Franco Giuffra, Empresario
El Comercio, 03 de marzo de 2016
Luego de los comunistas, los grandes enemigos del capitalismo son las empresas privadas. Las deshonestas, quiero decir. Sus escándalos de corrupción y fraude alimentan el desprestigio de las corporaciones a nivel internacional. Causan un daño al modelo de economía libre que puede ser más importante que las multas que se les pueda aplicar.
No es algo ajeno a América Latina. Una publicación reciente de “Money” enumera los grandes escándalos corporativos de los últimos tiempos en el mundo. En sexto lugar, detrás de casos como las emisiones de gases de los autos Volkswagen, el megafraude contable de Enron y la manipulación de la tasa Libor por parte de bancos europeos en el 2012, aparece el caso de Petrobras.
La petrolera estatal brasileña, como se sabe, está inmersa en una telaraña gigante de conductas criminales por encarecimiento de obras públicas y sobornos. Un entramado de alta complejidad que, se estima, ha costado a la empresa cerca de dos mil millones de dólares. Ese será el costo en términos de caja, porque, debido también a la caída del precio del petróleo, el 92% del valor bursátil de Petrobras se ha esfumado en los últimos cinco años.
La fuente de perversión ha sido esta vez la colusión entre funcionarios públicos y malos agentes privados. Hablamos de las más grandes empresas constructoras de Brasil, como Camargo Correa, Constructora OAS y Odebrecht, entre otras, que armaron un esquema mafioso para coimear, repartirse las obras, elevar sus presupuestos y obtener ganancias ilícitas. No a nivel de empleados de tercer nivel. A nivel de los mismos dueños, presidentes y gerentes generales; la crema y nata del empresariado brasileño.
Esta sombra de deshonestidad se ha posado, de manera señalada, sobre la empresa Odebrecht, una de las mayores empresas constructoras de las Américas, cuyo ex presidente Marcelo Odebrecht está preso desde mediados del año pasado.
No imagino cómo se puede mantener o rescatar la cultura corporativa en una empresa cuyo principal líder es un presunto criminal. Qué sentido puede tener ahora el Código de Conducta de la Organización Odebrecht, que explícitamente prohíbe “ofrecer, prometer, conceder […] cualquier tipo de ventaja, pago, obsequio […] que pueda ser interpretado como una ventaja indebida, coima, soborno […] a un agente público, privado o de cualquier otro sector”.
Los problemas culturales internos de Odebrecht son ahora la menor de las preocupaciones. Más importante es evaluar el costo que sus andanzas infligen al capitalismo latinoamericano y a los países donde pudiera haber replicado esta manera de hacer negocios.
Odebrecht no es un extraño en el Perú. Ha tenido y tiene a su cargo proyectos millonarios de infraestructura, varios de los cuales no están exentos de cuestionamientos, sea por la forma como fueron obtenidos o por los presupuestos involucrados.
Siendo que la cabeza visible de esta empresa ha demostrado un comportamiento ético reprobable, ¿es inverosímil que algunas de estas prácticas deshonestas se hayan también aplicado en el Perú? Por lo pronto, sería deseable que las autoridades peruanas estén, por lo menos, atentas. Que no se desestimen tan rápidamente los indicios que puedan derivar en investigaciones. Que los bancos locales tengan una discusión acerca del alcance de su apoyo financiero a la empresa.
Hay que defender al capitalismo de los malos capitalistas. Hasta ahora, en el caso de Brasil, Odebrecht y las otras empresas cómplices habrían demostrado que no son un buen ejemplo de empresas privadas. Estemos vigilantes. No queremos que armen aquí otro Petrobras. Lampadia