Jaime de Althaus, Antropólogo y periodista
El Comercio, 30 de setiembre de 2016
En el Ejecutivo están satisfechos con las facultades legislativas delegadas por el Congreso. Consideran que la intensa discusión que se ha producido ha permitido llegar a consensos e incluso a mejoras en algunos temas, como en el asunto de la Unidad de Inteligencia Financiera (UIF). Ha sido un triunfo de la razón, del diálogo técnico y de la cooperación entre poderes, algo que no habíamos conocido antes y que permite ser optimistas respecto de los próximos cinco años.
Pero el ejercicio también ha permitido ver los límites del impulso reformista. Por ejemplo, en el tema fundamental de la formalización, la discusión con el Congreso habría llevado al Ministerio de Economía y Finanzas (MEF) a cambiar la idea del 10 x 10 a un esquema de incremento progresivo y gradual del Impuesto a la Renta desde cero hasta el 30% del régimen general que debe pagar toda empresa que venda más de 300 UIT anuales (1’185.000 soles anuales). Eso está bien, porque saltos bruscos en la tributación desincentivan el crecimiento de la empresa, puesto que si en el siguiente nivel voy a pagar mucho más y por lo tanto voy a ganar menos, ¿para qué crecer?
En realidad, debería hacerse algo aun más gradual subiendo el techo de 300 UIT. Pero suponiendo que el MEF logre modular muy bien la gradualidad y que, gracias también a una reducción masiva de los trámites y obligaciones que ahogan a las empresas, y a reformas facilitadoras en la Sunat, muchas mypes logren incorporarse a la formalidad tributaria y crecer hasta acceder al régimen general, la valla insalvable que se les presenta en ese momento ya no es tributaria, sino laboral.
Si una pequeña empresa que se incorpora al régimen general debe pagar, por encima de un salario mínimo que es relativamente alto en comparación al salario promedio, un conjunto de beneficios no salariales y debe anticipar el costo de un eventual cese del trabajador e incluso la posibilidad de tener que reincorporarlo, pues sencillamente opta por no ponerlo en planilla o quizá contratarlo a plazo muy corto. Si se le obliga a hacerlo, probablemente quebrará.
La legislación laboral existente sencillamente precariza el trabajo. Es profundamente excluyente y ahonda la gran división social que hay en nuestro país. Pero ya vemos que la responsabilidad de nuestra clase política no da para enfrentar este problema.
Lo mismo en el caso del pedido de facultades para el fortalecimiento de las empresas de agua potable y de Petro-Perú. El dictamen agrega la frase “sin que ello implique su privatización”. Es decir, pese a todas las evidencias, queremos seguir insistiendo, como el burro, en una empresa estatal que se ha embarcado en una refinería que cuesta dos o tres veces más de lo que debería para refinar un crudo que no existe porque no fue capaz de mantener un oleoducto que ahora debe ser cambiado por uno nuevo, que todos nosotros tendremos que pagar.