El Comercio, 28 de febrero de 2017
César Bazán Seminario, Abogado y especialista en seguridad ciudadana
Una vez le pregunté a un policía colombiano por qué en la escuela no se trabaja con más profundidad el tema de la muerte, considerando que ella –sea la propia o la ajena– ronda cotidianamente en esa labor. Él me respondió: “En la escuela siempre nos dicen que un policía no tiene nada más seguro que la muerte”.
Esa fría sentencia es muy cierta en el Perú. Según fuentes periodísticas, entre diciembre y enero ha muerto en promedio un policía cada tres días. Demos un repaso rápido y parcial a esta sangría verde. En diciembre un suboficial se ahoga en el río Mazamari en una práctica de paracaidismo. Ese mismo mes, dos suboficiales son abatidos en un intercambio de disparos con terroristas en el Vraem. El hecho más trágico ocurrió en Apurímac, cuando el despiste de un bus mató a trece jóvenes policías y dejó heridos a otros tantos. En enero, delincuentes asesinaron con su arma de reglamento a un suboficial, mientras otros dos efectivos murieron en otro accidente de tránsito, presumiblemente por una falla mecánica de su patrullero. En febrero, una suboficial murió de un disparo en la boca. Las investigaciones hablan de un suicidio o que su enamorado, un compañero de armas, la mató. Ese mes, delincuentes en fuga atropellaron a un policía.
Estos casos, que son solo algunos, nos permiten sacar conclusiones preliminares sobre cómo mueren los policías en el Perú. Lo primero es un llamado de atención: la mayoría de los policías muertos en los últimos meses fueron víctima de accidentes de tránsito. Presumiblemente, la mayoría de estos accidentes no habría ocurrido si los oficiales y suboficiales encargados de la seguridad laboral hubieran tenido la diligencia debida.
Por otro lado, los asesinatos de policías cometidos por delincuentes es la segunda causa de muerte. En la mayoría de casos, estamos frente a policías que se arriesgaron para defender la vida y la propiedad de las personas. Atacados por delincuentes en fuga, intentando frustrar robos en la vía pública o en buses, de franco o de servicio, enfrentando a terroristas, los efectivos policiales fueron muertos cumpliendo su función. En su ley.
Estos dos hallazgos preliminares nos llevan a pensar en respuestas de políticas públicas para evitar la innecesaria muerte de policías. En primer lugar, el mayor respeto de los derechos humanos de los efectivos, en particular de sus derechos laborales. Las autoridades civiles y los oficiales deben garantizar las condiciones de seguridad en el trabajo de los policías y minimizar los riesgos, especialmente en el uso de vehículos de transporte.
En segundo lugar, con relación a los oficiales muertos en su ley, cabe estudiar los casos en que fueron asesinados y, tras reconstruir los hechos, sacar lecciones: ¿cuál era la mejor acción que debía tomar el policía?, ¿qué debía hacer para resguardar su vida y la de los civiles?, ¿qué otras alternativas podían ensayarse? La idea es evitar que otros policías mueran en situaciones similares.
Finalmente, la sanción y la reparación. Los asesinos –y también aquellos que por negligencia son responsables de la muerte de policías– deben ser sancionados penalmente y disciplinariamente. No estoy evocando a un Congreso figuretti que quiera subir las penas, ni tampoco a jueces que dictan prisión preventiva, sino concretamente a sentencias célebres y definitivas, que pongan en la cárcel a los responsables y que también sirvan de reparación (simbólica y económica) a los familiares de los policías víctimas. Los deudos deben ser prioridad.