Oscar Schiappa-Pietra (*)
Para Lampadia
Los principios de la economía de mercado no son una pócima mágica capaz de resolverlo todo, pero encierran una racionalidad de enormes implicancias para la competitividad económica y para la democratización. Esos principios pueden ser de utilidad para forjar un marco conceptual y operativo que permita abordar la descomunal tarea de reformar el sistema de administración de justicia peruano.
La cultura jurídica latinoamericana sigue la tradición de Europa continental -cargada de elementos pre-modernos y anteriores a la emergencia de la economía de mercado- lo cual se traduce en un dirigismo estatista ineficaz y anti-democrático. Esto se evidencia, por ejemplo, en las imposiciones de obligaciones sucesorias o de la competencia predeterminada de jueces. Sobre lo primero: una persona es propietaria absoluta de sus bienes hasta que se acerca la época de su probable fallecimiento, pues a partir de allí los parientes cercanos -cónyuge e hijos- adquieren por dictado de la ley derechos expectaticios, aún en oposición a la voluntad del titular. ¿Por qué no permitir que toda persona disponga libremente sobre el legado de sus bienes, en vez de propiciar la ineficiencia económica de las herencias forzosas?
Sobre lo segundo: la competencia de un juez en toda actuación judicial está predeterminada por normas procesales o administrativas; es decir, las partes interesadas en una controversia generalmente carecen de capacidad para escoger al juez que la conocerá y resolverá. Para ciertos tipos de casos exclusivamente en el ámbito civil ¿no hace más sentido permitir que las partes traten de acordar qué juez específico debiera conocer y resolver el caso? Esta opción -que, insisto, no es pertinente invocarla como norma general- estaría llamada a activar aspectos beneficiosos de la economía de mercado. En efecto, si ambas partes pueden coincidir en escoger por consenso al juez -en lo que constituye una suerte de arbitralización de la función judicial- es porque confían en su probidad y eficacia; y, al hacerlo, brindan al mercado una poderosa señal orientadora, para que futuros litigantes consideren repetir el precedente. De modo específico, esta opción puede contribuir a reducir la corrupción judicial (¡¿quién escogería a un juez conocidamente corrupto?!). Expresado de otro modo, y parafraseando al juez supremo estadounidense Louis Brandeis, “la luz del sol es el más poderoso de todos los desinfectantes”[1].
De modo más general, uno de los factores que intensifica los riesgos de corrupción en el sistema de administración de justicia peruano es el de la excesiva formación de abogados. El exceso de oferta dentro de un mercado mal regulado -como lo es de los servicios legales en nuestro país- genera ineficiencias y multiplica los riesgos de corrupción. Recordemos que los clientes contratan a los abogados para que ganen las causas que los afectan, sin considerar particularmente los medios empleados para lograr el triunfo. Dentro de un entorno tan corrupto como el del sistema de administración de justicia peruano, esto conlleva como efecto perverso el que los abogados honestos resulten poco competitivos, frente a colegas más inescrupulosamente dispuestos a imponer su verdad mediante el soborno. Paradójicamente, el Estado es activo promotor de esa disfuncionalidad, estimulando la sobreoferta de abogados, de cualquier calaña, mediante el financiamiento presupuestal en universidades públicas y las exoneraciones tributarias en las privadas [exoneraciones ya eliminadas].
Obviamente no corresponde al Estado prohibir que las personas estudien Derecho; pero es legítimo que aquél retire sus ciegos incentivos económicos, y que en consecuencia los estudiantes de Derecho asuman el costo íntegro de sus estudios. De otro lado, debiera establecerse una diferenciación entre la certificación académica (Bachiller en Derecho) y la certificación profesional (Abogado), de modo que no todos los primeros califiquen para lo segundo, como ocurre en la mayoría de países desarrollados. Es decir, para ejercer la abogacía debería requerirse, además de haber obtenido el Bachillerato en Derecho, el aprobar un examen nacional de certificación profesional (símil del Bar Exam, de Estados Unidos).
De otro lado, cabe cuestionar la racionalidad del requisito de colegiación obligatoria para el ejercicio de la abogacía. ¿Qué función de utilidad social cumplen los colegios de abogados, constituidos como monopolios profesionales? En la gran mayoría de regiones del país, estas instituciones ni siquiera tienen constituidos comités de ética; y en las demás suelen aplicar sanciones benignas a los abogados que ejercen la profesión de modo corrupto. En uno y otro caso, los colegios de abogados son monopolios profesionales cuya existencia carece de justificación desde el punto de vista de la utilidad social, y -peor aún- son propiciatorios de la demanda de corrupción dentro del sistema de administración de justicia. No menos importante, la asociación constituye un derecho y una libertad, pero convertirla en una obligación representa una violación de los derechos humanos de los abogados, y por tanto también una imposición inconstitucional. La única función útil que desempeñan los colegios de abogados -la del registro de los profesionales afiliados- podría ser sustituida por el establecimiento de un registro único nacional de abogados, en el que consten todos los antecedentes sobre eventuales sanciones por infracciones éticas. Lampadia
(*) Abogado. Magister en Gestión Pública, Harvard University. Ex-Asesor del Presidente del Consejo de Ministros y del Ministro de Relaciones Exteriores. Fue funcionario del PNUD, y Consultor del Banco Mundial, del BID y del Instituto Interamericaano de Derechos Humanos.
[1] Caso “Cantwell vs. Connecticut” (310 U.S. 296, 310). Citado en el leading case “New York Times vs. Sullivan” (376 U.S. 254) del 9 de marzo de 1964, en el voto de los jueces Goldberg y Douglas.