Estoy a punto de pensar que la trifulca política permanente es un mecanismo psicosocial colectivo para no tener que pensar en la solución de los problemas de fondo. La política peruana es pródiga en pullas, ataques, acusaciones y atribuciones al otro de toda clase de intenciones indebidas, por simple flojera mental. Además, por supuesto, es más entretenido. Eso de tener que sentarse a estudiar los problemas y construir propuestas de solución es muy aburrido y demasiado exigente a la vez. Menos aun sentarse a acordar un pacto al estilo mexicano para llevar a cabo grandes reformas: ¿qué gano yo con eso?
Se pierde de vista el país. En la tentación facilista del pleito caen todos: el periodismo, que vive de él; los políticos de oposición, los oficialistas y, lo que es más grave, el propio presidente de la República y su inefable adalid, el ministro de Defensa y Ataque. El juego es sencillo porque se retroalimenta a sí mismo, y podría no terminar nunca. No requiere ejercicio de la voluntad, sino solo de la susceptibilidad, el encono y la voluntad de poder.
También es cierto que el pleito no ha sido gratuito: fueron razones de fondo las que desataron los fuegos: la reestatización de Repsol, la posible postulación –luego negada– de Nadine Heredia, de un lado, y la megacomisión investigadora y el proyecto de inhabilitación de Alan García, de otro. Son, sin duda, palabras mayores, que justifican enfrentamientos también mayores. Luego, esas amenazas han sido desmentidas o desactivadas, pero cualquier señal se interpreta como su confirmación, y de tanto advertirlo se generan las condiciones de una profecía autocumplida.
Por supuesto, esto va socavando la credibilidad popular en el sistema, y la propia población se suma al tole tole para su propio beneficio. La ausencia de gestos de altura o de acuerdos de rumbo, el pugilato nacional, la crítica permanente a las instituciones públicas y su desprestigio absoluto se convierten en la coartada para no pagar impuestos o permanecer en la informalidad, o en la abierta ilegalidad. Y el pretexto para que en las instituciones cada uno haga de las suyas.
Alguien tiene que romper el círculo vicioso, y ese no puede ser otro que el presidente de la República, que no puede descender a la pelea. Solo los presidentes autoritario-populistas dividen el mundo entre buenos y malos y atacan sistemáticamente a los adversarios políticos, a los partidos ‘tradicionales’ o a los grupos ‘concentradores’, para afirmar su popularidad. En una democracia, que de por sí es disputa política e ideológica, eso es contraproducente, porque alguien tiene que procurar la unidad y el interés común. Tiene que haber un balance.
El fallo de La Haya es la oportunidad de oro para romper ese círculo vicioso y reinstalar conversaciones para un acuerdo en torno a grandes reformas e inversiones. Es decir, para reinstalar un clima de buena fe en el que no quepan inclusiones ni exclusiones electorales indebidas y que permita retomar tasas altas de crecimiento que son la gran novedad histórica del Perú en estas últimas dos décadas.
Publicado en El Comercio, 17 de enero de 2014