Durante décadas, el persistente trabajo ideológico de la izquierda local nos ha inoculado el dogma de que somos ricos, pero que sufrimos una desigual e irracional distribución de los ingresos.
Así, inmersos en un ambiente de descontento (donde pocos tienen niveles de vida acaso dignos o ‘clasemedieros’), la supuesta solución implicaba patear el tablero. Refundar el país. El cambio estructural –o la revolución, como se le etiquetaba antes de los aciagos tiempos de Sendero Luminoso– vendría a través de la introducción de un régimen que redistribuiría igualitaria e iluminadamente las supuestamente ingentes riquezas nacionales.
No debe sorprender a nadie que –creyendo en esta visión– durante las últimas seis décadas hayamos elegido o tolerado una gavilla de dictadores, aventureros o advenedizos. Quienes, además de enriquecerse y beneficiar a sus colaboradores y amigos, ofrecían el cambio drástico y dejaban el poder en medio de un ulterior declive económico e institucional.
Actualmente, acercándonos a los dos siglos de nuestra declaración de independencia, los flujos de información económica accesibles a cualquiera hacen más que difícil que sigamos creyendo que somos ricos (al menos en las regiones donde la educación promedio y el acceso al Internet son más altos).
A pesar del crecimiento registrado en la última década, las cifras globales nos enseñan que nuestro producto e ingreso por habitante son tan pequeños que ni siquiera alcanzamos a bordear un décimo de sus símiles para una nación rica como Estados Unidos.
Descubrir que somos una nación pobre, que hemos sido engañados desde la escuela –y lo que resulta peor, en el grueso de nuestras universidades–, y además observar cotidianamente cómo algo de estabilidad y apertura al exterior nos ha cambiado la cara (cerca de nueve millones de compatriotas habrían salido de la pobreza), ha modificado la idiosincrasia de nuestros electores.
Cuentan que en cierta nación latinoamericana, dicen que muy parecida a la nuestra, un candidato de la izquierda radical bastante tieso –a pesar de contar con muchos más recursos financieros que sus rivales– casi pierde la elección presidencial, hace poco más de dos años. Las mayorías no digerían su trasnochado discurso velasquista.
Así, el aludido (hoy presidente de su país) tuvo que arrojar al tacho su oferta inicial y acomodarse a los estándares de las dos administraciones previas. A diferencia de lo que pasaba en las décadas de 1960 y 1970, el elector ya no creía que distribuir –pobreza– bastaba.
En el Perú sucede hoy algo diferente. La gente lo intuye, pero el presidente no. Este no parece haber interiorizado que no somos ricos. Declara suelto de huesos que el crecimiento no le sirve. Claro, el crecimiento de la última década ha dejado mucha plata en las arcas fiscales con la que se puede gastar más. Pero hacer esto no basta.
No solo si se va el crecimiento, se encoge la plata. Lo que reduce la pobreza no es el gasto del gobierno… Es el crecimiento económico privado. Y tengámoslo bien claro: con visión y agallas, continuar creciendo a un alto ritmo es posible. Lo demás serán puras justificaciones.
Publicado en El Comercio, 6 de noviembre de 2013