León Trahtemberg, Educador
El Comercio, 28 de agosto de 2016
Los organismos internacionales que «apoyan» la educación básica (BID, BM, OECD-PISA, etc.) están liderados por economistas y administradores cuyas decisiones se inspiran en conceptos propios de su profesión. Ellos han introducido a la educación conceptos e indicadores medibles que son ajenos a la pedagogía: mercado educativo, competencia para incentivar la calidad, modelos, perfiles, costo beneficio, estándares, pruebas estandarizadas, incentivos para un mejor desempeño. No obstante, los procesos de aprendizaje no siguen las reglas de la economía (que aplicadas a la pedagogía pueden hacer daño).
Por ejemplo: la competencia para mejorar la calidad funciona en un mercado porque quien no se sobrepone sale de él. En la educación, sin embargo, la competencia entre alumnos produce unos pocos ganadores y muchos perdedores. A esos perdedores -que tienen derecho a no ser excluidos- les golpean la autoestima, son avergonzados y cultivan sentimientos de inferioridad e incompetencia, más aun si son siempre los mismos. Al mismo tiempo, los ganadores quedan continuamente estresados por la posibilidad de que dejen de serlo, por lo que buscarán el camino más fácil para su trabajo escolar, rehuyendo las situaciones más complejas.
Esto causa que en el aula se cree un ambiente propicio para el ‘bullying’, porque al etiquetarse a unos como «los de arriba» y a otros como «los de abajo» implícitamente se empodera a unos para sentirse con derecho de maltratar a los otros. Preventivamente, no deberían haber sido expuestos a la dañina competencia.
Para los economistas, publicar los resultados de las pruebas estandarizadas (ECE, por ejemplo) brinda información al mercado -de profesores y padres- sobre cómo andan los alumnos para hacer lo necesario para mejorar. Para los educadores, es una de las estrategias más nocivas y contraproducentes para el aprendizaje. Esto pues al recibir los padres la información individualizada sobre sus hijos (que señala para la mayoría que no alcanzan logros satisfactorios), presionan a los colegios, los cuales, al ver en riesgo su prestigio y clientela, presionan a los profesores, quienes, preocupados por su estabilidad (y bonos de buen desempeño), trasladan la presión a los alumnos, que son sometidos a un fuerte estrés y entrenamiento insulso.
Lejos de mejorar el aprendizaje significativo, esta estrategia termina mecanizando a los alumnos. También genera miedo y hasta fobia hacia las matemáticas y lectura, con impactos negativos de largo plazo que investigadores -y el propio Ministerio de Educación- han evaluado reiteradas veces y se comprueba fácilmente al ver la gran cantidad de egresados de secundaria que quieren alejarse de aquellas carreras que incluyan cursos de matemáticas (y ciencias) al momento de elegir sus estudios superiores.
Para los criterios económicos, reducir el número de alumnos por profesor o alargar el día escolar son estrategias de mejora de calidad. Para los educadores, pueden ser lo contrario. Un profesor carismático, empático, versátil, con 40 alumnos puede lograr más aprendizajes que otro rígido, distante, frontal, carente de recursos, que tiene solo 15 alumnos en su clase.
En cuanto al tiempo, si el alumno no entiende o disfruta una materia, más horas de clases equivalen a aumentar la irritación, aburrimiento, deseos de fuga, estrés y animadversión contra el profesor o el curso. En cuanto a los incentivos (notas o premios para los alumnos) está demostrado hasta la saciedad que cuando los alumnos estudian para las notas, debilitan su motivación interna por aprender y buscan el camino más fácil (incluyendo los plagios).
Asimismo, la herramienta usual de los economistas de diseñar estándares de desempeño evaluables mediante indicadores y puntajes que asumen un conjunto de «logros esperados» para todos por igual resulta un absurdo para los educadores. Si todos los niños son diferentes, los logros esperados no deberían definirse en función de un referente ficticio óptimo, sino de las características de cada uno (los hay con TGD, TDAH, dislexia, disgrafía, discalculia, discapacidades en la memoria y en el procesamiento auditivo, interferencias emocionales, déficits sensoriales, etcétera). Es precisamente la aspiración a la uniformidad la que produce la gran cantidad de «desaprobados» o fracasados (algo de lo que obviamente se culpa a los pobres niños).
Imagínense un niño con polio al que se le hace competir con otro físicamente bien dotado para correr 100 metros con la expectativa de que rindan igual. Sería una evaluación absurda, ¿verdad? Bueno, el problema es que existen diferencias mentales, pero como no se ven físicamente, se asume que no existen. Se los evalúa a todos por igual, maltratándolos.
En suma, el terreno de los educadores es el del vínculo afectivo y personalizado con los alumnos. Los maestros son tocadores de almas individuales, similares a los padres. La economía indudablemente aporta mucho en diversos campos, ¿pero no sería bueno que en las decisiones sobre la educación se le dé el peso prioritario al saber de los educadores?
Lampadia