Con la frase “desborde popular” José Matos Mar develó en 1984 lo que hasta ese momento había sido la transformación más significativa en la estructura social y demográfica del país. En esencia, la población del campo, abandonada por el estado y sin perspectivas económicas, se trasladó masivamente a Lima y a otras ciudades donde, por sus propios medios pudo levantar su nivel de vida, y donde su visibilidad y cercanía obligó al estado a prestar una mayor atención. Como un río que se sale de sus cauces, gran parte de las masas populares encontraron un derrotero más favorable para su economía personal y para su participación política.
Retrospectivamente, sorprende lo difícil que es cambiar la autoimagen del país. Si bien se conocía los procesos de migración y urbanización, no se había captado la significancia del cambio. Matos Mar concibe la publicación de su libro como “campanazo de una tremenda realidad,” a pesar de que llegaba cuando el proceso ya tenía cuatro décadas de existencia. Posteriormente, el cambio de imagen fue reforzado por el libro El Otro Sendero y otros estudios que descubrieron al pequeño empresario, y finalmente por las impactantes realidades de Gamarra y Mega Plaza. Años después, Matos comentaría que el desborde mejoró las vidas en las ciudades donde los pobladores de los conos “son ahora familias y habitantes exitosos.”
Pero no todos se urbanizaron. La población rural y de los pequeños pueblos pasó de ser la gran mayoría a ser apenas una cuarta parte de la población pero, después de las convulsiones de la reforma agraria y del terrorismo, las perspectivas de los que quedaban en el campo parecían más negativas que nunca. En los años ochenta las zonas rurales vivían una crisis de producción y rentabilidad, excluidas de los recursos públicos y privados que favorecían a las ciudades y la costa. El avance social producido por el desborde resultaba cojo y poco esperanzador en cuanto a los más pobres.
Fue en ese contexto poco auspicioso y de mínimas esperanzas que surgió un segundo desborde popular. Pero esta vez fue la montaña la que se acercó hacia Mahoma. En vez de una migración humana hacia los centros del dinero, en el segundo desborde el dinero fue desde la ciudad hacia el campo. Un verdadero río de recursos financieros, públicos y privados, fueron transferidos desde la economía urbana hacia los distritos más olvidados y pobres del país.
Este segundo proceso se inició durante los años noventa, como una reacción política al terrorismo. Los servicios básicos del estado, salud, escuela y seguridad, regresaron al campo. Nuevos programas llevaron agua potable, riego y caminos vecinales a los centros poblados más pequeños, y otros llevaron tecnología productiva. El flujo financiero, todavía limitado por la pobreza de los años noventa, tuvo una gran crecida adicional con la descentralización a partir del 2001. La forma algo accidental y poco planificada de la descentralización se conjugó con un auge fiscal fortuito, relajando los controles y dejando que se produzca finalmente un huaico financiero. El gasto efectuado por los municipios provinciales y distritales se ha multiplicado veinte veces desde 1990, casi todo financiado por recursos transferidos desde Lima. Se suman además los crecidos presupuestos de entidades del gobierno central para prestar servicios y hacer obra en los distritos rurales más pobres. Ciertamente, cada distrito tiene hoy su palacio municipal y la corrupción campea, pero tiene también su red de caminos vecinales, camiones, combis, tractores y cabinas de internet, y la pobreza rural se ha reducido sustancialmente.
Como sucedió con el primer desborde popular, el nuevo proceso ha avanzado considerablemente sin ser reconocido. Incluso, sigue siendo negado con cierta terquedad, en parte, creo, porque nos duele aceptar una nueva realidad surgida sin plan, en forma no anticipada, y en gran parte de modo accidental.