Esta campaña no se remite únicamente a un documento de Amnistía Internacional. El libro de Rocío Silva Santisteban, “Mujeres y Conflictos Eco-territoriales en América Latina”[3], ha sido presentado en múltiples ciudades del país con cobertura mediática de grupos hostiles a la minería, el libro hace hincapié en la victimización de las “defensoras” frente a supuestos abusos impulsados por empresas mineras, obviamente Máxima Acuña es una protagonista en el texto.

También la organización APRODEH toma acciones en su reporte ““La situación de los derechos humanos en el Perú. Balance y perspectivas desde el mecanismo del examen periódico universal 2017”[4] En dicho reporte se hace mención de la existencia de un proceso de persecución judicial contra los defensores de derechos humanos entre los cuales se encuentran activistas anti-mineros como Milton Sánchez, quien dirige la organización anti-minera Plataforma Interinstitucional Celendina en Cajamarca.

El Instituto de Defensa Legal también realiza acciones alineadas con esta campaña, en su programa radial “No hay Derecho” que es transmitido en las mañanas de lunes a viernes tanto en Lima como en múltiples ciudades del interior. En cada pausa de dicho programa se transmiten spots donde líderes anti-mineros tipificados como “criminalizados” denuncian que sufren persecución e instan a los oyentes a unirse a una campaña en su defensa.

En numerosas audiencias de la Corte Interamericana de Derechos Humanos se ha llevado a activistas anti-mineros para que brinden sus versiones ante los magistrados de dicha corte.

Mientras los anti-mineros despliegan múltiples campañas, el Estado Peruano no es capaz de contar una historia alternativa que logre justificar su accionar como defensa de la ley y de los pilares de un orden social democrático.

La presentación de documentos no es el único resultado de esta campaña, con ella se entra en contacto con líderes de opinión, funcionarios del Estado, Congresistas e instancias internacionales (Como la Corte Interamericana de Derechos Humanos), ejerciendo influencias en personas con roles críticos en todos esos niveles.

Esto tiene un conjunto de consecuencias potenciales y reales. Presiona a los jueces a dar fallos favorables a los anti-mineros, fomenta una cobertura hostil de la prensa hacia el sector minero y propicia cambios institucionales o regulatorios que dificultan el imperio de la ley en zonas mineras. El objetivo legal definitivo consiste en que se brinde a los “defensores ambientales” un estatus legal especial en el que el grado de impunidad para potenciales actos delictivos se eleve ostensiblemente.

Mientras esta iniciativa se despliega con múltiples líneas de incidencia simultanea el sector minero no realiza acciones efectivas destinadas a justificar legal y éticamente su accionar ni a visibilizar el alto grado de impunidad del accionar violento de muchos antimineros. Una vez más, el sector y sus organizaciones, da muestras su incapacidad para percibir la importancia del la “superioridad moral” en el conflicto político prolongado en el que, a pesar de no quererlo, se encuentra involucrado. Lampadia




¿El fallido golpe de Maduro es comparable al 5 de abril?

Jaime de Althaus
Para Lampadia

Puestos contra la pared de tener que condenar la clausura del congreso en Venezuela, varios políticos de izquierda en el Perú encontraron la coartada prefecta: si estuve contra el autogolpe de Fujimori, no me queda más remedio que rechazar el golpe de Maduro. En realidad, aprovecharon el golpe venezolano no para condenarlo, sino para condenar el golpe fujimorista. “Si condenamos el 5 de abril de Fujimori, no podemos cerrar los ojos ante lo que acaba de ocurrir en Venezuela”, tuiteó Marisa Glave, del Frente Amplio. Ollanta Humala ni siquiera menciona a Venezuela, pero si recuerda a Fujimori: “En el Perú hubo una ruptura del orden constitucional a cargo del gobierno de Fujimori, y yo me enfrenté a esa dictadura”, escribió, tratando de mostrar una prueba de sus convicciones democráticas. Y Nadine Heredia mata dos pájaros de un tiro, solo que ninguno de ellos es Maduro: “Viendo este video (2011) me pregunto si PPK, quien apoyó a Fujimori, es coherente con posición sobre Venezuela”. ¿Condena  a Venezuela? Ninguna. Verónica Mendoza no se refiere a Fujimori, pero recién se percata de que el equilibrio democrático –no la democracia como tal- se ha roto en Venezuela. Escribió: “La resolución del Tribunal Supremo de Justicia rompe el equilibrio democrático en Venezuela”, como si no hubiese estado roto hace tiempo y como si lo que terminó de romperse no fue la democracia como tal. 

El presidente de Venezuela, Nicolás Maduro, junto a los magistrados del Tribunal Supremo de Justicia. Foto: AP

Al final, presionado interna y externamente, Muduro ha tenido que dar marcha atrás y el Tribunal Supremo de Justicia (TSJ) anuló la resolución por medio de la cual reemplazaba en sus funciones al Congreso. Pero, en realidad, todo podría haber sido parte de un libreto bien montado, porque basta una revisión de la relación entre la Asamblea Nacional de Venezuela y los demás Poderes para percatarse de que la Asamblea ya estaba completamente anulada en los hechos y siempre lo estuvo. Había perdido todos sus poderes y las leyes que aprobaba eran automáticamente declaradas inconstitucionales por la Sala Constitucional de TSJ. En ese sentido, la fallida resolución del TSJ anulando la Asamblea Nacional no venía sino a formalizar lo que siempre fue un hecho lamentable, y por lo tanto Maduro pudo darse el lujo de aparecer como el restaurador de la Asamblea porque ella era ya y es un poder inexistente en Venezuela.

La Asamblea Nacional nunca tuvo poder

Revisemos los hechos. En las elecciones de diciembre del 2015, la opositora MUD obtuvo 112 diputados, las dos terceras partes de la Asamblea. Con esa mayoría absoluta, la MUD tenía poderes muy amplios. Por esa razón, ya el 30 de diciembre del 2015, la Sala Electoral del TSJ  suspendió arbitrariamente  las proclamaciones de 3 diputados de la MUD, con lo cual perdía los dos tercios. El 5 de enero, no obstante, los tres diputados separados juramentaron como parte de la Asamblea. Esto llevó a la Sala Electoral del TSJ a denunciar por desacato a la Junta Directiva del Parlamento y ordenar la desincorporación inmediata de los tres diputados del estado Amazonas. Estos solicitaron entonces su desincorporación para “defenderse por vías externas legales y evitar involucrar al Parlamento”.

Luego, el 15 de enero, Maduro dicta el Decreto N° 2,184, por el cual declara el estado de excepción para enfrentar la emergencia económica, lo que le permite dictar leyes sin pasar por la Asamblea. Esta invita al equipo económico del Ejecutivo para que sustente la medida, pero el mencionado equipo decidió no acudir a la Comisión respectiva. Entonces la mayoría de la Asamblea Nacional decide desaprobar el Decreto de estado de excepción en virtud de las razones expuestas en el informe final de la Comisión correspondiente. Ante ello, la Sala Constitucional del TSJ interpretó que el control político de la Asamblea Nacional sobre el Decreto de estado de excepción no tiene efectos jurídicos.

Este sainete en torno al decreto de estado de excepción, el rechazo del Congreso, y la anulación de la decisión de la Asamblea por parte del TSJ, se repitió dos veces más a lo largo del 2016.

En realidad, todos los actos de la Asamblea fueron sistemáticamente anulados, desde el comienzo. El 17 de febrero, por ejemplo, la Comisión Permanente de Contraloría de la Asamblea Nacional decide investigar supuestas irregularidades ocurridas en la empresa Petróleos de Venezuela, S.A. (PDVSA). La respuesta no se hizo esperar: el 1° de marzo La Sala Constitucional del TSJ interpretó las facultades de control político de la Asamblea Nacional en el sentido de que no se aplican a funcionarios de las empresas públicas.

El 23 de marzo la Asamblea Nacional aprueba la Ley de Reforma del Decreto-Ley del Banco Central de Venezuela, que sencillamente dejaba sin efecto las reformas introducidas el 2015 que limitaban la autonomía del Banco Central. Pocos días después, el 31 de marzo, el TSJ  declara la nulidad de la Ley de Reforma del Decreto-Ley del Banco Central de Venezuela. Lo mismo pasó con la importante Ley de Amnistía y Reconciliación Nacional, que fue declarada inconstitucional estableciendo, además, que la Asamblea Nacional no puede revocar designaciones de Magistrados del Tribunal Supremo de Justicia.

El 7 de abril se aprobó  la Ley Orgánica del Tribunal Supremo de Justicia, que entre otros aspectos, aumentó el número de magistrados de la Sala Constitucional. Esta, por supuesto, también fue declarada inconstitucional.

Lo mismo ocurrió con cerca de 15 leyes más que se sancionaron el 2016. Hecha la ley, hecha su anulación. La impotencia y la sensación de irrelevancia  en la Asamblea eran absolutas.

El 20 de abril fue aprobado en primera discusión el Proyecto de Enmienda N° 2 de la Constitución de la República Bolivariana de Venezuela, con la finalidad de reducir el período presidencial a cuatro años, regulando la convocatoria de elecciones durante el 2016. EL TSJ interpretó que dicha reducción no se aplicaba al período 2014-2019. No solo eso, el TSJ contraatacó suspendiendo los efectos de varios artículos de Reglamento Interior y Debates de la Asamblea Nacional.

El 11 de octubre, la Sala Constitucional del TSJ concluye que el Presidente de la República no queda sujeto a los controles de la Asamblea para dictar el presupuesto 2017.

El 25 de octubre fue aprobado el inicio del procedimiento para la declaratoria de la responsabilidad política del Presidente de la República. Ese procedimiento fue anulado también por el TSJ. Y así sucesivamente. Lo que hemos mostrado no es ni el 30% de lo ocurrido.

El Congreso peruano dio facultades pero las recortó también

Ahora bien, ¿son comparables estas relaciones entre poderes en Venezuela que acabamos de reseñar, con las relaciones entre Ejecutivo y Legislativo en el Perú entre agosto de 1990 y el 5 de abril de 1992? Hay algunas semejanzas, por supuesto, pero también diferencias. Una de estas es lo que acabamos de ver: en Venezuela no necesitan un 5 de abril porque para todo efecto práctico la Asamblea está cerrada.

La semejanza principal es que ambos casos el gobierno carecía de mayoría parlamentaria. Fujimori había ganado en segunda vuelta con el 63 por ciento de los votos,  pero sólo contaba con el 18 por ciento de los diputados y el 23 por ciento de los senadores, pues en la primera vuelta solo había obtenido el 29% de los votos. En Venezuela, la opositora MUD tenía el 67% de los escaños y el oficialista Gran Polo Patriótico Simón Bolívar el 33%.

Y, por supuesto, en el Perú también hubo conflictos entre Ejecutivo y Legislativo. El mejor relato y análisis de esos conflictos es el del politólogo norteamericano Charles D. Kenney, publicado en el libro de Fernando Tuesta (editor) Los Enigmas del Poder.  En síntesis, luego de un serio enfrentamiento en torno a la ley de presupuesto para 1991, el Congreso otorgó facultades legislativas al Ejecutivo para llevar a cabo reformas económicas y para enfrentar al terrorismo. Sin embargo, de 117 decretos legislativos, el Congreso derogó 27, la mayor parte en los temas de seguridad, cuestionando la estrategia que el gobierno planteaba, aunque en algunos casos con razón porque se otorgaba facultades excesivas al SIN, por ejemplo.[1] Este fue el pretexto que probablemente usó Montesinos para convencer a Fujimori de dar el golpe, pues Sendero Luminoso ya atacaba Lima y proclamaba que había alcanzado el equilibrio estratégico.

El Congreso también negó facultades legislativas en materia tributaria. Entonces vinieron las escaramuzas. Fujimori atacó al Parlamento y propuso un plebiscito para renovarlo por tercios. Javier Alva Orlandini respondió proponiendo incluir una pregunta sobre vacancia del Presidente. El Ministro de Agricultura fue censurado y  Fujimori demoró dos semanas en aceptar renuncia. Entonces el senador Rafael Belaunde advirtió que el Presidente puede ser destituido por incapacidad moral. Fujimori, por su parte, sugirió que había un lobby de narcodólares en el Congreso pues se había derogado un decreto contra el narcotráfico. El Senado aprobó una moción que “descalifica moralmente al Presidente”, y en Diputados casi se discute la vacancia presidencial pero se desistió por temor a un golpe militar.

Luego el Congreso aprobó la llamada “ley de control de actos del Presidente” que incluso permitía dejar sin efecto estados de emergencia, lo que sin duda era excesivo. Entonces, cuando Fujimori observa 41 artículos de ley de presupuesto de 1992 y el Congreso insistió, Fujimori replicó suspendiendo tres de los artículos invocando el artículo 211, inciso 20 de la Constitución (del 79) que le permitía dictar medidas extraordinarias en materia económica y financiera cuando así lo requiriese el interés nacional. Pero ese recurso ya no tenía efecto porque la ley de control de los actos del presidente lo anuló. 

En resumen, el Legislativo, aunque dio facultades, también impuso recortes, tanto a las políticas necesarias para enfrentar la grave emergencia nacional (algunas cuestionables, sin embargo) como a los poderes presidenciales (en temas críticos como el orden interno). A ello se sumó un Tribunal de Garantías Constitucionales controlado por el APRA que había comenzado a derogar reformas que ni siquiera eran inconstitucionales. Pero también es probable que Fujimori y particularmente Montesinos hubiesen estado anidando desde meses atrás una voluntad golpista que tomó estos hechos como pretexto. Recordemos que desde los últimos años de García los militares habían concebido un proyecto nacional de largo plazo, el “plan verde”, que pasaba, en realidad, por el control autoritario del poder.

Similitudes aparentes

Es interesante constatar que las similitudes con Venezuela son más aparentes que reales. Para comenzar, la Asamblea Nacional venezolana es un adorno. El Congreso peruano 90-92 sí ejercía poder. La Asamblea Nacional intenta poner límites a un presidente autoritario que necesita controles, pero esos límites son  anulados por el TSJ. En el caso peruano era al revés: el congreso recortaba facultades y poderes a un Presidente que los necesitaba para enfrentar la grave emergencia nacional (aunque algunos de los poderes pedidos fueran excesivos y si  recibiera facultades legislativas una de las dos veces que las pidió)

Fujimori buscaba poderes legislativos para reformar y liberalizar la economía –en esto contó con la ayuda del Congreso- y para enfrentar al terrorismo senderista que era una amenaza a la supervivencia del Perú como nación.  Maduro, en cambio, acumula poderes y anula la Asamblea no para liberalizar la economía sino para controlarla cada vez más, y en la medida en que eso no hace sino agravar la situación económica, no lo queda más remedio que radicalizar su autoritarismo concentrando más poder.

Fujimori da el golpe para enfrentar una grave amenaza nacional (por lo menos ese fue el pretexto). Maduro anula la Asamblea y controla todos los poderes sencillamente para sobrevivir en el poder. En la medida en que la situación se agrava, no le queda más remedio que suprimir libertades, en un círculo vicioso. No es la sobrevivencia del país, sino la suya propia.

Ahora bien, en parte forzado por la presión internacional, Fujimori a los pocos meses de 5 de abril convocó a un congreso constituyente que elaboró la Constitución de 1993, que instauró una economía de mercado libre y abierta que le permitió al país crecer de manera sostenida luego de 30 años de estancamiento y retroceso.[2]

En su segundo mandato, sin embargo, entre 1995 y el 2000, Fujimori, lejos de hacer el tránsito hacia una democracia liberal propiamente dicha, institucionalizando la propia Constitución de 1993, desarrolló una estrategia para controlar los Poderes constitucionales y la prensa, sobre todo televisiva, con el fin de conseguir su segunda reelección. Es quizá esa etapa, de un control político creciente para perpetuarse en el poder, la que más se parezca a la actuación de Maduro de hoy. Con la diferencia enorme de que Fujimori no necesitaba controlarlo todo para mantenerse en el gobierno. Podía sencillamente terminar su mandato el 2000 y tentar una nueva elección el 2005. Era Montesinos quien no podía dejar el poder. Lampadia

[1] El 733, ley de movilización nacional, establecía que los bienes de todas las personas naturales o jurídicas podían ser requisados y las personas movilizadas, que todos estaban obligados a otorgar la información que se les solicite y aquellos que se negaran serían considerados traidores a la patria. También el 746, ley del Sistema de Inteligencia Nacional, que otorgaba al SIN poderes amplísimos, incluyendo el recabar la información que deseara de los organismos públicos y privados, bajo responsabilidad penal, y creaba órganos de inteligencia en los ministerios y organismos públicos, que respondían al SIN. El 762 establecía  penas de cárcel para las personas que revelasen, reprodujeran, exhibieran, difundieran o hicieran accesible a través de cualquier medio, información referida a las actividades del Servicio de Inteligencia Nacional.

Sin embargo, el Congreso también modificó el 743, ley del sistema de defensa nacional, que creaba el Comando Unificado de Pacificación y el Comando Operativo del Frente Interno (COFI), que era necesario (ver “La Promesa de la Democracia” de Jaime de Althaus, Planeta 2011).

[2] El Congreso disuelto hubiese podido modificar el Título III de la Constitución de 1979, que consagraba el modelo económico estatista e intervencionista, pero la verdad es que ni en la Cámara de Diputados ni en la de Senadores se formaron comisiones ni hubo propuestas de modificación de dicho Título, ni como un todo ni por artículos específicos. Según Luis Bustamante Belaunde, no las hubo porque se trataba de “un Congreso fraccionado, en el cual coexistían rezagos importantes de la izquierda, la representación aprista ufanada en no ‘retroceder’ de las ‘conquistas’ de la Constitución del 79, los mismos socios del Fredemo que compartían similar posición quietista, y donde la propia representación oficialista no estaba tan convencida al principio como al final de la conveniencia de estas iniciativas y medidas”. Se desprende, entonces, que el Congreso electo en 1990 no hubiese podido modificar el capítulo económico de la Constitución de 1979 (ver “La Promesa de la Democracia” de Jaime de Althaus, Planeta 2011).